La cantina del cielo

Extracto del libro Juegos de pluma (2015)

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

El breve cuento es absolutamente un cuento: está lleno de color, poesía y lirismo. Y, sin embargo, recoge el drama de un irremediable suicidio visto desde el cielo. En sus cortas líneas muestra cómo la belleza angelical ―descrita con un cierto toque mágico― fue creada para servir a Dios sirviendo al hombre.


Entre las incontables nubes del firmamento terrestre existe una grácil y dilatada nube que oculta entre sus cúmulos dorados y rojizos un gran bar. Allí acuden en sus ratos libres los ángeles de la guarda que trabajan en la tierra; allí matan el tiempo disfrutando de sabrosos licores, dedicándose a los naipes y a otros recreos. Hay muchas mesas en esa cantina para tanto ángel que pasa por ahí. En la última inspección San Pedro contó seis mil billones de concurrentes. Y como el número de mesas, un billón, se había quedado corto para tanto asistente, se adquirió un par de billones más. Las mesas son redondas, forradas de verde terciopelo, y sin patas. Tampoco las sillas tienen patas. Todo en este bar se suspende en el aire. Por ahí pasan los ángeles más pintorescos: diminutos y ágiles querubines, astutos serafines… y no es raro ver a una que otra potestad desfilando con su yelmo de plumas rojas y arma de fuego. Los más poderosos seres alados gozan de un puesto especial en un cúmulo enaltecido con los más espirituosos vahos, donde transcurren charlando de lo más acomodados.

En una de esas de innumerables mesas que llenan los kilométricos pasillos del bar, donde apoyaba sus codos una estatua de un ángel fundido en brillante plata celestial, un as calló sobre otro y el señor de las alas largas, a quien todos conocían como Teodoro, bostezó estirando su portentoso plumaje celestial cuan largo era.

«Gané­», dijo lacónicamente. Teodoro echó un vistazo al ángel de plata que a su lado permanecía con las palmas bien acomodadas en la barbilla y los codos empotrados en la madera, y al ver que la estatua no se movía decidió recoger las dos cartas. En su profunda mirada de párpados caídos se asomaba la luz de una recóndita inteligencia capaz de intuir el inconmensurable valor de los detalles más nimios. Dios lo había hecho especialmente sabio y prudente para que fuera buen guardián de un mocito de la tierra que había nacido con taras mentales.

«¡Una vez más perdimos…!», respondió pensativo un querubín que encorvado se sentaba sobre la baraja. Era tierno y sutil, de preciosos ojos grandes y enchurado cabello rubio. Un instante después continuó: «¡…pero volvamos a jugar, Teodoro, que esta vez sí te vamos a ganar!».

Los dos serafines que jugaban en la mesa redonda supieron reprimir, por deferencia, la impulsiva carcajada que se cernía sobre el querubín; no así Teodoro, cuyos dientes resplandecieron vivamente en la efigie de plata.

El querubín había comprendido. Algo lo entristecía por dentro, lo decía el lento aletear de sus diminutas alas. Serpentinamente se elevó hasta el rostro de la figura fundida en el bruñido metal y le dijo: «¡Jacobo, es que esto no me gusta…!»

La estatua plateada súbitamente se derritió y sus labios parecieron de mercurio líquido. Los caprichos divinos habían fundido este ángel de plata de inusitada dureza, que solo se desleía ante las tristezas ajenas. «Pequeño querubín ­—le contestó—, ya hemos jugado tres mil doscientas cuarenta y cuatro veces!».

«Y tres mil doscientas cuarenta y cuatro veces les he ganado», replicó secamente Teodoro.

Uno de los serafines, el más gracioso de ellos, que estaba adornado de plumas multicolores y de furtivos haces de luz, tomó la palabra:

«Amigo mío:

¡Do jugamos,

do bebemos,

do lloramos,

do perdemos.»

Así habló Laus, el ángel bohemio y poeta. Era realmente una maravilla para su custodiado, el quejumbroso tartamudo que sufría en la tierra con su corazón de trapo.

«No, no es eso lo que me entristece —contestó el querubín. Yo, perdiendo, ¡hasta me divierto! Lo que me apena es estar aquí en la cantina. Me apena que el hosco individuo al que me tocó cuidar en la tierra nunca me invoca. Cuando lo veo taciturno y viejo quisiera inyectarle algo de mi juventud, pero se rehúsa, me rehúye, me repele. Hasta parece que no me quiere cerca…»

«¡Tales son los hombres

que hemos de cuidar,

insensatos, malnacidos,

hijos de la calamidad!», cantó Laus cobijándole la espalda del querubín con la palma de su mano.

Jacobo se volvió a derretir: «Ángel niño, si te rehúyen no es porque no te quieren, sino porque no te conocen. ¡Imagínate!, con lo egoístas que son los hombres, ¿cómo no te invocarían si supieran que tú puedes mover los montes a su gusto, o hacer llover fuego del cielo, o liquidar ciudades enteras si así te lo pidieran? En eso y en mucho más les serviríamos si tuvieran fe en nosotros.»

«En su ignorancia desconocen

que los favores que hacemos

bajo las nubes gustosos;

son gloria eterna y gozo,

para sumo bien de ellos,

para pacer de nosotros », concluyó el trovador.

«¿Qué crees tú? ¿Que estamos aquí porque queremos? ―interpuso Teodoro en displicente tono― ¡ya quisiéramos poder hacer más de lo que hemos hecho por nuestros custodiados! Lo que sucede es que simplemente no podemos hacer más.»

El querubín quedó confundido, y en cuanto acumuló algo de decisión voló dando tumbos hasta encararse con el gran ángel: «¿qué nos impide ayudarlos más Teodoro?»

«La libertad», dijo Teodoro.

«La libertad», dijo Jacobo.

«¡Oh, la libertad!», dijo Laus.

Como el ángel niño no entendió, el perspicaz salió a su paso:

«Oye, ¿sabes por qué Jacobo es de plata?»

El querubín lo negó con un gesto.

«Dios lo ha creado de un noble y duro metal para que sea el fuerte apoyo de una sentimental jovencita que hace unos momentos se ha intentado suicidar porque el novio la ha dejado. Mira…»

Teodoro extendió sus largas alas y batiéndolas produjo una gran ventisca que abrió el vaporoso piso de la cantina. Enseguida se mostró la tierra, y en la tierra una temblorosa muchachita de diecisiete años que gemía en su cama rodeada de su familia. La asechaban seis diablos que se reían a gusto de ella.

«Mañana en la madrugada ha de morir la muchacha que ahora se retuerce bajo los efectos del veneno.»

El querubín se volteó enseguida hacia el plateado espíritu para soltarle un desesperado arresto: «Pero Jacobo, ¿qué haces aquí? ¡Deberías estar allá espantándolos a esos miserables e intercediendo por ella!»

Laus intervino:

«¡Calma pequeñín,

que a su lecho fue a dar,

y si el alma fue ruin,

habrá de reconsiderar.»

Teodoro añadió: «La dosis ingerida fue muy alta, pero Jacobo supo conseguir de Dios que permaneciera consciente hasta el amanecer para que se arrepienta de sus pecados y expíe por ellos. Si no, no podrá entrar al cielo.» El gran ángel chasqueó la estatua de plata que agudamente resonó en los oídos de los jugadores de naipes. «Mira pequeñín, siendo él de tan noble metal y pudiendo transmitirle su fortaleza, y apartarle cualquier espíritu maligno, no lo hará si no lo invocan. Otra cosa sería atentar contra la bendita libertad de la muchacha

Todos se quedaron mirando aquella trágica muerte de la chica a través del nubloso hueco que poco a poco se iba cerrando con los impetuosos vientos de invierno. Luego de unos instantes el espectáculo quedó totalmente ocultado por las blancas y gruesas nubes de la cantina. Hasta ese momento la muchacha no había invocado a su ángel de la guardia.

«¡Algo tiene que poner ella de su parte!», dijo Jacobo, quien en seguida se secó hieráticamente.

«¡Así es la libertad!», concluyó Teodoro.

«Así es la libertad», dijo Jacobo.

«¡Oh, así es la bendita libertad!», dijo Laus.

Y el silencio imperó en la mesa por varios minutos. Por fin el querubín intervino:

«¡Juega otra vez! Total, aquí tendremos que seguir esperando hasta que un mortal nos invoque

En vaga mirada Teodoro oteó los extremos de la mesa y conmovido por la inocente cara solícita del querubín, accedió. Estiró la mano para coger el naipe y el querubín tuvo que escabullirse de entre los dedos del portentoso ángel para salvarse de ser repartido con las cartas.

Así comenzó el juego tres mil doscientos cuarenta y cinco, en la mesa dos billones cuatrocientos once de la cantina del Cielo, en espera de que algún buen hombre se decidiera a invocar, aunque sea por casualidad, a su bendito ángel custodio.

La Virgen de la Mano Santa

La historia de la Virgen perdida


Se recoge aquí la historia de un cuadro de la “Virgen de la Mano Santa”, del cual el pueblo guayaquileño fue muy devoto por cuatro siglos, hasta que el gran incendio de Guayaquil de 1902 lo redujo a cenizas. Alrededor de la imagen se generaron historias, leyendas, devociones, etc. que la ciudad perdió en el mencionado fuego. Pese a ello, actualmente se está intentando rescatar la historia de la imagen, como se comenta en este artículo de corte más histórico, que hace uso de fuentes españolas y americanas.

I. Introducción

La Virgen de la Mano Santa ha sido la imagen más venerada en la historia de Guayaquil. Esta devoción llegó a la Ciudad desde su misma fundación, vino desde la otra orilla del Atlántico, con la fama de Reina y de obradora de grandes milagros, para acompañarnos por más de tres siglos. Lamentablemente, las llamas del temido incendio de 1902 hicieron ceniza y humo el cuadro que se veneraba y hasta la iglesia donde colgaba.

El presente estudio de matriz histórica y cronológica, analiza la historia de esta imagen perdida desde su creación en el siglo XVI hasta su desaparición en 1902, y los esfuerzos hechos en el siglo XX por rescatarla. La investigación ha durado más de diez años y se basa en documentos ecuatorianos y españoles, estudios, fotos y testimonios que fueron recogidos por el autor en Guayaquil, Quito e Iruz (Cantabria, España).

II. La devoción a la Virgen morena al otro lado del mar

La historia de la Virgen guayaquileña comienza en el montañoso y húmedo valle de Toranzo, en la Cantabria, al norte de la península Ibérica. No se sabe bien desde cuándo se plantó en medio de este valle un hospital, que sería el que después albergaría la devota imagen de Iruz. Las primeras noticias que tenemos de este edificio son confusas y remotas. Hoy cuelga en el lugar una lápida que dice: «Ovechus port in honorem S. Crucis a rei in coelo conspectae dum / cum mauris praeliretur / Pro Ildefonsi Rege / Hospicum hocce condere decrevit / A era D.CCLXXII», cuya traducción viene a ser: «Oveco, para honor de la Santa Cruz mandó se edificara un hospital, ya que estando luchando con otros soldados contra los moros vio aparecerse esta santa Señal en el cielo. Peleaba a las órdenes del Rey Alfonso en la era de 772» (año de 734). La mencionada placa ha sido puesta en duda por los estudiosos, porque en tal fecha no reinó ningún Alfonso. De todas formas, se acepta que el texto pudo haber sido mal interpretado o leído. Otro dato a tener en cuenta es que lápida no ha llegado a nosotros; la que ahora cuelga en el Santuario de Iruz se la colocó en recuerdo de la anterior (González Echegaray, 1992, pág. 96).

De fiarnos del año transcrito, el hospital se habría fundado cuando el Ducado de Cantabria comenzaba a defenderse del invasor moro. Allá por el año 714 la tropa musulmana arremetió en el lado sur del Ducado. Conforme avanzaba, los cántabros habrían tenido que replegarse al norte, sufriendo grandes bajas. Es natural que entonces desearan levantar un edificio para hospedar y atender a los refugiados, resultando espléndido asentarse en medio del valle de Toranzo. La mención del rey Alfonso habría sido producto de una inadecuada asociación hecha por quien redactó la placa muchos años más tarde. Faltaría por explicar por qué el nombre de Alfonso sonaba tanto, para poder crear una confusión de esta naturaleza.

Otros datos a tomar en cuenta son las numerosas escrituras protocolarias que dan fe de que en el siglo XVI existía un hospital en Iruz y los adornos de veneras o conchas pegados a la antiquísima torre octogonal, que recuerdan el paso de la ruta jacobea por este santuario y por su hospital de peregrinos. Como se sabe, Santiago de Compostela surge con el hallazgo de las reliquias del Apóstol, hecho producido en el año 812. El Rey de Asturias, Alfonso II apodado “el Casto” (c. 760–842), viajará con su corte al sepulcro convirtiéndose en el primer peregrino oficial, y será él quien construya una pequeña iglesia para el Santo. A partir de ahí las peregrinaciones se multiplicarán, incentivadas por la orden de Cluny y por los reyes cristianos, que harán generosas donaciones a sus monasterios. De esta manera la enigmática lápida pudo ser elaborada en el siglo IX, y el rey Alfonso sería el Rey de Asturias. Explicado el tema del nombre, resultaría aún necesario reconocer un defecto en el punto de la fecha, que no sería “D.CCLXXII” (772), sino “DCCCLXXII” (872), año que cuadra mejor con lo explicado.

En todo caso, lo cierto es que para el siglo XIII en ese lugar surgió la devoción a una nueva imagen que acababa de tallarse. Según los estudios, la talla de Nuestra Señora del Soto-Iruz data de este siglo. Se trata de una mujer coronada, sentada en un trono. Sobre su pierna izquierda se sienta el Niño, que también lleva corona y gobierna el universo, representado en un globo que sujeta en su mano izquierda[1]. Ambos personajes bendicen la humanidad con la mano derecha[2], cosa que el Niño hace con dos dedos alzados que significan su humanidad y su divinidad, mientras los otros tres dedos recogidos simbolizando las tres Personas de la Santísima Trinidad[3]. La escultura es mucho más expresiva y detallada que las tallas románicas de la Virgen del siglo XII, lo que la ubica en la transición entre el románico y el gótico: su mirada es más maternal, con cejas arqueadas, la postura algo más holgada, menos hierática que las tallas anteriores, lleva túnica estofada y velo que cae en zig-zag a ambos lados de la cara. Su color primitivo fue «muy moreno» (cfr. González Echegaray, 1992, pág. 98), aunque después recibió numerosos repintes. Este tipo de imágenes representan la Sedes Sapientiae, la Sede de la Sabiduría.

La imagen acompañó las benéficas obras que se realizaban en el hospital de peregrinos. A ella acudían con gran fervor los enfermos y desvalidos de esta vida, buscando aquella ayuda que ya en la tierra ninguno podía dar. Pronto comenzaron a caer las gracias del cielo, la imagen comenzó a prodigar milagros grandes y chicos. Su devoción terminó traspasando los límites del valle de Toranzo y se instituyó la fiesta a la Virgen del Soto el 5 de agosto de cada año.

Fue lógico entonces que los vecinos desearan construir una casa más grande para su Reina. Desde 1570 se pusieron manos a la obra, y tras recaudar los fondos necesarios mediante generosas donaciones, se construyó el edificio más bonito y grande del lugar. Habrán participado en la empresa las familias más pudientes, como los Ceballos, los Quevedo y los Bustamante, junto a otras más modestas como los Castro y los Grijuela. Hoy tenemos prueba de algunas de sus aportaciones. De ese templo sólo ha llegado hasta nosotros la hermosa torre octogonal ―construida hacia el año 1573[4] bajo los nuevos cánones artísticos―, que sigue coronando la fachada y que fue emblemática en la época barroca. Durante su primera época la iglesia y el hospital de peregrinos dependieron de dos curas beneficiados (González Echegaray, 1992, pág. 96).

Los frailes de San Francisco, que desde hacía varios siglos se habían ido estableciendo en las villas de la Costa (como sucedió en Castro Urdiales, Santander, Laredo y San Vicente de la Barquera) inician su incursión hacia el interior de La Montaña, fundando en 1518 un convento en Reinosa. Años más tarde llegaron al fértil lugar llamado El Soto, junto al río Pas y en 1608 tomaron posesión de templo de Iruz. Sobra decir que ellos no sólo acogieron la devoción que se tenía a la Santísima Virgen, sino que animados por las directrices del Concilio de Trento, la promovieron y aumentaron.

Como en otros santuarios, adornan las tapias de éste numerosísimos exvotos colgados para agradecer los extraordinarios favores dispensados por celestial Señora. Entre ellos, se certifica el ocurrido a Juan de la Llama, que se libró de la muerte en 22 de enero del 1609 en la barra de Suances[5], donde naufragó con dieciocho compañeros más. Encomendándose a la Virgen del Soto, asido a un remo, Juan permaneció por mucho tiempo flotando sobre las aguas sin saber nadar, hasta que le recogió una barca. Entre toda la tripulación fue el único que se salvó de ahogarse. Otro milagro que se recoge es el concedido a Gabriel López, vecino de Pámanes, quien estando en la villa de la Guardia enfermo de las piernas, y habiendo dispuesto los cirujanos cortarle una, después de pedírselo con fervor a Nuestra Señora del Soto, sanó enseguida de ambas. Para agradecerlo peregrinó caminando sin dolores ni novedades durante tres días al Santuario de Iruz, donde publicó el favor recibido. Constan muchos favores más concedidos por aquella época. Baste  ahora citar uno último, que ha sido muy celebrado. Se trata del sucedido a un pobre cautivo torancés que permanecía en encarcelado en Argel por los moros cargado de grillos y cadenas; por mediación de Nuestra Señora del Soto se vio milagrosamente liberado de ellos y transportado a su valle, trayendo consigo las cadenas, que en recuerdo y testimonio se colgaron en el camarín de la Virgen[6].

La extraordinaria devoción a esta Virgen fue creciendo cada vez más. Prueba de ello son los numerosos testamentos del siglo XVI, redactados en la región y en América, donde aparecen mandas y donaciones para esta Virgen. Una muy significativa es la de la plata que mandara Francisco de Cevallos desde Guayaquil para la Corona de la Virgen de Iruz, coronación que se realizó con toda solemnidad el 19 de abril de 1608[7]. Una copla popular muy antigua cantaba esta preciosa estrofa:

          La Virgen del Soto, madre,

          es pequeñita y morena;

          nunca tuvo el Rey de España

          mejor soldado en la guerra…

Toda esa época estuvo inmersa en el sueño de ultramar. En 1492 se había descubierto América, que enseguida se idealizó, asimilándola al reino de la bondad y donde cualquiera podía hacer fortuna. El entusiasmo creció aún más con la leyenda de “El Dorado”, aquel codiciado lugar donde las calles se pavimentaban de oro que fue buscado con gran empeño por los exploradores españoles e ingleses. Si bien es cierto que décadas más tarde el encanto comenzó a quebrarse, la idea de migrar hacia el continente de la esperanza sedujo los ánimos aventureros de los cántabros. Como es de suponer, los viajeros que se enrumbaban a las nuevas tierras llevaron en el pecho los sentimientos religiosos que habían echado raíces desde su niñez. Entre esos sin duda estaba la piadosa devoción a la Virgen de sus padres, de sus abuelos, a la Virgen del Soto. Por eso no es de extrañar que “los indianos” hayan enviado entonces desde América mandas de dinero o joyas, abundante platería en lámparas y vasos sagrados, para enriquecer el Santuario. Con esas aportaciones y con las dadas por los lugareños más acaudalados para adquirir el derecho a ser enterrado en las capillas del templo, durante el siglo XVII y XVIII se fueron construyendo las diversas dependencias de la iglesia y del convento, y se elaboraron los diferentes retablos y objetos litúrgicos.

Tras la desamortización de 1836 el edificio fue abandonado, hasta que en 1899 se hicieron cargo de él los monjes carmelitas. Como era de esperarse, la imagen fue escondida durante la guerra civil que desgarró a España de 1936 a 1939. Al parecer después de quemada, por lo que fue reparada posteriormente, ya que solamente quedó el rostro estropeado. Pero fue restaurada la talla y la devoción volvió a nacer, con más fuerza aún. Hoy sigue siendo una de las más antiguas y devotas vírgenes de Cantabria. El día 6 de septiembre de 1959 fue coronada canónicamente Nuestra Señora del Soto como “Patrona del Valle de Toranzo”, ante millares de romeros de toda Cantabria.

Las últimas restauraciones del convento recuperaron su brillante pasado y desde el año 2004 el convento inauguró su nueva función como Casa Diocesana de Espiritualidad para servir de lugar de reflexión, retiro y convivencia de grupos religiosos que deseen profundizar en la vida interior. La iglesia sigue abierta para recibir a los devotos de la Virgen del Soto que deseen acogerse a sus maternales cuidados.

Las últimas restauraciones del convento recuperaron su brillante pasado y desde el año 2004 el convento inauguró su nueva función como Casa Diocesana de Espiritualidad para servir de lugar de reflexión, retiro y convivencia de grupos religiosos que deseen profundizar en la vida interior. La iglesia sigue abierta para recibir a los devotos de la Virgen del Soto que deseen acogerse a sus maternales cuidados.

Virgen del Soto de Iruz (España) del siglo XIII o XVII

III. La Virgen de Iruz en la vida de los Castro

Sin lugar a dudas el inicio en Guayaquil de la devoción de la Virgen del Soto-Iruz, que se tuvo por varios siglos, comenzó con la llegada de los Castro al pacífico puerto. Surgió sobre todo a partir del milagro que la Señora le hiciera a don Toribio Castro y Grijuela, por el que le restituyó una mano. Por eso los vecinos guayaquileños lo llamaron “Mano Santa”.

La historia de los Castro en el valle de Toranzo se remonta a los abuelos de Mano Santa. Sus abuelos Juan Castro y María de la Calleja, nacieron en 1474 y 1481, respectivamente, ambos en Cudón (Miengo, provincia de Santander, en la Cantabria de España). En su juventud migraron a Iruz, donde se casaron el año 1500 y vivieron ahí el resto de sus días. Su primero y único hijo que conocemos fue Toribio Castro, que nació en 1503 en la misma comarca y casó con Toribia de Grijuela, de quien no poseemos muchos datos. Los Castro se caracterizaron por ser gente de principios, pues en la historia se verá que se les encomendaron puestos de responsabilidad y que gozaron de buena fama. Resulta fácil imaginar que habrán sido gente devota de la ya entonces afamada Virgen del Soto y que habrán peregrinado a su Ermita para pedir por las necesidades de la familia.

Toribio trabó amistad con Rodrigo de Vargas Guzmán, natural de Torrejón de Velasco (Reino de Castilla), capitán que conquistaría Nicaragua y Perú[8]. Con él y con Francisco de Olmos, Toribio partirá para América a probar fortuna. Luego de varios años de campaña bélica ellos se asentarán dentro del Virreinato de Nueva Castilla.

No sabemos cuántos hijos tuvieron Toribio y Toribia, ni cuándo se casaron. A juzgar por la edad, se habrán casado tarde para la época, pues de ellos nació en 1545 ―cuando el padre había cumplido los 42 años― el único hijo que conocemos de este matrimonio: Toribio Castro y Grijuela. Pudo ser su único hijo, y si lo fue, en él habrán cifrado todas sus esperanzas. ¡Cuán grande habrá sido el pesar de los padres cuando, después del parto, descubrieron que había nacido únicamente con la mano izquierda, teniendo solo un muñón en la derecha! ¡Cuánta aflicción y desconsuelo! Y también, ¡cuánta fe cuando la madre se sobrepuso a sus lágrimas y decidió peregrinar al Santuario de Virgen de su juventud para pedirle que “le pusiera una mano”  a su niño! Semejante petición no se entiende sin la enorme fe de doña Toribia, ni tampoco sin la difundida fama de la milagrosa imagen. A la Virgen le agradó su plegaria de la madre, aunque, no obstante, quiso que la oración se afianzara con el tiempo.

Por esos años la situación política en el Virreinato se había puesto muy tensa, desde que Francisco Pizarro fue asesinado en 1541. Entonces su hermano Gonzalo, que tenía un poder casi absoluto en Perú, se rebeló contra la Corona. Los bandos se dividieron en Nueva Castilla en pizarristas y realistas. Los leales al Rey armaron su ejército, que fue dirigido por el capitán Francisco de Olmos y contaba con el apoyo de los capitanes Rodrigo Vargas de Guzmán y Toribio de Castro. Tras meses de intrigas, se desencadenó la batalla que vio su fin el 6 de abril de 1547. Pizarro perdió y fue ajusticiado con el Teniente Manuel de Estacio. Pero temiendo retaliaciones, los tres capitanes (Olmos, Vargas y Castro) construyeron grandes balsas y con 140 personas cruzaron el río Amay. El 25 de julio de 1547, día del apóstol Santiago, atracaron en lo que hoy es el barrio de “Las Peñas” y asentaron la ciudad de la unión cimera de los cerros Santa Ana y el Carmen.

Toribia seguía estos acontecimientos de su esposo a la distancia, en Iruz, junto a su pequeño hijo, que ya para la década de los 50 correteaba por la casa. Se dice que el niño destacaba por su generosidad. Un buen día alguien se acercó a la puerta: era un mendigo que pedía un pan. La madre estaba atareada en las cosas de la cocina y sólo se percató que su hijo entró a coger un pedazo de pan, que regresó a la puerta y se lo dio. Al volver su niño con asombro la madre observó que donde antes había un muñón, ahora había una bella mano. Ella exultó en agradecimientos y loas a la Virgen santísima que al fin había escuchado su perseverante oración. Enseguida se enteró el resto de la familia y toda la comarca, que se unió devota a su acción de gracias. Como recuerdo al niño sólo le quedó, a manera de pulsera, una línea roja en la muñeca de la mano.

IV. El arribo de la devoción a las costas ecuatorianas

El niño creció en edad, en fama y en las virtudes que le inculcó su devota familia. Al cabo del tiempo Toribia y Toribio se reunieron de nuevo en Guayaquil, donde ya se radicaron junto a su querido hijo. En el puerto el padre había trabado gran amistad con los principales de la ciudad, como lo eran Francisco Olmos y Rodrigo Vargas Guzmán, quien contaba con la fama de haber sido uno de los descubridores de Nicaragua y Perú. Desde entonces la historia de Mano Santa quedará ligada a la gran figura de este gran conquistador.

Mano Santa casó con la hija de don Rodrigo el año 1565, cuando él tenía veinte años y ella veintidós. Leonor Guzmán y Vargas era de Valdemoro, España, pero habrá llegado a Guayaquil para vivir con su padre por la misma época en que Mano Santa arribó a América. En estas tierras surgió el amor. La diferencia de edad no mermó la felicidad del matrimonio, que dio a luz a siete hijos: José, Toribio (†1640), Micaela (†1633), Magdalena, Leonor Castro (†1667), Catalina y María.

Como dijimos, don Rodrigo había sido uno de los vecinos fundadores de Guayaquil, ciudad en la que luego ejerció importantes cargos. Había sido Alcalde Ordinario del Cabildo en 1540 y Teniente de Gobernador en 1541, y también de 1547 a 1550. Habiendo hecho tantas amistades y habiéndole tomado el gusto a la vida porteña, decidió radicarse definitivamente en estas tierras, hasta su muerte, junto a su esposa doña Mariana de Robles. Aquí 1561 se desempeñó como Encomendero de Yagual, por merced otorgada por el Marqués Pizarro, con una renta de 1.150 pesos; dejó la encomienda, pero se la volvió a otorgar el Marqués de Cañete (Hampe, 1979, pág. 113). También fue Gobernador de la Isla Puná.

Mano Santa supo estar a la sombra de tan importante trayectoria de su suegro. Consta que el 24 de marzo de 1572, en esta ciudad, don Rodrigo otorgó e «hizo probanza de servicios y méritos por ser uno de los primeros descubridores y conquistadores de Nicaragua que después vino al Perú con Pedro de Alvarado» (AGI, Patronato 118, R 8). Y fue ese mismo año 1572, seguramente por sus recomendaciones, que don Toribio de Castro y Grijuela (Mano Santa) se posesionó como Corregidor y Teniente General de la Provincia.

Además, las buenas relaciones que don Rodrigo mantuviera con los puneños le granjearon la amistad con Diego Tomalá, quien en la Isla producía y negociaba sal desde el tiempo de los incas[9]. Mano Santa vio la oportunidad de negociar con Tomalá, y el 15 de enero de 1577 le arrendó las salinas obteniendo un gran poder en el mercado guayaquileño de este producto. Los ingresos le permitieron adquirir terrenos en Punta Arenas, entrar en el negocio naval creando el Astillero Real de Guayaquil. Además luego consiguió hacerse cargo de la Encomienda de los Indios de Santa Elena. La familia fundada por Toribio Castro y Grijuela llegó a ser la más poderosa de la zona. Por alguna razón la Virgen quería o permitía que a su niño le fuera bien en los negocios.

Otro hecho significativo de la vida de Mano Santa se dio en 1587, durante la invasión que intentó perpetrar Thomas Cavendish en el Golfo[10]. El año anterior el inglés había obtenido una Real Patente de Corso de manos de Isabel de Inglaterra, con la que  inició en Plymounth un viaje alrededor del mundo ý donde obtuvo pingues ganancias en el pillaje en las costas. Con posibles intenciones de asaltar Guayaquil, Cavendish desembarcó en la isla Puná, para hacerle frente al Cacique Tumbalá. Entonces las defensas porteñas eran bastante exiguas, pues no se contaba con artillería para enfrentar al pirata. Aún así el 12 de junio de 1584, el Corregidor de Guayaquil, don Jerónimo de Reinoso, junto a los hijos de Mano Santa (los hermanos Toribio y José), con la ayuda del cacique Tomalá, asaltaron el campamento de Cavendish dando muerte a 25 corsarios. Los Castro y Grijuela defendieron así las propiedades y negocios que tenían en la Isla.

Una leyenda cuenta que en cierta invasión pirata salió Mano Santa a defender la ciudad, y que de sus manos brotaron rayos que neutralizaron al enemigo (Pino Roca, 1963). Parece más legendario el hecho de los rayos, pero aún así podemos rescatar un pequeño núcleo de verdad de las dos historias que quedan narradas. En el fondo ha sido siempre la Virgen de la Mano Santa la que ha defendido a la Muy Noble y Leal Ciudad de Santiago de Guayaquil.

Cada día que se levantaba Toribio veía una línea en su mano que atestiguaba el notorio cariño que la Virgen había tenido con él. Además se daba cuenta que a sus casi cuarenta años había realizado una carrera insigne, había hecho dinero, había logrado una familia feliz. Seguramente se habrá preguntado en varias ocasiones a lo largo de su vida por qué tantos favores recaían en su persona, por qué la Virgen se mostraba tan misericordiosa con él. Sea por respuesta a estas inquietudes, sea porque entonces se empezó a dudar del milagro que el cielo había obrado en sus miembros, lo cierto es que en 1584 se decidió a viajar a su ciudad de origen, para conseguir pruebas que certifiquen la veracidad de la restitución de su mano. El 10 de marzo de 1584 Toribio acudió con cuarenta testigos al Escribano Público del Valle de Toranzo, para certificar lo que ellos habían visto. Con ese certificado regresó a las costas pacíficas, para exhibirlo a cuanto incrédulo aparezca. Tal certificado aún se conserva en los archivos históricos del lugar.

Pero Mano Santa aún le daba vueltas a su razón de ser en la vida y siendo tan devoto a la Virgen de su mano, a la Virgen de sus padres, a la Virgen de sus abuelos, a la Virgen del pueblo que lo vio nacer, decidió traerla. Estaba muy lejos, en Iruz, y tenía que estar muy cerca de él, y con él permanecer para siempre. Por eso no dudó en hacer gestiones para que en 1583 los agustinos arribaran en Guayaquil, financiándoles con su familia él mismo el viaje y construyéndoles con su familia su Convento de Ermitaños. Pero sobre todo lo que le movía era construirles el templo que llevó por nombre “Capilla de Nuestra Señora del Soto” en 1594. En el altar mayor, que estaba tallado en madera por artífices del puerto, se puso un lienzo al óleo con la imagen milagrosa de la Virgen del Soto, circundada con una aureola y con el divino Niño en sus brazos; a los pies de la imagen y casi al extremo de la tela figuraba otro niño al que faltaba el brazo derecho. Desde entonces se veneró en Guayaquil a esta muy antigua, muy querida y siempre amada Virgen.

A continuación se sucedieron algunos hechos amargos en la vida de Mano Santa. Ya varios hijos suyos habían muerto. Ahora era la salud de su esposa, doña Leonor de Guzmán, la que comenzó a resquebrajarse hasta que un día entregó el alma al Creador. Se dice que los hombres que han sido felices en el matrimonio, cuando enviudan, tienden a casarse de nuevo, y fue esto lo que sucedió con Toribio. Al cabo del tiempo encontró a María de Castañeda, con quien contrajo nupcias y quien le acompañó en Guayaquil hasta el final de sus días[11].

La historia del milagro de la restitución volvió a ponerse en tela de duda en estos lares, y fue preciso que don Toribio Castro y Grijuela haga nuevas gestiones para certificarlo. El 24 de mayo de 1608, el Escribano Real de Iruz, Francisco Gómez, nuevamente juntó decenas de testigos, diferentes a los primeros, que acreditaron la verdad de los hechos ocurridos.

En el ocaso de sus días, Mano Santa redactó un testamento en Guayaquil ante el escribano público, Miguel Jerónimo de Bastidas, el 22 de marzo de 1609. En él instituyó el vínculo y la obra pía de 4.200 pesos de a 9 reales, sobre de sus casas y demás bienes de Punta Arenas (casas y salinas con pozos y albarradas ubicadas en la isla Puná, frente a Santa Clara). Tales bienes se destinaban para remedio de las hembras para sus dotes de casamiento. Designó como patronos a vita a sus hijos legítimos José y Toribio, después a sus dos hijas legítimas mayores y luego a sus descendientes, señalándoles una renta del 10% por la administración de los bienes.

Poco después Mano Santa habrá partido de este mundo para ver a la Señora que tantos favores le hizo en vida. Sus hijos darán continuidad a esa devoción que empezó en su padre, que empezó en sus abuelos, que empezó en sus bisabuelos, que empezó allá por el siglo XIII. La Virgen llegó a Guayaquil para quedarse.

V. La devoción secular de la imagen

Como dijimos, la talla de la Virgen del Soto es una de las más antiguas y veneradas imágenes de Cantabria. El culto allá no ha cesado con el paso de los siglos, sino que se ha incrementado. Algo parecido ha sucedido por estos lares.

Desde que en 1594 se construyera la Capilla de Nuestra Señora del Soto con los donativos de la familia Castro y Grijuela. El mencionado templo estaba situada en los límites de la actual iglesia de Santo Domingo, cerca de un estero de río que había que atravesar por un puente de maderos y caña. Según Pérez Pimentel, «el templo era de naturaleza precaria, de una nave de ancho, techo de hojas de bijao entrelazadas con lianas, los puntales de guayacán y amarillo y las rústicas paredes de caña. No era bonito pero nuestros antepasados llegaron a apreciarlo mucho» (Pérez Pimentel, 2001a, voz “Ermitaños de San Agustín”). El lienzo que escenificaba a la Virgen del Soto y a Mano Santa sufrió los años, los inviernos, la invasión pirata de 1624 perpetrada por el pirata holandés Jacob L’Hermite, y aún así, tras numerosos remiendos y empastes perduró en Guayaquil en una de las paredes de la sacristía del templo.

El culto que se tributaba en San Agustín a Nuestra Señora del Soto siguió afianzándose en el pueblo guayaquileño durante los siglos XVII a XIX[12]. Se tiene noticia de varias donaciones que los devotos realizaron al “Real Convento de Nuestra Señora del Soto”[13].

Sin embargo, el incendio de 1902 que asoló 26 manzanas de la ciudad, con unas 700 casas, y que dejó en la intemperie a más de quince mil personas, también terminó devorando este querido y venerado cuadro de la Virgen. Como se dijo, el cuadro se encontraba en la antigua iglesia levantada en el cerro del Carmen, en medio de aquella “Ciudad Vieja” que había sobrevivido tres siglos. La Ciudad Vieja había sido muy mermada con el incendio de 1896, pero desapareció absolutamente con el fuego del año 1902.

El pueblo porteño pasó más de medio siglo con el vacío de no tener una Virgen propia a la que acudir, que intentó suplirse de alguna manera. El acto más significativo fue el de la presentación del cuadro “Santa María, Madre de Guayaquil” pintado por Arturo Guerrero, que se realizó en el centro de convenciones Simón Bolívar el 18 de mayo de 2011, en presencia de obispos y vicarios de la Arquidiócesis de Guayaquil. Desde luego esa oportunísima iniciativa no “compite”, ni va en desmedro de las múltiples devociones marianas que puede tener una ciudad. Piénsese, por ejemplo, en las diversas Vírgenes “de Quito”: la Virgen alada, la de la Merced, la del Buen Suceso…, cuya variedad es fiel muestra de la intensa piedad mariana de esta sociedad.

El cuadro de Mano Santa y la devoción a esta Virgen tuvieron el mismo final que la Ciudad Vieja, pero con ella también tuvieron el mismo resurgir. En las últimas décadas del siglo XX brotará, cada vez con más fuerza, la aspiración de recuperar el Guayaquil perdido, la Ciudad Vieja, el pueblo olvidado… Primero serán los historiadores los que rastreen las pistas del pasado, luego los arqueólogos, luego los museos, seguidos por la gente dedicada a la cultura, al arte, a la literatura… Los arquitectos volverán a parar la Casa Rosada que ya estaba caída, así como otros derruidos edificios, y en el sur de la Ciudad volverá a nacer una tierna devoción a la muy antigua y nunca olvidada Virgen de Guayaquil.

Para alegría de muchos vecinos, en 1963 se levantó un templo dedicado exclusivamente a Nuestra Señora del Soto al sur de la ciudad[14], en los terrenos donados por don Pedro de Robles. El artista de la estatua, que tiene las dimensiones reales de un cuerpo humano, no tomó en cuenta —seguramente por desconocimiento— los rasgos de la Virgen de Iruz, pero sí recogió en una nueva expresión artística los conceptos esenciales de la Mano Santa. La tez de los personajes es blanca, muy blanca, de tiernos gestos. Tanto la madre como el Niño levantan su brazo derecho bendiciendo la humanidad, de forma cercana a la talla de Iruz, pero he aquí que al Niño le falta la mano izquierda. En el barrio se considera que este hecho refleja bien cómo el Hijo ha querido cargar con nuestros defectos, males y dolores, para redimirlos asociando a esta misión a su Madre Santísima.

El templo actual de Nuestra Señora del sur de Guayaquil es cada vez más concurrido, especialmente en Semana Santa, cuando traen el Cristo del Consuelo que viene desde la iglesia vecina (ubicada en Lizardo García y la A), seguido por miles de fieles. En tales ocasiones alguna gente pasa toda la noche en vigilia a los pies de la Virgen de la Mano Santa y de su Cristo[15].

Actualmente el artista londinense Dominic Maffia ha pintado un cuadro de 1,9 metros de altura por 1,2 metros de ancho, con el objetivo de rescatar la vieja devoción. Lo ha hecho utilizando técnicas de pintura e imágenes de la época. Además, ha añadido muchos elementos simbólicos al cuadro, de los que convendrá en otro artículo analizar con más detalle. Dejarán estampado en lacre en ese cuadro las familias guayaquileñas que le tengan devoción a esta imagen e irá colocado encima de la Iglesia del cerro Santa Ana.

VI. Conclusiones

Guayaquil ha tenido una devoción mariana propia desde su misma fundación. La Virgen del Soto ha acompañado la vida de los primeros moradores de Guayaquil y las generaciones sucesivas. Venía ya en el alma de Toribio Castro el 25 de julio de 1547 cuando atracaron con los primeros colonos del puerto por el barrio de las Peñas; en esos momentos él y su esposa Toribia rezaban constantemente a esta Virgen por la mano de su Niño. Años más tarde llegó en persona al puerto el milagro de la Mano Santa. Los Castro y Grijuela además financiaron la venida de los Agustinos y la construcción del templo a su Virgen amada, la misma que se veneró de forma ininterrumpida por tres siglos, hasta que en 1902 el fuego se llevó todo recuerdo. El pueblo porteño pasó más de medio siglo con el vacío de no tener una Virgen propia a la que acudir, que intentó suplirse de alguna manera. Pero la devoción que una vez nació hoy se niega a morir: hoy el antiguo cuadro se vuelve a rescatar.

Juan Carlos Riofrío

Artículo publicado con el título “La muy antigua, muy querida y jamás olvidada Virgen de la Mano Santa”, en la revista Eidos, (2015), pp. 37-46.

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Para más información, vistar el sitio web de la Virgen de la Mano Santa.

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Referencias bibliográficas

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Valencia Sala, G. (1994). Mayorazgo en la Audiencia de Quito. Quito: Abya-Yala.

Vargas, J.M. (1981). La Economía Política del Ecuador. Quito: Banco Central del Ecuador.


[1] En la época el globo no representaba el globo terráqueo, pues casi toda la gente pensaba que ésta era plana. El universo solía representarse como una esfera celeste, siguiendo el modelo que diseñó Eratóstenes, es decir, la Esfera Armilar.

[2] En cuanto a la mano del Niño, es indiscutible. Sin embargo, la mano derecha de la Virgen ha recibido varias interpretaciones. Por ejemplo, se ha dicho que «en la mano derecha llevaba algo que posteriormente le fue quitado variando su postura, que se cierra hacia dentro» (González Echegaray, 1992, pág. 98). Lo más común es que las vírgenes hieráticas de la época llevaran en la mano derecha un globo (como la Virgen de Monserrat, de Castejón y del Camino de Ena, del s. XII; o las de Ginestarre, de Rañín y de Valdefresno del s. XIII), pero también hay algunas con un cetro como la de la Merced o un frasco, o flor (como la Virgen del Castillo del s. XII). Más tarde será más común poner flores, lirios, cadenas, rosarios, banderas, escapularios, etc. en la mano de la Señora. A veces llevaban las dos manos abiertas sin nada, como en Nuestra Señora de los Ángeles de Villanúa del siglo XI, para presentar al Niño a las gentes, o en actitud orante o protectora. Si habríamos de poner algo a la Virgen, sería un cetro o una flor, pues el globo ya lo tiene el Niño.

[3] Este es el significado cristiano del símbolo, muy anterior al símbolo de victoria que procede de las guerras entre franceses e ingleses del siglo XV. Tampoco es el significado que el mundo pagano daba a la expresión, donde los dos dedos significaban ―según algunos estudiosos― el auxilio y la fuerza, que eran asociados particularmente con Osiris y Horus: el primero representa la justicia divina y el segundo, el Espíritu, el Mediador. Cfr. Cooper, 1988.

[4] La torre marca un hito importante entre la tradición gótica y la estética barroca, que predominará a partir de este momento en la región. En su remate se encuentra una fecha: 1573.

[5] La barra de Suances, ubicada en la desembocadura al mar, tiene el problema de entrada y salida en la ría de San Martín, que aún hoy sigue ocasionando numerosos accidentes. Entre otros problemas tiene el de la escasez de calado, donde cualquier golpe de mar amenaza con llevar a los barcos contra los espigones. Ello ha supuesto incluso el cierre del Puerto de Requejada, por su alta peligrosidad.

[6] Sainz de los Terreros, quien recoge todos estos favores, anota de éste último que «no constan particularidades del caso, conservado por tradición, ni se dice más que lo referido; pero es muy elocuente el hecho de existir aún dichas cadenas en el mencionado camarín» (1906, págs. 126-127).

[7] Los detalles del la manda, del testamento y de los escribanos que intervinieron en ello constan espléndidamente narrados en Uría, 2005, págs. 142-147.

[8] Don Rodrigo de Vargas Guzmán fue capitán, conquistador, Gobernador de la Isla Puná, Alcalde Ordinario de Guayaquil en 1540, Teniente de Gobernador de Guayaquil en 1541, y en 1547 a 1550, Encomendero de Yagual; fundador de su linaje en el Ecuador. Casó en segundas nupcias con Mariana de Robles, que nació por 1520, sobrina del Dr. Francisco Pérez de Robles, Presidente de la Audiencia de Panamá. Cfr. Borrero, 1981, pág. 61.

[9] Según Valencia Salas, «Tomalá gozaba desde el tiempo de los incas del monopolio de la sal y su comercio. Después de la conquista española, el Virrey don Andrés Hurtado de Mendoza reconoció este mediante provisión del 27 de mayo de 1560. Dieciséis años más tarde el Virrey Francisco de Toledo ratificó la concesión, el 6 de diciembre de 1676, declarando que el Cacique de la Puná aprovechaba desde tiempo inmemorial de las salinas de la isla» (Valencia, 1994, pág. 59). Cfr. Vargas, 1981, págs. 101-103; Salazar de Villasante, 1992, págs. 59-60.

[10] Cavendish nació en Trimley St. Martín, Suffolk, Inglaterra, el año 1560. Realizó estudios en Cambridge, pero habiendo perdido todo su patrimonio se entregó por completo al pillaje por mar. En 1586, luego de obtener una Real Patente de Corso de manos de Isabel de Inglaterra, inició en Plymounth un viaje alrededor del mundo. Fue el primer corsario que se aventuró a llegar a nuestras costas.

[11] Este segundo matrimonio consta en el testamento que Toribio Castro y Grijuela hizo en Guayaquil ante el Escribano Miguel Jerónimo de Bastidas el 22 de marzo de 1609, donde expresa que viudo de Leonor de Guzmán, se volvió a casar con María de Castañeda. No suele recogerse en otros documentos históricos.

[12] Algún dato de ella lo recoge Pilar Ponce Leiva (1992, t. II, pág. 23) quien observa que en la Ciudad de aquel tiempo habían 4 templos: «el parroquial, que se llama Iglesia mayor, y su advocación es Santiago, y 3 en los 3 conventos de frailes, el de San Pablo en Santo Domingo, de Nuestra Señora del Soto en San Agustín, de San Francisco en su convento».

[13] Por ejemplo, Pérez Pimentel comenta de Jacinto de Bejarano y Lavayen (c. 1752-1820), que «era su costumbre socorrer a los pobres y entregar limosnas para el culto divino, daba 8 pesos mensuales al “Real Convento de Nuestra Señora del Soto” y era miembro de la Cofradía de las Animas de la Iglesia de San Agustín» (2001b).

[14] La Capilla está ubicada en la D, entre Nicolás Segovia y Guerrero Martínez. El barrio ha tomado el nombre de “Ciudadela Virgen del Soto”.

[15] Cfr. los testimonios de los fieles recogidos en el diario El Universo, el 8 de abril de 2007 y el 24 de abril de 2011.

Otra novia vestida de blanco

Extracto del libro Juegos de pluma (2015)

— Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

En la presente narración se lleva al extremo la técnica de «historia sobre historia», superponiendo unas sobre otras una gran cantidad de historias. Esta técnica se describe con más detalle dentro del mismo cuento que a continuación se presenta.


Los siguientes eventos se desarrollan en un escenario bastante familiar: una sala sin muchas luces, un viejo diván ocre de tres puestos con sus cojines planos y gastados, iluminado por una estilizada lámpara de tubo largo y alto. Sobre el cojín derecho descansa una cámara de fotos, sobre el izquierdo un cuarentón despeinado y sin afeitar, de chaqueta deportiva y jeans clásicos. Tiene en sus manos un viejo álbum. Por sonidos están los que hacen las páginas del álbum al pasarse; por olor los de una habitación húmeda; por sabor la melancolía. Todo es casero, entrañable, salvo una cosa: aquel largo y pesado revólver de ocho tiros que se hunde en el cojín de la mitad del diván.

Darío pasa las páginas del álbum sin detenerse mucho. Ya ha visto las fotos de su niñez, de su familia, de sus abuelos… ¡El abuelo Emilio! ¡Ese abuelo que un día le regaló su primera cámara fotográfica! Lo quería y lo odiaba. Aunque estas imágenes le solían inspirar tantos recuerdos, esta vez no le arrancaron un solo suspiro. Luego vienen las fotos del colegio, los primeros amigos de veras, el primer amor… Y aquí sí se oye un suspiro. Mas no se detiene en la chica. Las hojas siguen pasando, la adolescencia queda atrás. Llega la graduación, la universidad, los estudios de fotografía… Las páginas del álbum marcan paso lento al llegar las primeras fotografías que Darío tomó como profesional. Desfilan varios paisajes marítimos, ciertos ángulos curiosos del mercado del pueblo… fotos tomadas bajo el agua a niños zambulléndose; fotos de glaciales azulados, de cielos rojizos, de llanuras rocosas… ¡de la Luna! Sí, una enorme Luna silueteada por la sombra de un jilguero que posa sobre una rama…

—¡Espléndida!… ¡Espléndida y sencilla!

La siguiente página del álbum muestra una foto en la que se detiene. Hay mucha gente, muy elegante. En el medio está Darío con los brazos abiertos, abrazando a su madre y a una alegre pelirroja vestida de rojo. En su pequeña y delicada mano destella la luz, la luz que un anillo de brillantes reflejó con el flash. Es atractiva, mas no se fija en ella. Su vista se ha clavado en el diploma de la Academia de Bellas Artes que su exultante abuelo procura mostrar bien a la cámara. Darío revisa si se alcanza a leer la frase: a la mejor fotografía del año. Pero no, las letras son muy pequeñas. Lo lamenta. Baja la mirada sobre la misma página del álbum buscando la foto ganadora del premio y la encuentra. Ahí está, donde siempre. Ahí sigue la foto galardonada, la que cambió su vida. Se queda mirándola unos momentos.

—¡Qué espléndida! ¡Esta sí salió bien!

Esboza una leve sonrisa, una mueca mínima que pronto se sume en las profundidades de un rostro lleno de amargura. Hasta ese momento ninguna foto había merecido tantas palabras. Los minutos pasaban sin sentirlos mientras Darío contemplaba esa descolorida foto. Las páginas ya no pasaban, la habitación ya no olía, ni sonaba nada, excepto ese pausado y cadente respirar melancólico que tenía Darío al mirar esa foto. El mundo dejó de existir por unos momentos. En su cabeza volvió a recrearse la escena fotografiada: el abuelo Emilio frente a la antigua y enorme radio de antena larga, la ventana, las cortinas, la luz…. e incluso volvió a escuchar el viejo programa dominical que había deleitado tantas horas matutinas del abuelo.

La foto era rara. Enmarcaba entre dos cortinas al abuelo, al sofá y a la radio. Desde lo alto provenía una curiosa luz que le daba un aire espiritual a la estancia. Darío nunca pensó tomarla de esa manera por razones técnicas. Salió así por simple casualidad. De hecho, al abuelo Emilio no le gustaba que le tomasen fotos, menos aún escuchando la radio. Con tantos años a cuestas se conocía bien: sabía que pecaba de emotivo, que sus arrugas mostraban caras chistosas cuando le contaban una historia de suspenso, o de miedo, o de amor… y sabía también que todos se reirían si lo llegaban a sorprender oyendo su programa de radio favorito. Por ello, Darío tuvo que ingeniárselas. Un domingo bien de mañana dejó abierta la ventana de la sala de estar y sus cortinas; salió, se escondió bajo ella y esperó. Al rato oyó los pasos del abuelo, la radio encenderse, el sofá crujir… Aguantó en cuclillas algo más, y cuando lo creyó oportuno se alzó sigilosamente. Astuto no apuntó la cámara directamente sobre el viejo, lo que lo hubiera alarmado y liquidado el proyecto. Prefirió dirigir el cañón de la cámara hacia el gran espejo de la estantería que adornaba la pared central de la sala. Entonces sí que pudo captar a su abuelo y a la radio, ambos reflejados en el espejo. La cámara hizo “click”, el obturador se abrió y se cerró, y Darío se volvió a agachar sin ser descubierto. Días más tarde, al revelar la foto, se percató que el sol matutino había entrado a la casa y se había reflejado en el espejo, causando ese curioso haz de luz que al fotógrafo tanto le complació.

La foto capturó al abuelo en su peor momento: ¡mientras lloraba a moco tendido! Echaba lágrimas mientras escuchaba el mítico programa “Tu Taller Literario”. Su mano posaba tiernamente sobre la radio, las arrugas destempladas de su cara mostraban la pena del alma. Con su aire espiritual, con su exposición sobre cortinas de encajes, la foto resultaba tremendamente chistosa. Sin comentarle nada al abuelo, ni pedirle permiso alguno, Darío la presentó al concurso de fotografía de la Academia de Bellas Artes, donde justamente su abuelo Emilio daba clases de revelación de rollos fotográficos. Como ahí todos conocían bien al viejo, es fácil suponer porqué Darío terminó ganando el primer premio.

—¡Qué espléndida! —repitió.

Antes de pasar la página, en su interior escuchó una pregunta que hasta entonces nunca se había hecho: ¿por qué lloró el abuelo? Habían pasado más de veinte años desde que Darío tomó esa foto, y nunca se lo había cuestionado. Durante todos esos años lo único que le interesó fue reírse del viejo y alardear con el premio. Los sentimientos del abuelo le traían sin cuidado. Ahora, cuando ya había muerto, se interesó por el asunto.

Si bien el abuelo Emilio a su avanzada edad era sentimental hasta los tuétanos, Darío no recordaba haberlo visto llorar en ningún otro programa de radio. ¿Por qué lloró, entonces, justo el día de la foto? ¿Alguna pena oculta? ¿Acaso fue muy sentimental el programa que se transmitió en esa ocasión? Darío recordó que momentos antes de la foto había visto al abuelo radiante, bien dispuesto de ánimos para escuchar su programa dominical. Por tanto, la causa no era la de una pena secreta. Seguramente era el programa. Sí… cabía la posibilidad de que una pena oculta del abuelo hubiera sido azuzada por la narración del locutor de la radio, Fabiano.

Darío escarbó en su memoria y ahí fueron apareciendo los capítulos que recordaba haber escuchado a Fabiano. El programa titulado “Tu Taller Literario” era una modesta emisión radial donde se leían y analizaban las historietas que el público enviaba. En un domingo Fabiano podía leer con su voz de pito dos, tres o hasta cuatro de esas historietas, según fuera larga o corta su extensión. En general se escuchaban cuentos simplones, sin gran calidad narrativa; a Darío todas esas historias le resultaban patéticas. Su memoria registraba a disgusto la historia de un mafioso italiano contada en un caótico orden, un relato futurista que no concluía, la absurda narración de un desquiciado grupo scout que disfrutaba contemplando la muerte de uno de sus miembros, o la grimosa descripción de un niño pobre muerto de frío en Nochebuena… Todas esas historias del charlatán de Fabiano le resultaban insoportables. Entonces, ¿por qué lloró el abuelo?

De repente recordó que el día de la foto, a la hora del almuerzo, el abuelo había hecho varios comentarios sobre el programa. Estaba admirado porque la voz de Fabiano se había resquebrajado a tal punto, que fue incapaz de terminar de leer la historia del día. A parte de esto, Darío no recordaba nada más de aquella conversación. Después no recordaba nada extraordinario: había revelado la foto, la había presentado al concurso a escondidas… pero entonces el abuelo se enteró, le quitó el saludo, la palabra y hasta la mirada, y nunca más se volvió a hablar del tema hasta la premiación.

Darío volvió a ver la foto del diploma con su abuelo sonriente y volvió a extrañarse. Nunca se explicó por qué el viejo, después de odiarlo tanto a él, pasó a amarlo locamente cuando la abuela le informó que su nieto había ganado el primer premio de la Academia.

Durante unos minutos su memoria voló sobre los recuerdos del abuelo sonriente, del abuelo llorón, del almuerzo, de la voz resquebrajada de Fabiano, sin llegar a nada nuevo. De repente vino el chispazo de una idea. Bajó la mirada sobre su chaqueta deportiva, metió sus manos en su abultado bolsillo y sacó de ahí un Blackberry. Lo encendió, tecleó tres teclas y se conectó a Internet. Tecleó otras tres y apareció Google en la pantalla. En el recuadro de búsqueda pulsó «fabiano», «tu taller literario», enter, enter… y… ¡Bingo! ¡Comenzaron a aparecer, uno tras otro, los títulos de los capítulos del programa dominical! En nada la pantalla se llenó de títulos, mientras seguían entrando más líneas en la memoria…

Leyó una docena de títulos: Don Tiempo Cruel, Books, Historias de fogata, Por la paz de la Sicilia… En eso recordó que poco después del buscado capítulo de la foto, Fabiano dejó de transmitir su lamentable programa. Por eso, el capítulo debía de ser uno de los finales… Se fue al final de la página Web y siguió leyendo títulos, esta vez de abajo para arriba: Un toro llamado verdad, Cuentos miniatura… Historia sobre historia (parte 1) (parte 2).

Ese último título le resultó muy sugestivo. Era el único que se partía en dos. Si había un capítulo que merecía partirse en dos, ese era el que había hecho llorar al abuelo. Como le había escuchado a Emilio, en esa ocasión a Fabiano se le quebró la voz y le faltaron fuerzas para terminar de contar la historia. Casi seguro la habría terminado en la siguiente sesión. Bajo esta intuición, fue con los botones hasta la “parte 1” y entró.

*** *** ***

Capítulo 17: Historia sobre historia (parte 1)

   Bienvenidos, queridos amigos, a otra edición más de “Tu Taller Literario”. Esta mañana nos reunimos una vez más para escuchar otra emocionante historia escrita por vosotros, queridos amigos. Hoy la seleccionada ha sido una historia que me conmovió hasta las lágrimas. Curiosamente llegó a nuestra Radio sin firma alguna. Sí, el texto es de un escritor anónimo. Este desconocido personaje firma con un raro pseudónimo: ¡Gamaliel!

¿Por qué se esconde bajo tan raro pseudónimo? ¿Por qué no deja que nadie conozca su verdadera identidad? ¡Gran pregunta, amigos! ¿Quién la responderá? Dicen que los escritores se esconden en sus escritos y no gustan ser descubiertos por el ojo avizor. A lo mejor esta ha sido la razón del pseudónimo: ¡ocultarnos quién es verdaderamente Gamaliel! Sí amigos, cuando escuchen su historia verán porqué digo lo que digo…

Sin más circunloquios pasemos, pues, a leer su sorprendente escrito. Y la historia comienza así:

Funesta era la noche del escritor, lúgubre como ninguna. La carta que Henry acababa de leer había desmoronado toda esperanza y, con ella, el mismo Henry se desmoronaba. La Editorial que había publicado sus primeras novelas —la única que había accedido a ello— se negaba por enésima vez a publicarle otra más. Hay negativas y negativas; esta última, en su lacónica parquedad, era la más radical: “Estimado Henry: Lamentamos no poder editar, publicar o distribuir sus obras. Las anteriores solo han arrojado pérdidas. Cordiales saludos, La Editorial Kaos”.

Ya pasado de números rojos en su tarjeta de crédito, Henry sabía que ahí terminaba su carrera de novelista, aquella que en sus años mozos le parecía tan prometedora. Ahora tenía que dejar descansar la pluma, enterrar los ideales —¡quién sabe por cuánto tiempo!— y buscar un trabajo cualquiera para mantener a su esposa y a su pequeño hijo. Lo sabía bien. Pero como aún conservaba el alma de escritor, sintió nuevamente el impulso irresistible de escribirlo todo, de redactar una última hoja que recogiera bien su pena.

Henry tomó por última vez su plateada pluma tubular y se dispuso a redactar su testamento en forma de cuento, de un cuento emplazado en un tiempo y en un espacio tan lejanos, que nadie pudiera asociarlos con él. Esta vez sí tenía claro qué quería escribir. Alzó la mirada y al instante la bajó sobre el papel para escribir el título: “El ángel de la doncella”. Volvió a alzarla otro instante y enseguida la bajó de nuevo sobre el papel, y no volvió a alzarla mientras tuvo tinta. Escribió rápido, sin parar, casi sin respirar, las siguientes líneas:

«Hace muchos siglos, tantos que nadie se puede acordar, dentro de un bello monasterio construido en una isla perdida, vivió un monje celta. Desde pequeñito este personaje había amado de sobremanera a la Virgen de su pueblo. Por ella entró al convento. Nunca nadie supo su nombre. Cuando se cumplió el tiempo del noviciado e hizo la profesión de fe, adoptó el apelativo de “Fray Irnerio de la Niña María”.

Fray Irnerio entró al monasterio abrazado de una pequeña talla de su Virgen amada. Entró arrastrado por un ideal, por una idea obsesiva que lo llevó a recluirse día y noche en su celda. No salía ni para comer. Viéndolo tan flaco y demacrado, sus buenos hermanos le llevaban la comida para que al menos no desfalleciera de hambre. Él no pedía alimentos, aunque los agradecía; a él solo le interesaba que le trajeran pergaminos y tinta, muchos pergaminos, mucha tinta.

Mientras había luz en su celda, Fray Irnerio se dedicaba a mirar la talla que posaba sobre su mesa y a escribir acerca de ella. En el pasillo se oían los puntazos que su pluma de ave daba sobre el pergamino. Obsesionado por escribir a toda prisa, Fray Irnerio daba golpetazos en cada letra. Apuntaba con fuerza letras, palabras, frases, versos, poemas… Necesitaba escribir rápido, a toda costa… Pensaba, cada vez con más convicción, que sus años en esta tierra no serían suficientes para escribir todo lo que tenía que escribir. Durante el día escribía, durante la noche imploraba luces y vida suficiente para terminar su obra.

Y en esta obsesión se esforzó tanto, que se le fue poniendo mal la cabeza. Y se fue dando cuenta de su mal, y de que la obra no la iba a terminar. Pero su terquedad espoleó los ánimos y se lanzó con más ahínco aún a seguir escribiendo a toda prisa, a seguir narrando en verso los pormenores de la vida de su niña amada. Y se fue poniendo peor de cabeza, peor de ánimos, peor de salud. Y perdió el apetito, mas no dejó de escribir.

Entonces, cuando ya por el cansancio y la jaqueca no pudo más, paró. Se detuvo unos días a comer cuanto no había comido, a leer cuanto había escrito. Y al revisarlo le entró una profundísima depresión de la que ya nunca más saldría. ¡Había escrito tanto y con tanto sentimiento, pero todo era poco y malo! Los poemas no reflejaban ni pálidamente las gracias de su excelsa y gloriosísima Virgen María.

Intentó un rato retocar algunos versos, precisar ciertas expresiones, controlar la métrica, las cacofonías, las asonancias… y en ello se repuso un poco. Pero al releer los versos desde el principio, recayó en una mayor depresión. No, no tenía talento, no estaba a la altura de tan magna obra. El dolor de cabeza arremetió con mayor violencia y se hizo evidente que no le quedaban fuerzas para acabar su deficiente obra.

Una buena noche, cuando todos habían entrado en sus celdas, los hermanos vieron de reojo que de la celda de Fray Irnerio salía una extraña luz, cada vez más intensa. Alguno divisó un poco de humo que se perdía en el cielo. Los que estaban más cerca del hermano incluso escucharon algún lamento suyo, y luego unos plumazos dados contra el pergamino y, finalmente, en todo el monasterio se oyó un grito tremendo de dolor y un fortísimo golpetazo contra la mesa.

Tan fuerte fue el grito, que al instante todos los monjes salieron de su celda y se congregaron en torno a la de Fray Irnerio para ver lo sucedido. Para su sorpresa, encontraron su cuerpo en un precario equilibrio entre la silla y el escritorio: en la silla se apoyaban las posaderas, en la tabla del escritorio posaba la frente. Era como si se hubiera desmayado sobre la mesa. No se caía de milagro: la cabeza apoyada en la mesa lo evitaba. Los brazos colgaban flácidos casi hasta tocar el piso, donde había caído la pluma derramando toda su tinta. Había muerto. La mandíbula abierta por el peso del cráneo lo certificaba.

A su lado encontraron una montaña de cenizas: eran los restos de la montaña de pergaminos que Fray Irnerio había acumulado durante su larga obsesión. La obra maestra de su vida había sido reducida en una noche de locura a una pequeña montaña de cenizas.

Pese a todo, los monjes se alegraron de encontrar en la mesa, a los pies de la talla de la Virgen de su pueblo, un pequeño pergamino que se había salvado de las llamas. Recogían las últimas letras que su demencia había redactado. Quedaban como un testimonio de su vida, como un testamento para el convento, como un epitafio para su tumba. El superior tomó el pergamino, lo desenrolló y procedió a leerlo a la comunidad con suma solemnidad, acercando la vista al texto de cuando en cuando, para descifrar qué decían aquellas temblorosas letras.

En la celda se escuchó lo siguiente:

   Soy como el poeta que se sienta a escribir el más maravilloso poema de amor para su amada, pero he aquí que cuando comienza a escribirlo se da cuenta que le faltan las palabras, y no sólo las palabras, sino también las ideas, y las formas de decir, y la técnica… ¡y el tiempo! Y al final se da cuenta que no es un buen poema el que ha redactado para su amada.

   Soy como el pintor que en un rato de paz busca los colores, el lienzo, los pinceles… y pensando en la más hermosa de la mujeres comienza a bocetearla, pero he aquí que al empezar los primeros esbozos se da cuenta que no están bien trazados, y conforme continúa la obra se percata que su arte es muy deficiente para plasmar la mucha belleza de la mujer.

   Soy como el escritor que dedica años y años a escribir la obra de su vida, aquella en que narrará la hermosa historia de su amada, pero he aquí que al comenzar a escribirla se queda corto en años, y no alcanza a retocarla todas las veces que quisiera, y al final sale una obra inconclusa que sólo refleja malamente el amor.

   Por eso soy como la flor pequeña y efímera que se recoge en el campo, y se deja a los pies de la mujer para que ahí muera luego de un día o dos. Una flor pequeña expresa bien la miseria del hombre que ama y la entrega de su corta vida. Una flor pequeña, sí, porque las reinas también se adornan con una pequeña flor.»

[La trasmisión del programa se paró aquí. Por causas desconocidas a la emisora, el locutor Fabiano dejó de leer el cuento del día. Para ver el final de la historia, teclear “parte 2”.]

*** *** ***

—¡Qué memez! —musitó Darío, pensando en lo estúpido que era creer en virgencitas, angelitos o en cualquiera otra majadería espiritual.

Sin prestar más atención al asunto, dejó el Blackberry junto al revólver y volvió a su viejo álbum. Pasó de página y aparecieron varias fotos de parranda, unas con sus amigos de la Academia, otras con la familia; más allá un close up de su cara pegada a la de la pelirroja… Pasaron más páginas y de nuevo la pelirroja: celebrando en un bar, corriendo en la playa, riendo en la casa, entrando a una iglesia gótica con velo blanco de larga cola… Estas páginas y las siguientes de la boda, la fiesta y la luna de miel pasaron rápido, sin interés, acompañadas por repetidos «¡Bah!». Las cosas no habían salido muy bien.

Al fin en una página apareció algo distinto: una nueva y despampanante novia vestida de blanco sobre fondo lila nacarado. A continuación estaba la foto de otra novia, ésta más bien feúcha, vestida de blanco con la falda abierta sobre la arena de la playa. Detrás vino otra novia regular con su velo blanco inflado por el viento. Luego asomó otra novia vestida de blanco a contraluz, y otra novia normal vestida de blanco, y otra novia vestida de negro, y otra novia vestida de blanco… Y mientras veía otra novia vestida de blanco fue pensando en Fray Irnerio… veía otra novia vestida de blanco y pensaba en el escrito del monje… y otra de velo blanco, y otra vestida de negro se mezclaron con el humo de los pergaminos, y con los gritos desde la celda, y con la tinta regada… Y entonces lo entendió.

Darío inició su carrera buscando la foto más insólita y más espléndida de todas, y se había pasado la vida tomando fotos a novias vestidas de blanco o de negro. Ni un año de pasión por la fotografía y veinte años de monotonía. Sus más altos ideales habían sido arrollados por el indomable río de lo ordinario; todas sus soñadas metas habían sucumbido ante la necesidad de resolver los urgentes e impostergables problemas económicos del día. Darío ahora sí se veía retratado en ese poeta sin suficientes palabras, en ese pintor sin técnica ni colores, en ese escritor fracasado… Acababa de comprender la tremenda frustración de Fray Irnerio al ver lo imposible de su enorme proyecto y palpó en su propia piel la amargura de Henry con su para siempre inédita novela… Darío supo entonces porqué ese desconocido Gamaliel no quiso poner su nombre en el cuento enviado al programa; sin duda detestaría que alguien lo identificara en algún momento y le dijera: ¡mira, es ese el escritor que ha confesado su fracaso!

Y otra novia pasó vestida de blanco, y otra más vestida de blanco… «¡Caramba! ¡Fabiano tenía razón para enmudecer al leer esa maldita historia!», pensó Darío con gran desaliento. Y una novia pasó, y otra novia vestida de blanco… «¿Pero porqué mi abuelo lloró?» Y ninguna otra novia volvió a pasar. Las fotos se habían terminado tres páginas antes del final del álbum. Esa era su vida: otra novia vestida de blanco.

«¡Qué ironía! —pensó Darío—: un hombre sin mujer se ha pasado la vida tomando fotos a una y otra novia vestida de blanco!» Su cara se hizo un puño seco, sin lágrimas. Cerró el álbum. Su vida había terminado. Triste, seriamente triste, con gran desdén miró al revólver que descansaba en la mitad del diván. Llevó su mano al mango blanco del arma, se enderezó, cerró los ojos, metió el cañón del arma en su boca y…

Darío no disparó. Le sorprendió antes el sabor metálico de su magnum: nunca antes su lengua había saboreado el cañón de un revólver. Esta simple y tonta degustación lo alejó unos instantes de aquellos tristes pensamientos.

Una voz sonó en su interior: «¿por qué lloró el abuelo? Mira la parte 2.» La cuestión terminó por conquistar su atención. Sacó el revólver de su boca y lo dejó reposar en el mismo cojín donde antes estaba. Levantó el Blackberry, retrocedió una pantalla en el navegador. En cuatro botones llegó a la “parte 2” y entró.

*** *** ***

Capítulo 17: Historia sobre historia (parte 2)

   Bienvenidos, querido amigos, a otra edición más de “Tu Taller Literario”. Os pedimos perdón, queridos amigos, por no haber podido terminar el cuento “Historia sobre historia” que comencé a leer en la última edición de “Tu Taller Literario”. He de confesar que estaba un poco emocionado. Sin más preámbulos esta vez, continuemos con la historia que el anónimo Gamaliel nos ha enviado:

«El alma de Fray Irnerio también tuvo sus sorpresas al morir. Al dejar la celda y elevarse al Cielo junto con el humo producido en la quema de los pergaminos, se encontró que salía a recibirlo una hermosa Niña con un ángel. La Niña era indescriptiblemente más preciosa de lo que su imaginación soñó. Tras de ella venía su buen ángel portando entre sus brazos los pergaminos que en la tierra habían sido quemados. La Niña besó su frente y le dijo: “no he olvidado ni una letra, ni una coma, ni un suspiro, ni siquiera una mirada que me hayas dirigido. Vamos ahora a dejar todo eso en la eternidad”.

Y se fueron los tres, con el humo y con los pergaminos, a aquel mundo eterno y perfecto que no conoce noches, ni olvida deseos. Y allí viven hasta el día de hoy.»

Al escribir esta última palabra la tinta de la pluma de Henry se agotó y se agotaron también sus ideas. Henry se levantó de su silla, puso los ojos en su querida pluma y exclamó:

—Consumatum est!

Entonces, sólo entonces, tuvo suficientes arrestos para hacer aquello que, pensaba, debía haber hecho hace mucho tiempo. Miró junto a la mesa el tacho de basura lleno de pelotas de papel arrugadas y lanzó contra ellas, con todas sus fuerzas, la plateada pluma. Ahí morían sus locas esperanzas de ser un grande y recordado novelista. Una vez que la pluma tocó el fondo del tacho, Henry se volvió a sentar, a desmoronar y a hundir. El fracaso destilaba su amargor.

En ese momento por la puerta abierta entró planeando un enorme avión de balsa que cayó en media sala. En seguida asomó su hijo Juan, un niño de siete años. Ante él Henry volvió a alzar la vista: vio cómo se agachaba, cómo recogía el avión, cómo lo lanzaba…. Entonces él también se agachó frente al tacho de basura, recogió la pluma plateada que ahí yacía, la juntó a los folios que acababa de escribir y llamó a su hijo.

—¡Para ti! —fue lo único que dijo. Y en sus ojos la esperanza volvió a brillar.

Aquí, amigos, termina el increíble texto que nos ha enviado Gamaliel, y que ahora vamos a analizar en “Tu Taller Literario”.

¿Qué les ha parecido la historia? En mi opinión, amigos, es bastante buena. Tiene toques geniales, tiene estilo, tiene un ritmo bien manejado: lento en la exposición, ligero en el nudo, rápido en el desenlace de las múltiples historias. Sí, múltiples, porque como habrán apreciado, Gamaliel utiliza la técnica literaria del frame story, mise en abîme o «relato enmarcado». Notables obras han hecho uso de esta técnica. Clásico es el ejemplo de Las mil y una noches, donde el sultán Shahriar escucha mil y una narraciones distintas durante mil y una noches de Sherezade, hija del visir. Esta mujer le cuenta todas esas narraciones al sultán, todos esos relatos enmarcados, para mantenerlo entretenido y así salvar su vida. También Joseph Conrad utiliza esta técnica en El Corazón de las Tinieblas, Stevenson en Las nuevas noches árabes, y Dostoyevsky en varias de sus obras.

En este programa Gamaliel nos ha contado primero la historia de Henry, un novelista frustrado, que en su amargura decide escribir su propia biografía de forma encriptada, dentro de un cuento que se da «en un tiempo y un espacio tan lejanos, que nadie pudiera asociarlos con él». A continuación, en un segundo nivel nos relata la historia de un fraile que también fracasa en su ideal de escribir la obra maestra de su vida. Y, por último, hay un intento de tercer nivel narrativo, cuando Fray Irnerio se propone escribir la historia de su Virgen amada, tentativo imposible que resuelve dejándonos un breve y precioso escrito póstumo.

En mi opinión, lo más interesante es cómo termina el cuento. Dentro de la técnica de contar una historia sobre otra historia, no resulta nada fácil cerrar con fuerza todos los hilos y conflictos que se han ido abriendo en dos historias paralelas. Y en este cuento no hay dos, sino tres niveles narrativos, con lo cual el acto final estaría condenado al fracaso si no lo hubiera escrito una pluma experta como la de Gamaliel. ¡Muy bien Gamaliel! ¡Has logrado hacer que la solución de la historia del nivel tres, repercuta en el nivel dos, e inmediatamente cierre el nivel uno! ¡Muy bien!

Lo último que quería analizar en este “Tu Taller Literario”, es, amigos míos, la fuerte idea central sobre la que giran las tres historias. En mi opinión, se trata de las ansias de inmortalidad que todo hombre lleva dentro de sí. En el fondo Gamaliel nos está diciendo, según lo interpreto yo, que cuando las cosas se hacen por otro, no se pierden. Con maestría Gamaliel deja caer que nuestras obras perviven en las personas que nos aman.

Os confieso que cuando en el anterior programa terminé de leer el pergamino de Fray Irnerio, me puse en los pantalones de ese poeta al que le faltaban las palabras, de ese pintor al que le faltaban los colores, y pensé que a mí también me faltaba talento para analizar correctamente los escritos que vosotros, queridos amigos, enviáis a “Tu Taller Literario”. Eso fue lo que me quitó el aliento y no tuve fuerzas para continuar sino hasta hoy. Os pido disculpas, nuevamente, por aquel ataque de sentimentalismo.

Por estas razones, Gamaliel, yo te auguro mucho éxito. Que tengas el mejor de los éxitos. En mi opinión, tu obra no ha quedado en el olvido: todos nosotros la hemos hecho nuestra. ¡Muy bien, Gamaliel! La próxima vez no pongas pseudónimo. Sé tu mismo. ¡Tienes talento, tienes futuro! ¡Muy bien Gamaliel!

*** *** ***

Darío terminó de leer el capítulo sin musitar palabra. Tampoco es que en otras condiciones hubiera dicho algo más, pero este silencio era diferente. Aquello de Henry y su hijo le había llegado. Con esa historieta al fin había entendido a su abuelo: el motivo del llanto, su desmedida reacción de enojo al saber lo de la foto tomada, a tal punto que ni le hablaba, ni le miraba; y comprendió además el porqué de su repentino cambio de actitud, de su inexplicable dicha al saber que su nieto había ganado el primer premio justamente con su fotografía. Como Henry, el abuelo también había saboreado la amargura de un ideal fracasado: nunca fue el fotógrafo estrella que soñó. Y tal como Henry había legado la pluma a su hijo, Emilio había legado la cámara a su nieto, con la esperanza de que el sucesor llegase donde él no llegó. En este orden de ideas se entendía bien el llanto ante la historia, la decepción ante la burla del abuelo justamente con una foto tomada con la cámara legada, y se entendía mejor por qué saltó de alegría cuando vio a su nieto “realizado” con un premio a la mejor foto. Sí, este silencio de Darío era diferente.

El torbellino de pensamientos terminó destrozando el precario equilibrio emocional de Darío cuando reparó que ese gran sucesor de su abuelo era él, un fotógrafo de novias fracasado, sin mujer, sin hijo… Su rostro volvió a enrigidecerse para refrenar la siniestra espiral de tristeza que lo invadía. Hastiado, tiró su Blackberry al otro extremo del diván, donde el aparato dio un golpe seco al objetivo de la cámara.

—¡Pamplinas!… ¡Estupideces!

Dejó caer su frente sobre la palma de su mano. Su rostro empezó a destemplarse. No, él no tenía audiencia que lo escuchara, como tenía Fabiano; nunca tuvo un hijo, ni menos un nieto que heredara su profesión. Tampoco podía compararse con Fray Irnerio de la Niña María, ni con ningún monje. Él simplemente no creía en nada. Lo mejor era liquidar el asunto ya.

Una vez más una voz sonó en su interior, esta vez con más claridad que nunca: ¿pero qué haces? ¡Hombre! Piensa en tu esposa… un amor siempre se puede recuperar. Darío, mira el álbum: aún quedan algunas páginas por llenar. Y si no quieres tomar más fotos, enséñale a otros a tomarlas, como tu abuelo en la Academia, como Fabiano en la radio…

El rostro de Darío mostró el esfuerzo que hizo por apagar el ruido de esa vocecilla.

—¿Qué? ¿El ángel de la guarda?

Sus fosas nasales resoplaron.

—Yo no creo en los ángeles de la guarda.

Serio, tristemente serio, con gran desdén, sin mirar si quiera el revólver, llevó su mano izquierda al mango blanco del arma, se enderezó, cerró los ojos, metió el largo cañón en su boca —esta vez no le sorprendió el sabor del metal— y apretó el gatillo para poner fin a su historia. Sonó un «click» y, contra lo esperado, nada estalló. El percutor del revolver había dado en el vacío, en el único hueco vacío del tambor. «Sí, el ángel de la guarda», pensó. Sacó el revólver de su boca, le echó una mirada de asco y lo lanzó a una esquina de la habitación. Y a continuación lloró cuanto no había llorado en su vida.

[fin]

Entrevista al autor de «Otra novia vestida de blanco» hecha por el Diario Tiny Times:

Un año después de la publicación del cuento Otra novia vestida de blanco, Carlos R. concedió una entrevista al periodista Larry Lahan, la misma que se publicó en el Diario Tiny Times. En la conversación Larry expuso algunas críticas que los expertos en literatura le habían formulado. La primera acusación decía que al cuento le faltaban tres nombres de personas que inciaran con las tres primeras letras del abecedario. Habían descubierto que en cada nivel narrativo los nombres de los protagonistas comenzaban con una letra secuencial del abecedario: Darío, Emilio, Fabiano, Gamaliel, Henry, Irnerio… pero la serie no había comenzado con la A, sino con la D. En consecuencia, faltaban tres nombres y, posiblemente, tres historias superpuestas. Carlos lo negó rotundamente.

«¡Es falso! —protestó indignado— ¡a la historia no le falta nada! ¡Quien dice eso no sabe nada! Esos sujetos seguramente desconocen que el cuento no es sino una versión abreviada y jocosa de mi propia vida, y mi vida no es más que una novela escrita por Alá. ¿Y quién no sabe que Alá se deleita escribiendo con tinta sangre hasta los detalles más menudos de nuestra vida? Él escribe nuestra historia con sus Buenos ángeles, que aparecen discretamente en varios momentos cruciales de Otra novia vestida de blanco. Como ve, ahí tiene los tres nombres que supuestamente faltaban: Alá, Buenos ángeles y Carlos. ¿Está claro?»

En realidad Larry no entendió bien estas palabras, pero no insistió. Lo dejó ahí. Prefirió arremeter con la segunda crítica, que versaba sobre el oscuro final de la historia y el incierto destino de Darío. El entrevistado sonrió y luego atajó la duda con una curiosa respuesta:

«¿Que qué pasó con Darío?… No, nada. Mientras yo viva, él vivirá.» Carlos observó que el periodista no estaba satisfecho con su respuesta, por lo que añadió en son de burla algo más. «Mire usted, Darío, Emilio, Fabiano, Gamaliel, Henry, Irnerio, como yo y como tantos otros, pertenecemos a la generación de los supervivientes, a los huesos más duros de roer». Y soltó una carcajada.

Aún reía cuando Larry volvió a la carga: «pero Carlos, ¿qué diablos pasó con Darío?». El entrevistado entonces se le quedó mirando, meditando un poco mejor su cuento. Al final, en tono más serio, entregó su última respuesta sobre el asunto.

«Darío, sí, Darío. Recordará que antes de que Darío apretara el gatillo para matarse, su ángel de la guarda le había susurrado que aún quedaban algunas páginas del álbum por llenar. Esto es cierto. A los cuarenta años de edad uno suele tener la sensación de haber agotado lo mejor de su existencia, los mejores esfuerzos, pero no es cierto. Al contrario, las mejores fotos de la vida se toman después de los cuarenta. No lo sé, se me ocurre que en esas páginas faltantes del álbum podrían ir apareciendo la foto de la reconciliación de Darío con su esposa… tendrían una sonrisa muy distinta a la del diploma; o la foto de sí mismo frente a la tumba del viejo Emilio, una suerte de la reconciliación con la memoria del abuelo y, sobre todo, consigo mismo. Se repetirían más adelante algunas fotos de la niñez, aparecería nuevamente la Luna, siempre igual, siempre espléndida… No sé dónde iría una foto suya rezando de rodillas en una iglesia; estaría ahí con un rostro tan arrugado como el de su abuelo, con un gesto tan piadoso que refleje bien la reconciliación con su ángel de la guarda y con su Dios. ¿No sería este un bonito final para una vida? ¡Ya lo creo!»

La historia oculta de la mujer

Extracto del libro Juegos de pluma (2015)

— Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Un recurso utilizado en ocasiones es el de asociar la trama del relato con alguna pintura u obra de arte de reconocida fama. La presente historia lleva al extremo este recurso, al construir un drama a base de un collage de obras de arte que el autor halló en las callejuelas romanas. Aparecen aquí obras que, de suyo, en principio están desvinculadas y se exhiben en diferentes lugares, pero que engarzadas muestran la historia oculta de una mujer. Una bella técnica que mezcla las letras con la pintura, y tiñe de color todo el escrito.


Os voy a contar la historia de una persona que creía yo conocer bien, hasta que pisé esta Ciudad. Aquí en Roma descubrí muchos detalles de su escondida vida, en lugares absolutamente inesperados: mientras caminaba por sus empedradas calles, por sus iglesias, museos y catacumbas. La historia eterna grabada en sus paredes, en sus lienzos, en sus piedras.

Esta historia comienza en los albores del universo, antes de la constitución del mundo. Aparece plasmada en los altos frescos de la Iglesia Santa Maria in Ara Coeli[1]: Dios piensa, se deleita, en «la mujer». Aún no la ha creado y ya la quiere. La ve, la contempla encima de la Luna, encima de todo mal. Los ángeles no se quedan atrás en el deseo. Entonces se oye una voz, un triple “Quiero”. Se crea la luz y revientan los cielos en destellos, tal como lo muestran los óleos de Previati[2]. Se crea el universo. Los seres alados la ven y la esperan… ¡La esperan millones de años, con paciencia celestial!

Las edades de la tierra se suceden una tras otra. Amanece, despunta una nueva luz. De la fiesta del cielo nadie sabe. De la de la tierra, sí. Gaguardi la ha pintado en la Iglesia de San Roco[3]: Joaquín alza las manos mirando al cielo. Agradece la niña que le ha nacido, blanca, muy blanca. La pequeña está despierta, con las manos juntas, mirando a lo alto. Atrás Ana permanece recostada, sufriendo el postparto. Ella también mira al cielo, ella también intuye esa fiesta vedada a nosotros. Las parteras se ocupan de lo suyo: de lavar las telas, de verter el agua que cae fresca. Todo rezuma gozo.

En nada la niña crece. Comienza a hablar, comienza a aprender… Su madre le enseña a comportarse, a leer las Escrituras[4]. En ocasiones Ana levanta el índice —como lo muestra una pequeña estatua de mármol del Gesù— cuando quiere dar importancia a la explicación. María sigue creciendo y se introduce en las labores del ama de casa. Un cuadro de la Escuela Romana del siglo XVII la presenta en sus trece, bien sentada, con un cojín sobre la falda, tejiendo con sumo cuidado[5]. Es hábil, pero aún debe pulir el arte. A su lado la madre se muestra exigente, vigila que todo se haga con perfección. En realidad, por dentro se conmueve: es su hija y le está legando su saber. Le ayuda sosteniendo un ovillo, soltando a su tiempo el hilo.

La adolescencia llega, la adolescencia pasa, y llega el tiempo de declarar el amor. Dios envía su embajada y la embajada se prepara. Los artistas no suelen recoger este momento, el del instante previo a la anunciación. Yo lo he visto en la Iglesia de Santa Práxedes, en los frescos que adornan los portones. A la izquierda de las puertas el arcángel Gabriel se ha materializado, pero aún no entra a la habitación. Ha de entrar caminando. A la derecha ella, recogida, quizá medita alguna moción interior[6]. Ella también está preparada. El Espíritu Santo la ha preparado para la ocasión. Y entonces pasa lo que pasa, sucede lo que sucede…

Nueve meses más tarde nace un Niño, nace una era. Es Navidad. El tiempo se parte en dos. Gentes de todos los tiempos dirigen sus miradas a una cueva… ¡Qué bien recogen esas miradas los numerosos presepi romanos! ¡Cuántos de ellos nos vuelven a meter en ese querido rincón! Pienso ahora en el gigantesco presepio de Cosme y Damián, al que se adosan murallas y ruinas de diversos siglos, poblado de individuos de variopintos colores. No falta el panetiere abriendo la puerta del horno, ni un pescador acá en el río, ni un vendedor allá en el mercado, ni otro distraído, ni nadie. Pienso también en ese belén napolitano de Santa Maria in Via[7] repleto de personajes vestidos de tela, incluso dos típicos durmientes napolitanos, apelotonados alrededor de una Virgen muy arreglada, con el pecho protegido por un manto blanco para darle leche al Hijo. Y pienso en tantos presepi de Roma, cada uno con su nota original: una nieve que cae, un burro que mueve el cuello, una niebla… y hasta un travieso chaval estampando el típico grafiti italiano en los costados de un caserío.

Me ha llenado de contento encontrar en un rincón del Palazzo Venezia una antigua y bella talla que ostentaba el siguiente título «Anónimo, Puerpera, s. XV». Pertenecía al grupo «Natività di Cristo» de Wurts[8]. Recostada, con la mano en el vientre, se cubre del frío con un manto mientras contempla embelesada su retoño. Los teólogos afirman que fue un parto sin dolor, las Escrituran acotan que tuvo fuerzas para arrodillarse ante el recién nacido, ¿pero quién nos dice una palabra de las largas noches que María pasó en duermevela, pendiente de los llantos o susurros del Niño? De tantas horas no nos queda sino una talla arrinconada en una esquina perdida de un Museo.

Vienen después los magos con sus regalos, la persecución de Herodes, la matanza de los inocentes y la fatigosa huida a Egipto. Tras unos años de exilio, al fin llega el retorno a la entrañable y recordada Nazaret. María se reencuentra con su madre, ya añosa. Le da un largo abrazo y le presenta a su nieto, “Jesús”, que será el deleite de sus últimos días. En Santa María la Mayor encontramos la clásica escena de Ana cambiándole los pañales. La vida vuelve a su cauce normal y los ángeles vuelven a tocar la melodía cotidiana en esa Casa del pueblo, según se figura en los adornos de los tubos del órgano de Santa María de Loreto.

Pero lo normal en esta vida es que un día nos visite la muerte, como la visitó a Ana. Un óleo de Sacchi que pende en San Carlo ai Cantineri[9] recoge sus últimos momentos. Ana está por entregar el alma. La acompañan María, José, el Niño y otros familiares. Le faltan las fuerzas para contener ese agudo dolor abdominal. Mas sufre serena, viendo al pequeño que su hija le muestra. Una amiga llora, otra le ofrece una jarra con aguas aromáticas. Con un pañuelo han intentado disminuir la fiebre, aliviar el dolor, sin éxito. Ana se va.

Los días siguientes son pesarosos, la muerte atiza otros dolores como aquel anunciado por Simeón: y a tu misma alma una espada la traspasará. Presiente la pasión. El pincel de Bellini retrató la expresión de María inmersa en estos tristes pensamientos en un magnífico cuadro[10] que a ratos cuelga en la Gallería Borghese; solo a ratos, cuando no se exhibe fuera. La Virgen le cambia de ropa al Niño. Está seria. Disimula la aflicción. Por fondo una cortina teñida de verde esperanza y un árbol de escasas hojas que presagia la Cruz. Vale la pena ver el original, pues las fotos recogen mal los trazos de la brocha y aguan sus tonos pasteles. Basta estar unos pocos minutos frente al óleo para quedar cautivado. Guardo en mi estancia de trabajo una mala copia, pequeña, en la que me detengo cuando pesa el cansancio de la jornada. Sucede que en ese rostro cansado encuentro mi descanso. Una maravilla, en verdad.

Ya me excusaréis tanto entretenimiento en los primeros años de vida de la mujer, pero yo así la recuerdo siempre: doncella. Aunque me gustan los cuadros del Caravaglio, especialmente ese tenso Descendimiento de la Cruz[11] que plasma la humilde aceptación mariana del Sacrificio perpetrado, tengo contra ese cuadro que la Virgen aparece comida de años, vieja, demasiado arrugada. Me encantan las expresivas arrugas caravagliescas, mas yo prefiero verla a ella siempre joven, como en La Piedad. Muchas piedades se tallaron en el Renacimiento, pero solo una se reconoce rápidamente con ese título: la de Miguel Ángel. La Virgen no pasa de los dieciocho años, su rostro es bello, sereno; acoge en su regazo el cuerpo flácido, ya sin vida, del Hijo, que frente a ella resulta pequeño, casi un niño. La mujer se ha conservado joven, ha vencido al tiempo.

Por eso me gusta tanto la Dormición escenificada en una capilla de Santa María de la Paz[12]. Se trata de una talla a tamaño natural, vestida de fina seda blanca rematada con encajes, que yace en una urna de cristal. Su realismo suele impresionar a los visitantes, que en un primer momento creen encontrarse ante el cuerpo de una persona difunta. Los ojos arqueados de grandes párpados y la serenidad de la expresión, sin arruga alguna, encarnan los rasgos de una doncella. Descansa profundamente. Las manos cruzadas sobre el corazón parecen sugerir que ha muerto de mal de amores.

Doncella fue la asunta, doncella fue la mujer coronada en lo alto del Cielo por el gran Rey, doncella fue la aclamada por la pompa celestial, conforme la presenta esa magnífica obra de la juventud de Rafael Sanzio, que entre guerras y requisas ha dado botes por Perusa y París, y hoy se exhibe en la Pinacoteca Vaticana[13].

Esta es la historia que Roma me contó, con unos colores y matices que yo desconocía: la historia de siempre, la historia del eterno hoy.

 

[1] Frescos de la Iglesia Santa María in Ara Coeli sobre la vida de la Virgen María.

[2] Gaetano Previati, La creazione della luce, oleo, 1913 c., Galleria Nazionale d’Arte Moderna.

[3] Pietro Gaguardi, Nativitá di Maria, s. XIX, fresco de la Iglesia de San Rocco (via Ripeta).

[4] Cf. los frescos y cuadros de la Iglesia Santa Ana, Ciudad del Vaticano.

[5] Escuela Romana, La Virgen y Santa Ana, s. XVII.

[6] Frescos que cubren los arcos de las puertas de la Iglesia Santa Prassede.

[7] Belén napolitano del siglo XVIII, Iglesia Santa Maria in Via.

[8] Anónimo, Puerpera, s. XV, tallado en madera de nogal, policromado, Collezione Wurts (1933), Figura del grupo Natività di Cristo, Museo Nazionale del Palazzo di Venezia.

[9] A. Sacchi, óleo del altar del Tránsito de Santa Ana, 1630-1638, Iglesia de San Carlo ai Cantineri.

[10] Giovanni Bellini, Madonna col bambino, 1505-1510 aprox., (50 x 41 cm), Gallería Bhorguese.

[11] Michelangelo Merisi da Caravaggio, Descendimiento de la Cruz, 1602-1604, óleo (300 x 203 cm), Museos Vaticanos.

[12] La talla de la Virgen de la Dormición es del autor sevillano Ortega Brú.

[13] Rafael Sanzio, Coronación de la Virgen (llamada Retablo Oddi), 1502-1504, óleo (272 x 165 cm), Museos Vaticanos. Esta obra juvenil ha sido considerada la obra de Rafael más cercana al estilo de su maestro Perugino.

Un poco de filosofía y música sobre mi madre

Este capítulo es un extracto del libro Filosofía explicada con canciones

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Como Topo Gigio, hoy «voy a hablar de alguien especial» que «cuando baila no tiene rival» y «todo lo hace con mucha alegría»: esa «es mi mamá». «No hay otra igual» (canción Es mi mamá, 2016). Para hacerlo he tomado un par de docenas de canciones dedicadas a la mamá y una selección de filósofos que hablan sobre ella.

I. Ante todo somos hijos

Topo Gigio no se equivocaba al cantar: «es mi mamá, no hay otra igual / es mi mamá, sensacional». Cualquiera puede decir: «¡Que alegría da decir mamá!» (Timbiriche, Mamá, 1982). Y esto porque todos somos, ante todo, de la forma más radical, hijos.

En verdad «el hombre no es sólo un ser esencialmente social, sino que de modo más radical aún puede definirse como un ser familiar»[1]. Esto está implícito en la clásica afirmación de que la familia es la célula de la sociedad: si esto es así, el ser humano debe ser antes familia, que sociedad. San Josemaría precisaba aún más lo dicho cuando señalaba que lo absolutamente más radical en nosotros es ser hijos de Dios[2] y que el 90% de nuestra vocación se la debíamos a nuestros padres.

Hemos sido creados para tener una madre. Juan Fernando Sellés observa que todos los gestos faciales humanos apelan a otra persona: el llanto el niño apela a su madre, el adulto puede apelar a Dios. Lo mismo sucede con los brazos, que pueden estar abiertos para varios usos (escalar, andar, construir, danzar, etc.), pero lo más expresivo de ellos es “el aceptar”: este es el sentido del abrazo paterno y del acunar materno. Somos constitutivamente hijos en cuerpo, alma y corazón. Hemos sido creados para amar a una madre.

Sin una madre la vida no se entiende, pierde sentido. Ni siquiera la vida física resulta factible. Aunque pudiéramos nacer de una máquina, toda persona necesita una madre con unos ciertos “superpoderes” que lo acoja. La expresión es de Alexis Chaires, que canta a su madre: «sí, te admiro y me sorprendes por tener súper poderes» (Madre mía, 2016).

II. Una madre tiene un algo sobrehumano

En toda madre hallamos algo literalmente “sobrehumano” o “sobrenatural”. Ciertamente, es «la mujer más divina / Dios la hizo con toda su nobleza» (Jhonny Rivera,Es mi madre, 2017). Y esto puede decirse en muchos sentidos. En primer lugar hemos de decir que metafísicamente la relación filiación-maternidad está por sobre la naturaleza humana, e incide en el ser más profundo de la persona[3]. Por ello, “ser madre” o “ser hijo” vale más que tener inteligencia o voluntad humanas, potencias que son propias de la naturaleza.

En segundo lugar, toda madre posee un “corazón” o un “darse” muy singular[4]. El amor de una madre es paradigmático, punto de referencia de cualquier otro amor en esta tierra. «Madrecita querida es tu amor tan inmenso / como el amor de Dios / por eso madrecita este día de tu santo / las estrellas del cielo / brillaran en tu honor» (Pedrito Fernández,Canto a la madre, 2013). Un amor «como el tuyo jamás madre mía (…) habré de encontrar» (José José, Madrecita del alma querida, 1997). Dios parece haberse excedido al crear la mujer, quizá pensando en la creatura más perfecta que saldría de sus manos: su madre. Los poetas son testigos de lo dicho: «no se hallará una mujer/ a la que esto no le cuadre/; yo alabo al Eterno Padre/ no porque las hizo bellas /, sino porque a todas ellas/ les dio corazón de madre»[5].

Polo y sus seguidores afirman que la buena mujer es más madre (hasta corporalmente), que el padre padre; es más esposa, que el esposo esposo; es más hermana, que el hermano hermano; más novia que el novio novio, etc. Y la mala mujer, lo contrario. Ella está más pegada a su esencia, a “su corazón”, y por eso genera más virtudes o defectos, en ella se afincan más los afectos y desafectos.

Justamente por lo dicho, en tercer lugar, las madres generan virtudes muy fuertes: paciencia, constancia, amabilidad, perdón, alegría, acogida… A una madre le roban todo y lo da todo. Soporta escuchar de sus hijos: «me pienso robar tus años / ser tierno ladrón de ti» (Timbiriche, Mamá, 1982). Muchas canciones hablan de las canas[6]. «Hoy le canto a la mujer de pelo blanco», comienza Canto a la madre (2013) de Pedrito Fernández. ¿Por qué se canta sobre algo que poco agrada (el pelo blanco)? Por lo que simboliza: la mirada vigilante y amable que se posa sobre el hijo durante largos y numerosos años, los desvelos y cansancios que una madre está dispuesta a dar. Otros cantantes incluso son más explícitos: «pasa el tiempo y te envejeces / tus arrugas son corajes que te causa este nuese [sic]» (Alexis Chaires, rap Madre mía, 2016); «yo me pregunto si hay dinero que alcance / para pagar a una madre sus desvelos, / sus lágrimas, sus canas su desgaste que ha sufrido por sus hijos y sus nietos» (Jhonny Rivera, Es mi madre, 2017).

El tema del perdón materno es tremendamente recurrente en la música. «A veces soy muy malito y para a ti nunca lo soy / para a ti soy la ternura / y esa bendición de dios que te mando para que te proteja» (Alexis Chaires, rap Madre mía, 2016). El hijo bien puede decir: «tú a mí me quieres, / malo pobre y perdido» (Vicente Fernández, Madrecita querida, 1969). La madre es fuente de perdón, amor ciego, puro acoger.

La acogida materna también es mítica[7]. Ante su madre uno se encuentra siempre “en casa”: «mi casa serán tus brazos» (Timbiriche, Mamá, 1982). Siempre el hijo podrá decir: «yo sin ti ¿qué haría? / porque en la mesa / nunca falta un plato de comida» (Alexis Chaires, rap Madre mía, 2016). Esa acogida se torna más palpable en los reveses existenciales. «En mi vida tú has sido y serás / el refugio de todas mis penas / y la cuna de amor y verdad» (José José, Madrecita del alma querida, 1997). «Solo tú me comprendes, / solo tú me has amado» dice el hijo al que le ha ido mal el amor, que acude a su madre «a curar si es posible, / mi alma ya hecha pedazos» (Vicente Fernández, Madrecita querida, 1969).

Pero el “superpoder” principal que ella tiene, aquel que supera a todos los anteriores porque va más allá de la naturaleza humana y supera la condición de toda creatura, aquel que causa mayor admiración y sorpresa en la familia, es la oración omnipotente de una madre[8]. Se dice que las mujeres son “el sexo piadoso”, y si algo de razón puede tener la frase[9], hemos de extremar lo dicho cuando se trata de las plegarias de una madre, donde todo su ser y sentimientos se vuelcan. Y en esto son especialmente machaconas las canciones. No podemos incluir aquí todas las estrofas que hablan del tema, habría que adjuntar un libro de grueso lomo. Al menos mencionemos la letra de Tercer Cielo (Orar contigo otra vez, 2004): «Una vez más te encontré de rodillas / hace rato que regrese y otra vez escuché mi nombre repetías»; «recuerdo cuando niño fui, verte orar como lo haces ahora (…) lograba hacerte creer que estaba dormido, cuando orabas por mí, / tocabas con tu mano mi frente y le hablabas a Dios de mi». Quienes cantan esto saben con plena certeza que las oraciones de sus madres han sido eficaces, que los han salvado, que los han rescatado de un gran mal. La letra finaliza:

Y si Dios me guardo, es porque nunca cesaste de orar

Esa forma de amarme, te hace madre especial

Y si hoy regresé y desperté de mi error del ayer

Perdóname y dame el placer, de orar contigo otra vez.

Cada palabra por mí y lágrimas nunca fueron en vano

Dios escucho tu oración y si hoy aquí estoy es un milagro

Nunca perdiste la fuerza en tus rodillas y la fe que hay en ti,

Dios premia tu alma humilde y hoy puedes sonreír.

Una buena síntesis de lo dicho la recoge Jhonny Rivera: «Ella nunca traiciona / ella nunca me miente / ella no me abandona / ella es la que sufre si yo sufro / ella es la que llora cuando lloro / ella me protege y es mi escudo / y si me equivoco ella es mi apoyo» (Es mi madre, 2017). Se entiende, pues, que «perder el amor de madre es perder lo mejor»[10].

III. Uno se hace, se encuentra y se reencuentra en su madre

Uno se hace en su madre

Los antiguos pensaban que los hijos se “tejían” en el seno materno[11], con el material proporcionado por la madre. Hoy sabemos que el hijo crece interactuando con los estímulos que recibe de su madre, subordinando todos los elementos corpóreos maternos que le circundan su propio cuerpo. El hijo tiene su autonomía, pero no es despreciable lo que recibe. ¿Quiénes somos? Fundamentalmente lo que hemos recibido, tanto en el orden biológico, espiritual y sobrenatural. ¿Qué somos genéticamente? Lo que hemos recibido de nuestros padres. ¿Qué cultura, lengua y forma de actuar tenemos? La que hemos recibido de nuestros padres y de la sociedad. ¿Qué vida espiritual aspiramos? La de hijos adoptivos de Dios. Merche cantaba una gran verdad cuando le decía a su madre: «eres mi universo, lo más grande que tengo» (Sin más, 2012).

¿Qué pensamos? ¿Qué nos gusta? ¿Cuáles son nuestras preferencias y fortalezas? Sobre todo lo que oímos en casa, lo que nos dieron de comer nuestros padres, lo que prefería mamá, lo que ella nos exigió. Está comprobado que si la embarazada descansaba escuchando música de Chopin, el niño recién nacido duerme bien cuando se le deleita con esa música. Un rapero decía: «lo sabes lo sabemos eres la mejor / por cierto lo que cocinas también es lo mejor»; «me enseñas a luchar / y dices que nunca me deje / me enseñaste a valorar / lo que tengo y no me queje» (Alexis Chaires, rap Madre mía, 2016). También Camilo Sesto alude a aquellas preferencias: «Me acostumbré tanto a ti / que cuando estoy con alguien / quiero que sea como tú / y como tú no hay nadie» (Madre, 1974).

Uno construye su vida sobre las virtudes de su madre. «Su cariño me alimenta y me da fe», «su consejo es mi tesoro en esta vida» (Gabriel Arriaga, Aunque no sea mayo, 2004). ¡Cuán cierto el dicho de tal palo, tal astilla!

Uno se encuentra en su madre

Cuando nacemos cada uno recibe su primer abrazo de la madre. Afirman los psicólogos que sin el tú no hay el yo: el recién nacido se descubre a sí mismo distinguiéndose de su madre. Aunque desde que se corta el cordón umbilical el hijo se va separando durante años cada vez más de su madre, la madre cada vez abraza más toda la existencia del hijo. Y el hijo siempre podrá cantar: «aunque estemos lejos yo sé que te tengo» (Merche, Sin más, 2012).

Mucho se ha hablado de la educación personalizada. «A la hija muda su madre la entiende»[12]; por ello puede educarla y ayudarle a descubrir su intimidad personal. Quien no nos entiende, no nos ayuda a crecer. No en vano se canta «tu palabra es el ejemplo, / es el remanso del amor, / ella borra mi tristeza, mi dolor» (Palito Ortega, La sonrisa de mamá, 1972).

Luego de la “crisis del nacimiento”[13], pasa la infancia y crecen los afectos (bien o mal educados), y pasa luego la adolescencia, y crece la autoafirmación (bien o mal llevada). «Cada uno es hijo de su madre y de su humor, casado con su opinión»[14]. Y luego, con los años los hijos —al menos, los que no sean soberbios— se percatarán, poco a poco, cuánto recibieron en el hogar. «En mi pecho yo llevo una flor / no te importe el color que ella tenga / porque al fin tu eres madre una flor» (José José, Madrecita del alma querida, 1997).

Es difícil destruir lo que una madre ha sembrado. Aunque se destruya, subsistirá siempre en el alma el anhelo de recuperar ese estado de inocencia. A nadie extraña que se cante con alegría el no haber perdido el don recibido: «yo sigo siendo un niño para ti / mamá yo te quiero decir que este que / hoy ves aquí, yo te lo debo a ti» (Bryndis, cumbia Para ti mamá, 2007).

Uno se reencuentra en su madre

Es una triste verdad que, en los vericuetos de esta vida, se puede perder parte de lo recibido en casa —nunca todo. Un hijo incluso puede olvidar que es hijo —nunca lo dejará de ser—, y puede perder no solo sus dones, sino perderse él mismo. Entonces sucede lo peor. Sin una madre la persona se arroja a una espiral de soledad, cada vez más profunda, que termina en el infierno. Es el orgullo del que quiere vivir solo. Lo destaca espléndidamente Laura Pausini: «mi pensamiento está tan lleno del presente / que mi orgullo no me deja perdonarme»; «me mirarías con tu gesto tan severo / y yo me sentiría cada vez más sola» (Lo siento, 1996).

En esa caída abismal, es imperioso volver al origen. Uno se reencuentra a sí mismo en la figura de su madre y de su padre, incluso aunque ya no estén este mundo. Allí uno descubre y redescubre el sentido de la vida. Solo pensar en la madre es ya dar un primer paso de retorno a la inocencia. Timbiriche decía que «hoy descubrí que si soy feliz / es porque están mis sueños junto a ti» (Mamá, 1982). Pensar en ella hace nacer en el corazón petrificado un sano dolor que purifica. «Madre yo si en algo te he ofendido, / pienso que no supe valorar, / cuando era pequeño no sabía, / que una solo madre Dios nos da» (Wilson Palma, Madre amiga fiel,2007).

Es imposible olvidar a una madre. Los hijos «nunca en la vida podrán olvidarte» (Los Tigres del Norte, Mañanitas a mi madre, 1985). Hay hijos descuidados, hay hijos muy ocupados en sus cosas que no dedican tiempo a la familia; hay hijos malos, pero ninguno olvida a su madre. Es imposible. «Quiero pedirte estrellita / si la ves a mi madre / dile que la quiero / dile que también la extraño / y que toditos los días / invade mis recuerdos» cantan Los Sacheros (Estrellita dile a mi madre, 2013). Tal recuerdo no es pura nostalgia inútil, sino algo que hace reflexionar sobre la propia vida. «Ahora que yo quería tener mi madre viva / pregunto por mi vida / me contestó el dolor», dice Antonio Aguilar (Adiós madre querida, 1986). La misma idea la repiten Los Sacheros: «Nunca nada me falto / y ahora me faltas tú / yo te pido perdón / por los errores / cometidos en mi vida» (Estrellita dile a mi madre, 2013).

El recuerdo de una madre permanecerá siempre como un palo guía en nuestra memoria para no perder el sendero. Cuando todo se hace confuso en la vida, al menos a uno le queda lo que aprendió en casa: «mi madre me enseño / a resguardarme de la lluvia / con un paraguas de verdad» (Gabinete Caligari, Amor de madre, 1989)[15].

En realidad, la labor de una madre no finaliza nunca, ni con la muerte, porque, como canta el estribillo a la madre ida: «que triste me dejaste / tus últimas plegarias / que yo en estos momentos te pido de favor» (Antonio Aguilar, Adiós madre querida, 1986). Aún en el cielo ella mantiene su misión de orar y velar por sus hijos.

IV. ¡Gracias por ser mi madre!

Puede que uno no sea muy filósofo, ni muy artista, ni muy profundo de cabeza, pero todo lo escrito al menos se intuye. Y más que “intuir”, se palpa. El cariño de una madre se vive. Por eso las letras que se escriben a mamá siempre dicen, cada una a su modo, “gracias”. Algunas son frontales: «suénenle duro muchachos / pónganle el alma a este gallo / para cantarle a mi madre / yo no necesito que sea el mes de mayo» (Gabriel Arriaga, Aunque no sea mayo, 2004). Otros lo dicen de manera más tímida: «Pocas veces / te lo digo pero / te amo madre mía» (Alexis Chaires, rap Madre mía, 2016). Pero todas resaltan alguna virtud que merece gratitud: «en tu piel huellas de aquel ayer / que te hicieron mujer, por tus luchas / y tus penas quiero hoy dedicarte con cariño mi canción» (Grupo Bryndis, Para ti mamá, 2007).

“Agradecer” a los padres forma parte de ese “grato” precepto del decálogo, honrar a padre y madre. Jhonny Rivera es claro al respecto: «con gusto le canto mis canciones / pa’ agradecerle no me alcanzaría la vida» (Es mi madre, 2017). Otra parte de este “grato” deber es rezar por los padres: «En mis oraciones yo le rezo, / a mi Dios que cuide de tu vida» (Wilson Palma, Madre amiga fiel, 2007). «Que Dios te bendiga aquí en tu morada / que Dios te conceda mil años de vida» (Los Tigres del Norte, Mañanitas a mi madre, 1985).

Lo primero que debemos agradecer es la existencia. «Quiero agradecerte mama / haberme dado la vida (…) lo mejor que me ha pasado / es haber nacido de ti (…) no tengo con qué pagarte haberme dado / la vida y darme tu bendición» (Briseyda, Gracias por ser mi mamá, 2009). Pero después, hay mil motivos que se suman y multiplican. Hay quien agradece por «velar mis sueños de niña (…) cuidarme cuando enfermaba» y aquel «guiar mi camino» siendo «esa mujer valiente que por amor a sus hijos / no se ha rendido jamás» (ibid.). En realidad resulta imposible agradecer puntualmente cada cosa que una madre hace por uno. ¡Son incontables gestos! Ante semejante imposibilidad, los cantantes recurren a frases genéricas pero sentidas como esta: «contigo y con el cielo estoy muy agradecido / tus brazos son mi escudo me siento protegido / no te cambiaría por nadie yo no quiero otro apellido» (Alexis Chaires, rap Madre mía, 2016).

Si los cantantes y poetas no pueden agradecer a sus madres como se merece, más que con frases como las transcritas, yo menos. Bastará por tanto repetir, al menos al final de este escrito, lo que las mejores voces y poetas han escrito: ¡Feliz día mamá!

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Quito, 21 de abril de 2019

Cumpleaños de mi madre


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[1] Chalmeta citado por H. Franceschi & J. Carreras, Antropología jurídica de la sexualidad, Caracas 2000, p. 23.

[2] «No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas» (San Josemaría, Amigos de Dios, n° 26).

[3] Tomás de Aquino, afirmó que «filiatio proprie convenit hypostasi vel personae, non autem naturae, unde in prima parte dictum est quod filiatio est proprietas personalis» (Summa Th. III, q. 23, a. 4, c). Cfr. De Veritate, q. 29, a. 1, ad 1. Leonardo Polo ha profundizado en la distinción entre el nivel de la esencia-naturaleza con sus límites, y el nivel personal que sobrepasa esos límites. La maternidad está a nivel personal.

[4] Los “superpoderes” que mencionamos a continuación (salvo el último) son desarrollo singular de la naturaleza humana materna.

[5] Hernández, J., Martín Fierro, Buenos Aires, Albatros, 1982, p. 87.

[6] V.gr. Wilson Palma, Madre amiga fiel, 2007 y las que a continuación se citan.

[7] Sellés se preguntaba: «¿cuál es, por ejemplo, la misión del padre? Enseñar a jugar al hijo. Y en el juego, a ganar y a perder serenamente. ¿Y la de la madre? La de acoger, ser el lugar seguro, el refugio próximo para el hijo. Ayuda, pues, a educar los sentimientos de seguridad, confianza, consuelo». Cfr. Polo, L., Ayudar a crecer. Cuestiones de filosofía de la educación, Pamplona, Eunsa, pp. 24 y ss.

[8] San Josemaría decía que «Nuestra Señora, coronada Reina de cielos y tierra, es la omnipotencia suplicante delante de Dios. Jesús no puede negar nada a María, ni tampoco a nosotros, hijos de su misma Madre» (Amigos de Dios, 288). Mutatis mutandis trasladamos la afirmación a toda madre. Si el santo afirmaba que «la oración es omnipotente» (Camino, n. 83; cfr. Forja, n. 188), mucho más cabe aplicarlo a las plegarias maternas por sus hijos.

[9] Recuérdese, el carácter femenino hace que la rezadora se más rezadora, que el rezador rezador.

[10] Juan F. Sellés, Antropología para inconformes. O, como dice el proverbio: “Amor de madre, que todo lo otro es aire” (Correas, G., Vocabulario de refranes y frases proverbiales, 1627, Madrid, Castalia, 2000, 80).

[11] Este es uno de los sentidos probables del Salmo 2, 6 que suele traducirse como «Yo mismo he ungido a mi Rey en Sión, mi monte santo». Claus Limburg propone otra traducción más hebraica: «Yo ya he tejido mi Rey sobre Sión». De igual manera cabe entender la frase de Proverbios 8,23 sobre la Sabiduría: «desde la eternidad he estado tejida; cuando no existían los abismo, yo había parido».

[12] Fernán Caballero, La familia de Alvareda, Barcelona, Caralt, 1976, p. 87.

[13] La expresión es de Romano Guardini en Las etapas de la vida, Madrid, Palabra, 1997.

[14] Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, p. 100.

[15] Algo de esto aparece en la canción Lo siento (1996) de Laura Pausini, que habla de la triste ruptura de una hija con su madre. Termina diciendo: «no es verdad que yo me sienta / avergonzada, / son nuestras almas tan iguales, tan parecidas / esperaré pacientemente aquí sentada, / te quiero tanto mamá… escríbeme».

Cantos a la Luna

Sumario

  1. A ti, Luna (dedicatoria)
  2. Comienza la vida
  3. La viña
  4. El abandono de la viña
  5. Las penumbras
  6. ¿Qué será de los demás jilgueros?
  7. La Luna y su eterna paz
  8. Recortada entre las nubes
  9. La noche del jilguero
  10. A paso lento por la noche
  11. Animarse a dejar el fango, a volar a lo alto, a cantar un canto
  12. Contemplarte en lo alto
  13. Superando las más altas nubes
  14. La novia de la noche y su Majestad
  15. ¡Raya el alba!
  16. Fin del canto

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1. A ti, Luna (dedicatoria)

Cantos a la Luna,
cantos a la amada;
pía el jilguero de la noche
en la viña, revoloteando.

—A Ti, Luna llena,
que brillas en lo alto,
mis más devotas notas,
jolgorios de un corazón
encendido y estrujado.

A Ti, Luna pascual,
que en tus rojizas luces
mezclas alegría y dolor:
a Ti enigma y promesa
del mundo antiguo,
a Ti anticipo de luz,
del futuro prometido.

A Ti, belleza plateada,
porque un día fuiste pisada
por la Doncella inmaculada,
el día en que la elevaron
gloriosos seres alados.

Desde entonces, Luna,
brillas con singular cariz;
tientas el amor con tu belleza
y atraes desde lo alto la mirada,
mientras quedan a tus pies
nuestra vida, nuestra nada—.

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 2. Comienza la vida

—Cae el día, simplemente se va.
Es de noche cuando la vida brota,
cuando comienza a germinar,
y entonces nos echamos a andar.

Has observado desde lo profundo
el claro que escapa por el poniente;
has visto entrar en densas tinieblas
a las criaturas de esta pasajera tierra.

A todas miras, bella Luna,
sobre todas en absoluto brillas.
Es la noche, comienza la vida
bajo tu bella luz que nos cobija.

En el imperio de las tinieblas
tú eres nuestra seguridad:
fuego, vida, esperanza
en nuestra obscuridad;
Compañía, consuelo, descanso
en nuestra soledad—.

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3. La viña

Es de noche,
la Luna lo dice,
y también las estrellas,
que son tan diminutas
por ser tan grandes.

—Por estos lares, Luna,
se echa de menos al Sol—.
La viña lo extraña,
y el jilguero a ratos
le sirve de voz.

Un pajarillo de nada
que no sabe nada,
que no puede nada;
que apenas agrada
cuando al amo canta.

¿Qué le puede dar
el pequeño briboncillo
a la portentosa Luna?
¿Qué sino un canto,
unas coplas de amor?

Y a su cargo está la viña,
picar las flores, tomar los frutos,
llevar el polen de un lado a otro.
¡Qué hermosa es la consigna
de servir al amo y de cantar!

Descansa, se posa en sus ramas,
se mece y escruta la viña…
espera paciente los rayos del Sol,
aquellos que traerán el calor,
los que harán brotar la flor.

El viento silba una vez,
estremece el follaje y se apaga.
Deja escuchar entonces
Los suaves murmullos del agua.
La orquesta repite el acorde,
y esta viña pide una voz,
que sepa cantar la canción.

Repite y repite la melodía,
pero el pequeño no capta,
y han de repetirle las notas
hasta que al rato se instruya
en la música de esta viña.

Abre las alas al son del viento,
se acompasa con las ramas,
y al paso lo arrullan las aguas.
Comienza a bailar el jilguero,
a disfrutar de la hermosura,
de una noche de Luna entera.

Así, entre la vid y los sarmientos,
entre las nubes y los vientos,
alegre el pajarillo aguarda
a que raye pronto el alba.

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4. El abandono de la viña

Mas he aquí que el bendito jilguero
dejó su querida viña y se fue a volar.

Oyó el arrullo de la ría,
y a aquella ría fue a dar;
oyó una marejadilla,
y a la orilla fue parar.

La libertad sabía a gloria
y el paisaje a maravilla,
pues sobre el agua cristalina
destellan las estrellas
y la Luna vibra.

―Oh Luna alta
que bajas hasta
las mansas aguas,
y ahí reposas,
y ahí quedas,
y ahí te das.

Oh Luna anonadada
que desde el cielo te abajas
y te partes en el agua,
y te derramas en quien te ama―.

María y el mar,
el mar y la Luna.
Las mareas vienen y van,
al capricho de la ternura.
Les dice vengan y vienen,
les dice fuera y se van.
Es la Reina del universo,
sus deseos se han de ejecutar.

―Reina del mar y de la noche,
Reina de luz y de paz,
Reina del firmamento
y también de los sueños,
Reina del dulce nombre
reina siempre sobre mi faz―.

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5. Las penumbras

En tan intensos rezos
de repente se percató
que por volar mucho solo,
solo fue a quedar.

Lo meditó, revoloteó, silbó,
pero el pequeño estaba aturdido.
Se alzó, planeó, buscó…
pero el viñedo seguía escondido.
Una vez más lo intentó, voló,
pero sólo a un bosque arribó.

Y le llegó la noche,
y le llegó el frío,
y le llegó la soledad.
Y supo lo que era la noche,
y supo lo que era el frío,
y supo lo que era la soledad.

Entonces en el bosque espeso,
enmarañado de hojas y de ramas,
escuchó el repentino vuelo
de quienes le querían mal:
los que no soportaban la luz,
los que huían siempre del Sol.

Volaron, merodearon,
dieron vueltas de cerca
y contra él se lanzaron.
Mostraron sus garras,
se llevaron sus plumas…

Pero el jilguero saltó a lo alto,
huyó a la Luna, huyó confiado,
y en un segundo se disiparon
cegados por la gloria celestial.
¡Huérfanos de la noche! ¡Pobres!…
¿Bajo qué sombra se esconderán?

Los riesgos pasaron,
el temor quedó atrás,
y al ver su Luna querida
tan diáfana y espléndida,
un himno de gracias
empezó presto a cantar.

Tenía el poder de una Reina:
todo enemigo se le rendían,
y hasta las sombras huían
ante su mirada fulminar.

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6. ¿Qué será de los demás jilgueros?

Buscó reposo por allá lejos
sobre la copa de una haya seca.
El dolor llegó a sus alas lento
y una duda le volvió a calar:
un recuerdo que era nostalgia,
una nostalgia que lo iba a ablandar.

—¿Por dónde volarán los pajarillos?
¿Sentirán la noche? ¿Sentirán el frío?
¿Volarán solos? ¿Acaso vivirán?—.

Y entonces comienza a piar,
pero nadie le responderá…
Y entonces comienza a cantar,
pero nadie se consolará…
Y entonces comienza a llorar,
pero nadie lo llega a escuchar.

No es que antes haya tenido mejor voz
sino que ahora la siente débil:
sin fuerzas para llamar a los suyos,
para cantar, para consolar… ¡Frágil!
Se siente nada, se siente pajarillo.

Mas llega un momento,
en medio de la obscuridad,
en que el sombrío párvulo
sobre sus lágrimas vuelve,
y al ver en su lágrimas plata,
mira al cielo y rompe a cantar.

Ve a la Luna campeando en lo alto
uniendo en la altura a los lejanos:
hacia allá van quienes están dispersos,
para revivir los momentos pasados
todo aquello que quedó atrás.

Se podrían decir tantas cosas,
pero no se dice ninguna;
sobran las palabras,
basta ahora contemplar.

—Luna que brillas en lo alto,
luz apacible, tranquila y serena:
luce sobre los nuestros de la tierra.
No los descuides,
no los desprecies,
no te olvides de ser luz,
no te olvides de ser paz.

¡Oh cantera de inspiración!
¡Oh fuente de consolación
que brillas sobre malos y buenos!
Tus destellos llegan lejos, muy lejos,
donde nosotros no podemos estar,
donde sólo llega nuestro corazón.

Eres manantial de consuelo
para este pequeño jilguero
de poca monta, de pocos recuerdos,
que goza queriendo mucho a muchos,
que solloza recordando poco a pocos.

Oh Alta, que brillas sobre todos ellos:
curas mi indigencia con tu grandeza,
mi escaso valor con tu excelsa ofrenda.

¿Y si tonto me olvido
de piar por alguien?…
¿Y si mi cabeza se daña
y no recuerdo a nadie?…
¿Y si tantas cosas pasan,
y tantas cosas me acaecen?…
Y si fuera lo que fuera…
no importaría nada,
porque existe la Luna,
porque existe el Amor.

Y si pasara lo que pasara,
y si muriera quien muriera;
Y si se dañara lo que se dañara,
y se pudriera lo que se pudriera…
No pasaría nada de nada,
Porque existe la Luna,
porque existe el Amor—.

¿Qué tiene de bueno un jilguero en la noche,
sino la Luna? ¿A dónde miraría este bribón?
Sin ella perecerá en el frío, en la obscuridad;
Con ella esperará la llegada del día, del Sol,
y quizá lo asalte una audacia,
mire arriba y se aventure a volar.

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7. La Luna y su eterna paz

—Luna que te ciernes entre las nubes,
entre las ramas bamboleantes,
entre las hojas temblorosas;
luz que llegas desmenuzada
a este rincón de mi vida.
¿Qué haces aquí, bella?
¿Por qué me visitas?

Me sorprendes en la noche
caminando calladamente,
tranquila por la eternidad,
derrochando mares de paz
por donde quiera que vas.

Sabes, impasible Astro,
que en este oscuro mundo
no se encuentra a menudo
nada de tu descanso,
nada de tu serenidad—.

Y es que la viña es la misma,
pero con la Luna es distinta:
las hojas se vuelven blancas,
el rocío gotas de plata,
y el río manso un bello cristal,
donde flota sereno el amor.

Las ramas crecen, se estiran al cielo,
con botones que se abren en cada punta;
son flores que brotan mirando a la Luna
esperando ansiosas que despunte el Sol.

También el pajarillo mira al cielo
aquel lugar donde halla el consuelo,
mira y mira, pese a sentirse indigno
de adentrarse en ese gran misterio.

Se sabe nada y menos que nada:
jilguero herido y mal encarado,
sepultado y olvidado, postrado y sin voz.
No, no se siente digno de lo alto.

Pero he aquí que la Luna lo mira
y con inmensa ternura
lo invita a volar. —¡Oh Luna!,
¿Acaso no ves que soy nada,
que soy indigno de tu Amor?—

La Luna sigue ahí,
lo sigue mirando,
y lo invita a subir:
Quiere que vaya
hasta su corazón.

Para el pajarillo la Luna es su todo,
y se alegra porque en el mundo
exista algo tan bello y luminoso,
que embellezca su miseria un poco.

—¡Basta que existas —le dice—
para que mi vida valga!—
Y es que en su nada
la Luna le basta:
su luz le colma,
su luz le calma.

—Sabes, Luna, en el fondo
poco importa que yo,
que soy nada y nada valgo,
sea tonto, pobre, sin corazón;
lo que importa es que tú,
que eres todo en todos,
seas luz, seas gloria, seas amor.

Basta verte excelsa, hermosa,
para que ya no me importe
ser tonto, feo y necesitado.
Eres la joya que engalana mi vida,
la suprema razón de mi orgullo,
el gran motivo de mi canto.

¡Luna, se mi pasión, se mi bien!
Se la hermosura que me falta,
se la riqueza que carezco,
se la que llene el hueco de mi pecho.
Se mi todo. No me dejes de querer—.

Y la Luna sigue ahí mirándolo,
con infinita ternura lo invita a volar.
Y este animalillo que se resistía
ya no resiste tan apacible mirar.
Y entonces abre sus alas heridas,
mira al cielo e intenta el vuelo.

Cae una vez el pequeño,
pero otra remonta su vuelo:
aún tiene bríos, aún guarda calor…
su sueño lo ha llenado de valor.
Mira al cielo, busca la Luna,
abre una vez más las alas…
¡y salta a la caza del Amor!

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8. Recortada entre las nubes

Tras el salto planea,
vuela bajo,
canta un rato…

—Canto a la Luna
escondida entre las nubes,
excelsa entre las estrellas.

A espasmos te veo,
nubarrones te tapan;
te recortan mis miserias,
una tormenta amenaza.

En el vuelo cierro mis ojos
y te prolongas en la mirada;
nací para amarte
y Tú para iluminarme
en las noches de mi vida,
en mi obscura soledad―.

Las nubes crecían, a ratos la tapaban,
y aún así él siempre la encontraba.
Descubría el camino al lucero oculto
viendo las nubes de cualquier lado:
sabía que la más nimia sombra aleja,
que el menor de los brillos acerca.

Del cielo cae una gota,
y detrás una lluvia,
y detrás un tormenta.
La gota tumbó su ánimo,
la lluvia tumbó su vuelo,
y la tormenta su corazón.

Por huirle al cielo,
en lastimero trayecto
tan afligida avecilla
dará contra el suelo.

El agua lo empapa,
un aguacero lo embarga;
hay lodo en sus alas
y tristeza en su alma.

Tirado en el piso,
un jilguero herido,
de sangre helada,
abre un ojo al cielo,
para ver la lluvia caer
y acaso al Astro asomar…

—Observa, Luna,
que yo no puedo
sino alzar la mirada,
buscar allá en lo alto
tu figura… ¡oh, amada!,
refugiarme en tus rayos,
que me llegan recortados…
saborear el recuerdo,
la dulzura y el consuelo
de un entrañable pasado.

¡Ay, Luna, que no me canse
ni un instante de mirar a lo alto:
que busque siempre tu virtud,
que encuentre siempre tu paz!

Luna, te quiero llena,
brillando entera
allá en lo alto…
alto, muy alto,
mirando al Sol,
derrochando gloria
por todo lado—.

Del cielo se suelta otra gota,
y una última detrás de ella.
El murmullo del agua cesa,
cruje la tierra, se despereza,
pero este pajarillo no canta.
Postrado en el fango anda.

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9. La noche del jilguero

Un canto es la vida del jilguero,
apenas una chispa de estrella
que pasa las noches titilando,
viendo al astro resplandecer
en las noches, en la soledad.

Un jilguero y la Luna
unidos en la soledad;
la gran Luna lo ilumina,
y el jilguero por instinto
de improviso echa a cantar.

—Luna centellante de la viña,
soledad del alma que me embarga:
brillas en la noche de mi vida,
irradias luz en mi obscuridad.

Mi único lucero,
mi único tesoro,
te veo para no morir;
mi esperanza y mi razón:
tu ida es mi estertor.

Este terruño vuelve a vivir
cuando tú lo miras;
y este pájaro vuelve a piar
cuando tú cerca estás.

Noches del alma,
tersura lunar,
reflejos pálidos
de un futuro mejor.

Fríos intensos
que calan con alegría,
bajo el manto de la Luna,
bajo los destellos del día.

Revivo, renazco una vez más;
bajo tu llama me animo
a volver a empezar,
a volver otra vez a amar—.

Dicen que la noche es para dormir,
pero el pequeño sólo tiene una noche.
Si duerme se le acaba la vida,
mas si canta pasará a la eternidad.

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10. A paso lento por la noche

Las estrellas son su séquito:
la siguen fieles a paso lento,
escalando con ella firmamento.
Caminan solemnes por lo alto,
vestidas de gloria celestial,
hasta en el horizonte encontrar
la omnipotencia del magno Sol.

Y el jilguero que la mira atento
en verdad no quiere sino seguirla,
volar al cielo y cortar el viento,
seguir el rumbo de la Reina
que va al encuentro de su Sol.

Sueños le parecen,
una empresa imposible…
¡Llegar a la Luna,
conquistar el amor!

—Luna pálida, Luna egregia,
que desde arriba atiendes
mi jolgorio y mi cantar.
Escúchame, Destello celeste,
no me dejes de alumbrar.

Una noche es mi vida
en la que no hay Sol;
yo sólo te veo, Luna,
reflejo vivo del Astro mayor.

Una noche es mi vida,
en una mala posada,
en donde sólo tengo
por brillo la Luna amada.

Medianera universal,
Luna que reflejas toda luz.
¡Oh princesa celestial
que atraviesas mi corazón!―.

Ahí continúa su mirar materno,
suave de formas y paciente de gestos.
Contempla sin cansancio a sus hijos;
no descuida, ni pasa por desapercibido
nada de sus vidas, nada de sus penas.

―Luna de quien he atrapado la mirada,
¡oh Tú que me miras sin fatiga
cubriendo mi enorme miseria
con un manto de perdón y bondad!
Me miras aunque no te mire,
te das aunque no lo merezca,
permaneces junto a mi
aunque yo huya de ti.
¿Acaso hay en el orbe
quien se ocupe más de mi?

A la criatura resulta imposible
soportar la justicia solar.
¿Quién podría resistir tanto fulgor?
Mas contigo hasta cabe enfrentar
el sosiego de tu mirar maternal
para exponer nuestra aflicción.

Por eso te quiero, por eso te amo,
por eso vivo muriendo por verte,
por eso muero sin verte amando.

Luna pura, Luna de plata,
no te oculto mi soledad,
ni mi frío, ni mi miseria,
ni que llevo dentro una pena:
la de no engarzar una flor
para entregarte al despertar—.

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11. Animarse a dejar el fango, a volar a lo alto, a cantar un canto

—Una vez alcé la vista,
y en lo alto te descubrí;
te vi y me enamoré,
me enamoré y me inquieté.

Preciosa, divina,
engalanada de fiesta,
inauditamente bella,
inauditamente lejana.

Te miraba y te quería,
Reina imposible parecías,
para contemplar y admirar,
pero no para tener y amar.

El viento zarandeó mi rama
apremiando con su embestida
a desplegar pronto mis alas,
a ser audaz, a volar hacia ti,
a dar un salto a la eternidad…—

La Luna insistía atenta
con su amable mirada:
¡Hoy, hoy, hoy… que no mañana!
¡Mira que el viento pasa,
que la modorra mata
toda ilusión, todo afán!

—Y dejé la tierra, el polvo,
el fango que me ata al suelo;
dejé todo ser y todo consuelo,
por enrumbarme al cielo…

¡Y volé, volé… volé!
Sentí verdadero vértigo
y también unos grandes deseos
de seguir subiendo y subiendo
al verte a ti, oh Astro del universo,
irradiando en mi firmamento.

Ando, camino, corro, vuelo…
tras tu estela de oro me elevo;
ya no te filtra ningún nublado,
pues voy a alcanzarte y vuelo alto.
¡Ahí estás… me esperas, amor!

Vuelo hacia Ti, apacible de plata,
a tu alrededor mi vida se gasta,
dando vueltas, subiendo a lo alto…
Mira, Luna, a ti llegaré un día
y tu tersa silueta será mi delicia.

Allá, a lo alto, subo a buscar
la descanso que no tengo,
la serenidad de tus ojos,
la tranquilidad de tu andar―.

Y en su vuelo la comarca otea:
abajo permanece más quieta
la viña tendida en la sabana,
y los enormes árboles, y la ría,
y un pueblo vacío de almas…
Son pequeñeces, son nada,
desde el día en que abrió sus alas.

―Desde que me despojé del barro,
y al fin con el viento vuelo,
las cosas grandes se ven chicas,
y, oh Luna, te ves más bella…
¡Mira, Luna, hacia ti me elevo!―.
Y el pajarillo se va al cielo,
pues el corazón lo lleva;
así es el amor verdadero
esbelto como el fuego,
que hacia lo alto trepa.

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12. Contemplarte en lo alto

La luz arrebata
al ave que vuela,
y el viento la eleva
a saborear su candor.

―Ya no te esconden las nubes,
te ves radiante en mi soledad,
y hasta escuchas mejor el piar
que rompe mi pecho al cantar.

Luna incorrupta,
íntegra y bella:
de inusitada pureza
en esta mi opacidad.

Tu mirada es profecía,
consoladora contemplación,
paz infinita para un jilguero
que embelesado sólo te mira
oh pulcra Luna de salvación.

Me llamas a volar,
a volar tan alto
que hasta a ti llegue,
y hasta al Sol contemple.

Y así pasan las horas,
y así pasa la vida,
y así paso pensando
porqué mucho me miras
desde tu sede peregrina―.

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13. Superando las más altas nubes

Y he aquí que cuando se sube
con frecuencia se topa una nube.

En las nubes todo le es raro:
las alas pesan, falta la vista,
desaparecen las estrellas,
y hasta del Amor buscado
sólo queda un reflejo pálido.

Siente la tentación
fuerte como ninguna,
de abandonar el vuelo,
de planear un poco,
de reposar un rato.

Al cuerpo le faltan las fuerzas,
A la cabeza asaltan mil dudas,
mas no dejan de batir las alas,
pues su enorme corazón le tira.
La Luna llama, no hay que parar.

Pronto ese diminuto esfuerzo,
el que un pajarillo puede dar,
tuvo la recompensa del viento.
Y con este nuevo empujón
sobre las nubes se encaramó.

Tan alto vuelo apabulló al jilguero:
la viña que empeñó su vida resultaba chica,
las nubes pasaron a ser una blanca alfombra
sobre las que se alzaban majestuosas cimas,
nevados impregnados del claro estelar.

Pero sobre todo la luz apabullaba:
las viejas estrellas que conocía
de repente se tornaron fogosas,
y millones de estrellas nuevas
habían salido de la oscuridad…
y la Luna ―¡qué Luna!―
como nunca radiaba.
Mostrábase blanca, blanquísima,
Cercana, grande, grandísima.

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14. La novia de la noche y su Majestad

En el vertiginoso ascenso
esta avecilla de nada
mientras volaba descubrió,
que entre más alto, más luz,
que entre más Luna, más Sol.

Si la Luna es gloriosa
es porque está hecha
de pura quintaesencia,
del germen de la vida,
de la excelsa luz del Sol.

La Luna existía para el Sol
y el Sol en ella se miraba.
La contemplaba llena…
¡A saber cuánto la amaba!

Ella era la novia de la noche,
vestida de blanco, ataviada de luces,
seguida de su séquito estrellado,
para ofrecerse en holocausto
apenas despunte la eternidad.

Desde tiempos inmemoriales,
e incluso desde mucho antes,
el Sol la había escogido
para darle por cometido
el de iluminar la humanidad
en estas horas de oscuridad.

Había nacido para ser Reina
que caminara con su pueblo
guiando, animando, iluminando,
mostrando la vía correcta,
anticipando la salida del Sol.

—¿Qué es la Luna —pensaba—
sino una joya donde reluce el Sol,
una radiante novia en la noche,
una mensajera en la cerrazón?—

Y viéndola le vino un consuelo:
a quien no puede ver al Sol,
por su inmensa indignidad,
le queda ver a la Luna,
astro espejo, de fulgor hecho,
de su Majestad el mejor reflejo.

—Luces espléndida, Luna,
pero pocos te miran:
así es tu hermosura,
y así nuestra locura.

¿Qué hacer con ellos, Luna?
¿Qué hacer para que vean
que tu luz no es otra
sino la del bello Sol?

Yo sé del Sol por la Luna,
conozco del Él por ella.
Desde entonces lo busco
y tengo sed de Él y de ella—.

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15. ¡Raya el alba!

La Luna lo mira y se enternece:
sabe que el alba raya antes
a quien por volar tan alto
mucha gloria merece.
Y como lo ama tanto
juiciosa le advierte:

—Mira pajarillo mio de nada,
mira briboncillo que por ahí vagas:
si las estrellas se apagan del cielo,
si mi hermosura llega a palidecer,
tu que fácil te afliges, no te aflijas,
tu que fácil te quiebras, no te quiebres.
Yo sigo aquí, las estrellas siguen acá,
Yo te espero, ellas te esperarán;
es sólo que el día va a amanecer—.

La hermosa Luna insiste,
continua en su llamado:
—¡Ven, pequeño, sube a mí!
¡No te pares! ¡Sigue aleteando!
¡Qué más quisiera yo
sino que estés a mi lado!—

—Luna que sales y luces entera,
presagias el día, la luz del Sol;
la noche acaba, el alba roza,
cuando en tus besos eternos
perdidamente me hundo yo.

Amanecerá, lo sé, llegará el día
en que se disipen las tinieblas,
en que huyan del Sol las sombras.
¡Raya el alba, alza tu mirada…
pon atención, que la obscuridad acaba!

¿Entonces, Luna, qué después de ti?
¿Qué después de esta aciaga noche
en la que fuiste mi fiel compañera?
¿Qué cuando aclare al fin el alba?
¿Perderé tu luz por siempre amada?

Entonces el jilguero que aguarda
cantará gozoso cuando vea al Sol,
volará al abrigo de templados rayos,
piando sin fin las locuras de tu amor…

Volaré, Excelsa, volaré bajo el Sol,
sobre estos campos cuajados en flor,
volaré sobre los frutos llenos de color,
bajo la luz radiante, bajo la luz del día
de quien ahora robas toda su alegría.

Espero, esperas,
la luz del Sol,
el fin de la obscuridad;
llegará, Luna, llegará,
el día sin sombras,
la luz sin recortes,
el fin de la espera,
el fin de la noche,
la alegría de la viña,
cuando raye el alba,
cuando al fin se cante
la última canción:
la canción, Luna bella,
la que te vine a cantar—.

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16. Fin del canto

Y así termina la historia
de un pequeño jilguero,
que un día saltó al cielo,
y en la Luna descubrió
que desde allá se veía el Sol.

 

Don Tiempo Cruel

Extracto del libro Juegos de pluma (2015)

— Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Otra técnica literaria es la personificación de un elemento de la naturaleza. Como los griegos lo hicieron en sus días, como Goya lo representó en su óleo y como tantos otros artistas, ofrecemos aquí una personificación más del tiempo, un poco negra, un poco jocosa.

Un estruendo destroza la paz del horizonte.

Vientos, nubes y alacranes huyen del lugar,

El sol apura el ocaso y el cielo pierde sus colores,

Pues ha llegado ya el señor Don Tiempo, de apellido Cruel,

Hijo de Efímero, hermano de la respetable Muerte.

.

La muchedumbre lo ve con terror…

El “gran verdugo” ha puesto el ojo en cierto pariente…

Camina, corre, atrapa su presa… Su hora ya ha llegado…

Lo aferra sin piedad y sorbe lentamente su frágil vida.

.

Don Tiempo es un caballero resoluto,

De largas barbas y de mirar violento.

De piel pálida y saco negro,

Con el que cubre al alma condenada

que no entrará en el cielo.

.

Si alguno le suplica un solo año de vida,

Descaradamente ríe, o simplemente lo ignora;

No se conmueven con llantos, ni deja acabar las tareas:

Es duro como el diamante, seco como el desierto,

Frío, insolente y seguro, aquél de quien todos dependemos.

.

Altanero sin igual, no respeta a nadie.

¡Malcriado insulso que roba cabellos,

que arruga rostros y nos deja achaques!

¿Quién le dio mi vigor? ¿Por qué no me lo devuelve?

.

No sé por qué trato yo con un señor tan caprichoso,

Que alarga de forma interminable las horas amargas

Metiendo eternidad en los instantes de dolor.

¿Por qué reduce a segundos nuestra escasa dicha?

.

Despiadado, ladrón, caprichoso;

Inexorable maremoto que nos arrasa.

Así es, no se lo perdono. Mas pese a todo

A Don Tiempo se lo ha de amar,

Al menos, claro está, mientras no se le ocurra

visitarnos con su hermana la del hacha.

Tiempo de regresar a casa

Este capítulo es un extracto del libro Filosofía explicada con canciones

Disponible en ebook y físico, en Amazon.

Durante esta pandemia casi todos nos hemos visto compelidos a recluirnos en nuestra casa, en aquellas paredes donde usualmente dormimos. Pero ese “regresar a casa” no siempre ha significado “regresar al hogar”. Dos pueden vivir en una misma casa, hermosa y grande, y al mismo tiempo tener dos historias separadas, como dice la cancion: «The house is filled with rare antiques, there’s marble on the floor / beauty all around us like we’ve never seen before», y a la vez echar de menos algo: «Now we live in a two story house whoa, what splendor / but there’s no love about» (George Jones & Tammy Wynette, Two Story House, 1980).

“Hogar” es algo mucho más profundo que una mera casa. De esto hablaré hoy, en el cumpleaños de mi madre, quien con mi padre ha sabido crear de una manera maravillosa un verdadero hogar luminoso y alegre, como san Josemaría quería que fueran todas las casas del mundo. ¿Pero qué es un hogar?

Casa y hogar

No es lo mismo construir una casa que un hogar. Mi padre que es arquitecto ha levantado muchas casas, pero solo ha construido un hogar. Con un poco de técnica, arte y ciencia se ponen unos ladrillos aquí, unas columnas allá, y se tiene algo más o menos digno para vivir. Uno puede habitar en cualquier lado. Los filólogos dicen que la palabra “habitar” viene del latín habere, que significa tener. En español “habitación” significa tanto un cuarto, como la acción de habitar. Cuando echamos nuestros huesos en algún cuarto, para vivir ahí, ese lugar se hace nuestro, lo habitamos. Un cuarto, una cueva, una carpa, hasta un cobertizo puede servirnos de casa.

Pero construir un hogar es algo muy distinto, de otras proporciones. El hogar es algo mucho más íntimo. Es «ese rincón de la tierra donde cada uno tiene la conciencia clara de ser él mismo, sin necesidad de actuar, de disimular. Cuando por la noche cerramos la puerta de nuestra habitación y nos quedamos a solas, aparece lo que realmente somos y nos enfrentamos sin máscaras a la alegría, el sentimiento de soledad o la tristeza, cansancio, etc. En casa, al fin, no hay miradas extrañas, todo nos es familiar, no hay que disimular»[1]. En verdad, «there are few things pure in this world anymore, / and home is one of the few» (O.A.R., I Feel Home, 1999). Si uno está alegre, uno puede estar Bailando sin salir de casa (Olé Olé, 1986). Y si uno está triste, en el hogar es donde uno derrama sus lágrimas.

El hogar se hace. «Daddy built it with his own two hands» (Blake Shelton, That’s What I Call Home, 2001). Por eso es emblemática la figura del padre protector: en la casa los techos nos protegen de la lluvia, en el hogar el padre nos protege de la adversidad. Esto también se aplica a la madre, y a cualquier miembro de la familia, porque todos allí están llamados a construir el hogar. Phillip lo explica así en una bellísima canción de cuerdas y batería: «Don’t pay no mind to the demons / They fill you with fear / (…) Just know you’re not alone / ‘Cause I’m going to make this place your home» (Phillip Phillips, Home, 2012).

No siempre hemos crecido en un hogar. Gracias a Dios me ha tocado nacer en uno muy cálido, pero esto no es fortuna de todos. Otras personas se pasan la vida buscando un hogar: «I’ve been searching for a place of my own / now I’ve found it / maybe this is home» (Switchfoot, This is Home, 2008). Mas es preciso convencerse de que todos tenemos ese mágico poder divino de convertir una casa, cualquier casa, en hogar. Madness hablaba de «our house, in the middle of our street / our house, in the middle of our» (Madness, Our House, 1983). Esto es bastante profundo. El hogar está en medio de las personas. ¿Cómo se lo hace? Con mil detalles, como la misma cancion lo recuerda: «Father gets up late for work / mother has to iron his shirt / then she sends the kids to school / sees them off with a small kiss» (Our House, 1983). Y en otra pieza se oye que en el casa «daddy gave life to mama’s dream» (Miranda Lambert, The House That Built Me, 2009).

Sobre todo es el amor lo que transforma unas paredes en hogar. Nada más profundo que estas palabras: «Mama said home is where the heart is / when I left that town» (Lady Antebellum, Home Is Where The Heart Is, 2008). Solo el Amor basta, diríamos parafraseando a una santa de Ávila. Con la gente amada, ¿para qué más? Con ella bien se puede cantar: «We’ll have a house party, we don’t need nobody» (Sam Hunt, House Party, 2014).

Sentido de pertenencia

En las canciones sobre el hogar, que son muchas por cierto, se repiten sobre todo dos ideas: el sentido de pertenencia a la propia casa y el llamado a regresar a ella. El sentido de pertenencia o “arraigo” es una inclinación natural de todo ser humano. Arraigo significa echar raíces, y donde uno primero las echa es en la casa paterna. «That’s where we grew up» dice la cancion That’s What I Call Home de Blake Shelton (2001). Pero luego esa inclinación «se amplía al lugar de origen, al pueblo, la propia tierra, el origen de mi estirpe»[2]. John Denver lo expresa muy bien cuando canta: «Country roads, take me home / to the place I belong / West Virginia, mountain mama / take me home» (Take Me Home, Country Roads, 1971).

De niño no sé cuántas veces canté «El patio de mi casa es particular» (versión 2017), pero solo hace poco he llegado a entender lo que significaba esta canción. ¿Por qué ese patio es tan particular? ¿Por qué es particular, si, como dice la canción, «cuando llueve se moja / como los demás»? Simplemente porque ahí nos agachamos y nos volvimos a agachar, porque hicimos molinillo, y el «corre, corre, que te pillo» con la gente querida de nuestra niñez, que lo eran todo para nosotros. Una nostálgica pieza instrumental de Ludovico Einaudi, titulada Dietro Casa (2004), nos vuelve a hablar de lo que está detrás de la casa. ¡Cuántas cosas hemos hecho allá! ¡Ahí crecimos!

«El hogar es ese lugar donde nos encontramos con nosotros mismos. En él guardamos parte de nuestro yo»[3]. Es justamente en el hogar donde encontramos nuestro refugio: «when life gets hard that’s where we go» (Blake Shelton, That’s What I Call Home, 2001). Uno puede guardarse dentro de unas paredes, de unos brazos, o de un rostro. «In your arms (…) It feels like home to me / Feels like I’m all the way back where I belong» canta Chantal Kreviazuk (Feels like home, 1999). Uno puede guardarse en el rostro de quien nos quiere, porque «when I see the faces that remember my own. / I feel home» (O.A.R., I Feel Home, 1999).

La pérdida del hogar

En muchas canciones se lamenta haber dejado el hogar. Aquello es como perder el origen, como perder la hoja de ruta de la vida. Tal pérdida arrastra a otras pérdidas: nuestro ideales y todas nuestras cosas también pierden sentido. Entonces, por ejemplo, se recuerda: «Oh mother tell your children / not to do what i have done / spend your lives in sin and misery» (The Animals, House Of The Rising Sun, 1964). Otra forma de perder el hogar es cuando la pareja se va de casa. Melendi lo lamenta de esta manera: «no hay manera de olvidar que sin tu interpretación / la casa no es igual (…). Me paso todo el día patinando / porque nuestra habitación ahora es de hielo» (Melendi, la casa no es igual, 2016).

Con la pérdida del hogar la persona inicia un proceso de extrañamiento o “alienación”, por usar la terminología de algunos filósofos modernos. Lo primero que se percibe es que «times have changed and times are strange / here I come, but I ain’t the same», como lo expresa nada menos que el tierno Ozzy Osbourne en Mama, I’m Coming Home (1991). Conforme pasa el tiempo la cosa se pone peor, porque esa alienación es progresiva y va invadiendo los arcanos entresijos del espíritu. «I wanna come home / and I feel just like I’m living someone else’s life / (…) And I’m surrounded by / a million people I / still feel alone» (Michael Bublé, Home). «Out here it’s like I’m someone else (…) / You leave home (…) I got lost in this old world and forgot who I am» (Miranda Lambert, The House That Built Me, 2009).

Fuera del hogar, la casa donde uno físicamente vive se convierte en un Temporary Home (Carrie Underwood, 2009) o, incluso, en algo que genera aversión. Sin hogar no hay razón para volver a casa. «I won’t go home without you», canta Maroon 5 (Won’t Go Home Without You, 2006). «She wants to go home / but nobody’s home / that’s where she lies / broken inside» (Avril Lavigne, Nobody’s Home, 2004). Y si no hay donde guardarse, entonces ya no se sabe qué hacer. «And I’ve got a strong urge to fly / but I got nowhere to fly to (…) / I’ve got a pair of Gohills boots / but I got fading roots», se lamenta Pink Floyd en Nobody Home (1979).

Camino a casa

Como quedó escrito, las canciones sobre este tema repetidas veces hablan del camino de vuelta a casa. El deseo de regresar puede encenderse con cosas las cosas más triviales: con una canción que escuchamos en la radio, con un recuerdo, con una pena… «The radio reminds me of my home far away /driving down the road, I get a feeling / that I should have been home yesterday, yesterday» (John Denver, Take Me Home, Country Roads, 1971). Y en otro lugar se escucha: «cuando te vi logré entender / cual era el camino / de vuelta a mi casa» (Gepe, Bacán tu Casa, 2012). Esta chispa prende una hoguera dentro de nosotros, la hoguera del hogar paterno. Las cosas se revuelven en el baúl de los recuerdos, donde el presente se compara melancólicamente con los años dorados. «I don’t know no town / like the old town. / Even when the miles are many / I feel like I’m still around / (…) That keeps me turning home» (David Nail, Turning Home, 2009).

No siempre es fácil desandar lo andado. La excusa resulta fácil: «I’m wasted and I can’t find my way home» (Blind Faith, Can’t Find My Way Home, 1969). A veces necesitamos una luz, alguien que nos dé un aventón, como lo sugiere James Blunt en Carry You Home (2007). No es fácil regresar a casa: muchas canciones lo cantan. Pero la música también nos hace esta pregunta:  Who Says You Can’t Go Home? (Bon Jovi, Jennifer Nettles, 2005). Quien después de escuchar «the Tears of a Clown» se decida a caminar, podrá repetir con una gran alegría «tell the world that I’m coming home / let the rain wash away all the pain from yesterday / I know my kingdom awaits and they’ve forgiven my mistakes» (Diddy & Dirty Money, Coming Home ft. Skylar Grey, 2010). Basta ponerse a caminar para cantar con alegría: «I’m going to the place where love / I’m going home / back to the place where I belong» (Daughtry, Home, 2006). «We’re going home. / If we make it or we don’t, we won’t be alone / when I see your light shine, I know I’m home» (Vance Joy, We’re Going Home, 2018).

Al final del largo camino aparecerá el hogar, quizá un poco trasmutado. «Now through the years a lot has changed (…) but (…) I thank God some things still remain» (Blake Shelton, That’s What I Call Home, 2001). Aparecerán unos padres que han esperado años, pensando y pensando en el hijo quizá un poco descarriado. Un par de canciones me recuerdan la entrañable parábola del hijo pródigo: la de Shawn Colvin, Sunny Came Home (1996) y la de Fine Young Cannibals, Johnny Come Home (1984). Si Jesús hubiera puesto música a la parábola, quizá hubiera pensado en alguna de estas melodías.

Uno ha de volver al hogar para guardarse en el calor de quien nos ama. «There’s a fire softly burning; supper’s on the stove / But it’s the light in your eyes that makes him warm» (John Denver, Back Home Again). Aunque el mundo nos lo reproche todo, en casa permanecerá alguien en quien confiar, y —no menos importante— alguien que confíe en nosotros. «This is home / belief over misery» (Switchfoot, This is Home, 2008).

Esto no termina aquí

Toda la vida es un caminar a casa. «This is my temporary home / It’s not where I belong (…) / This is just a stop, on the way to where I’m going / I’m not afraid because I know this is my / temporary home», dice Carrie Underwood (Temporary Home, 2009). No somos más que viatores, migrantes en busca de la propia patria, peregrinos de un largo viaje que termina en la eternidad. Toda la vida es un largo viaje a una casa prometida: «it’s just a long way home (…)  / ‘Cause really all we are is just pilgrims passing through / (…) ‘Cause our God has made a promise (…) ‘Cause he’s going to lead us home» (Steven Curtis Chapman: Long Way Home, 2011).

Ya hemos dicho que el hogar principalmente lo constituyen las personas. Si esta vida tiene sentido, si hoy andamos por aquellos caminos que llevan a casa, después de este largo peregrinar aparecerá nuestra verdadera casa, nuestro hogar con nuestra gente. «And then a thousand years and a thousand tears / I come to finding (something’s wrong here) my original crew / ‘Cause to me throughout eternity / There’s somewhere where you’re welcome to go» (O.A.R., I Feel Home, 1999).

Los ojos se cerrarán, y la luz llegará. Alguien nos dará la bienvenida. Nos dirá: «You have sacrificed much to be here (…) Welcome home from the bottom of my heart» (Dave Dobbyn, Welcome Home). En ese momento todo adquirirá sentido. Lo discordante encontrará concordia, y veremos que «all the colours are one» (ibid.). Entonces, solo en entonces, habrá que festejar en casa. Lo que en este andar era una aspiración («I’ll be home for Christmas / if only in my dreams» cantaba Bing Crosby en I’ll Be Home For Christmas), allá en el otro mundo será una realidad, porque «there’s no place like home / especially Christmas Eve» (Glen Campbell, There’s no Place Like Home).

* * *     * * *     * * *

Siempre se puede regresar a casa. Toda la vida es caminar al propio hogar.

¡Feliz día mamá!

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Atlanta, 21 de abril de 2020


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[1] Ricardo Yepes Stork y Javier Aranguren Echevarría, Fundamentos de Antropología, 5ª ed., EUNSA, Pamplona 2001, p. 88.

[2] Ibid.

[3] Ibid.

El arte de aprovecharnos de los defectos al escribir

Extracto del libro Juegos de pluma (2015)

— Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba.




La literatura hoy experimenta las cosas más locas y disparatadas. Lo que antes era considerado como una fea y censurable falta ortográfica, sintáctica o de vocabulario, hoy en ciertos contextos se lee con agrado. Se busca renovar la escritura y se experimentan hasta las “deficiencias”, omisiones premeditadas para causar efecto. Pueden faltar signos de puntuación, adjetivos, verbos, divisores, ilación de ideas… Esta difícil técnica exige conocer bien los defectos y luego, premeditadamente, usarlos cuando convenga, pensando bien cuándo sacarle partido. Aquí ofrecemos algunos ejemplos.


Una vida sin pausas (sin puntuación)

Un tropel de recuerdos arrollaba la mente de Alberto donde se acumulaban sin solución de continuidad la memoria de su esposa Amanda bailando en la fiesta de graduación del colegio y luego celebrando el final de la universidad cuando sonaba la música nupcial de Felix Mendelssohn junto a imágenes suyas vestida de blanco besándolo a él en la Iglesia y junto a otras muchas escenas del nacimiento de su primera y única hija de ojos negros que luego daba su primer gemido y más tarde decía aquella primera palabra tan añorada de papá y no de mamá y que tanto le habían golpeado en aquellos tiempos pero que ahora golpeaban aún más hasta las lágrimas al ver que todo eso se le iba frente a sí cuando Amanda le había pedido el divorcio expresado su deseo de terminar todo ese poema de rosadas nubes que él se había formado en lo alto del firmamento cuando la realidad de la tierra era muy distinta durante todos esos años en los que Alberto había cifrado alma corazón y vida en conducir su pequeño taxi para ganar lo justo para vivir y para poder ahorrar alguno que otro dólar de más a fin de que sus dos amadas gozaran de algún modesto número de comodidades que les habían sacado algunas pequeñas risas a ellas pero que también le había robado la vida a Alberto llevándose a una tierra sin retorno todos aquellos instantes felices al que todo ser humano está llamado por el simple y llano hecho de que su vida era un frenesí de trabajo sin comas puntos o puntos y coma o si acaso puntos suspensivos que pusieran una breve pausa para darse cuenta advertir notar o percatarse de que hay que cuidar lo que realmente importa aunque esto fácilmente se olvida pues el hombre bruto imbécil tarado rudo tosco necio obtuso torpe desmañado aturdido y lerdo que entonces se sentía recién se había enterado que por mirar con contemplaciones durante tantos años a un ridículo carro color amarillo de horrible letrero taxista no había puesto pausas en su vida y ahora Amada quería ponerle un punto final

Gala lunar (sin preposiciones)

Estrellas centellantes, chispas nocturnas,

ataviado séquito lunar girando alto:

Luna bella, Luna mía…

¡Oh Luna, oh majestad!

Tiempo pides, tiempo das.

Viéndote impasiblemente alta

nos sentimos diminutamente bajos.

Luna bella, Luna mía…

¡Oh Luna, oh majestad!

¡Qué pareja! (sin adjetivos, ni verbos)

Miguel y Satanás, Adán y Eva, José y María, María y Jesús. David y Goliat, Caligula y su caballo. Paris y Helena de Troya, Ulises y Penélope, Marco Antonio y Cleopatra, Juana la Loca y Felipe el Hermoso.

Dulcinea y Don Quijote, Don Quijote y Sancho Panza, Otelo y Desdémona, Calisto y Melibea, Cyrano de Bergerac y Roxane, Dante y Beatriz, Don Juan Tenorio y Doña Inés, Hamlet y Ofelia.

Tarzán y Chita, Batman y Robin, Clark Kent y Louis Lane, Peter Parker y Mary Jane Watson, Holmes y Watson, Romeo y Julieta, Doña Florinda y el Profesor Jirafales, Homero y Morticia Adams, el Gordo y el Flaco, Mr. Bean y su osito de peluche. Mortadelo y Filemón, Asterix y Obleix, Lorenzo y Pepita. Harry Potter y Lord Voldemort, Chip y Dale, Bart y Homero Simpsom, Garfield y Jon Arbuckle, Pinky y Cerebro, Oliver y Benji, Zipi y Zape, Tom y Jerry, Yogui y Bubu, Vilma y Pedro Picapiedra, Mickey y Minnie, Donald y Daisy, la Bella y la Bestia.

Unos para el bien, otros para el mal.

La pelea (sólo verbos)

Corro, vuelo, arranco,

cantando, gritando, delirando.

Lucho, peleo, ataco,

conquistando, creciendo, triunfando.

Jugamos fastidiándonos,

guerreamos disfrutando;

vivimos muriendo,

morimos gozando.

La marcha sobre el agua (sin verbos conjugados)

Pasos, lentos,

rápidos y más rápidos luego.

En el río de estos hombres;

sangre y agua, agua y sangre.

El fusil en una mano y en la otra una bandera.

Enemigos por doquier:

bajo el agua, en el aire, sobre tierra

y en la misma piel.

¿La lucha contra quién?

¿Cómo?, y, ¿por qué?

Vida de muchos,

juego de pocos.

Pequeña y apreciada vida,

en espera de su muerte…

¿Meta o lamentable suerte?

¿Razón de vivir, o amarga realidad?

La marcha sobre el agua:

contra el yo la guerra

y contra el tú la pelea;

el costo de la Libertad.

Una bandera en lo alto,

ondulada por el viento.

Una bala en el aire,

un cuerpo en el empedrado,

un fusil sin soldado.

En el piso un asta empolvada,

con su bandera destrozada.

El final para unos,

el comienzo para otros,

¿O acaso al revés?

Sonrisas y lágrimas sobre la cuna de un Niño

Este capítulo es un extracto del libro Filosofía explicada con canciones

Disponible en ebook y físico, en Amazon.

Alrededor de una cuna y un Niño

¡Cuánta expectativa crea el día en que cumplimos años! Es un día de balance donde miramos lo que hemos vivido y lo que nos resta por vivir, donde esperamos con cierta ansiedad alguna palabra de afecto de los seres queridos, porque estamos convencidos de que los cumpleaños han de vivirse en familia, entre amigos. Y por eso da cierta tristeza cuando ellos faltan. Podrían faltar por mil motivos: porque ya han partido de este mundo, porque viven lejos, por olvido, por negocios, por enfermedad… ¡Pero cuánta pena da cuando faltan por desafecto! Aquello hace sufrir lágrimas y apretones de dientes.

Quizá todos hemos experimentado algo de estos pequeños sinsabores de la vida, que la imaginación tiende a aguzar. Tampoco el Salvador, ni sus padres, dejaron de paladearlo desde el primer momento. Cuando Jesús nació quedaron lejos —en el distante Nazaret— sus vecinos y parte de su familia; es probable que en Belén estuviera algún pariente, pero con ninguno compartieron posada, ni la Escritura nos menciona nada de su compañía… nacía el añoradísimo Redentor de Israel, y solo les acompañaba un buey y una mula… ¿Cómo no se habrán conmovido José y María al ver a su Hijo nacido en soledad? ¡Qué tristeza! «¡Ay del Chiquirritín, / que ha nacido entre pajas! / ¡Ay del Chiquirritín, Chiquirritín!, / queri queridín queridito del alma», se duele un viejo villancico (Ay del Chirriquitín).

Lo peor es que la indiferencia que el Gran Cumpleañero sufre en su cumpleaños aún sigue campante: por doquiera se celebra una “Natividad” sin “recién nacido”, días y noches llenos de luces y decoración, de fiestas y juguetes, sin el motivo principal. Obsérvense cómo todo en esta fiesta gira alrededor de la infancia: véanse los arreglos navideños de colores vivos, los muñecos de nieve, los personajes típicos que muestran un halo mágico (el Primer Noel o “Santa Claus”, la Señora Claus, los Reyes Magos, la Befana en Italia, los duendes de Islandia, etc.); repárese en las sencillas tonadas y en las cándidas letras de los villancicos; mírense los dulces coloreados y los vistosos platos de estos días… Todo muestra un cierto aire inocente y festivo preparado para niños pequeños. En el fondo, todo gira alrededor de una cuna y un Niño.

Últimamente he tenido un sinsabor. En mi recorrido por las tiendas para comprar tarjetas típicas —“Christmas” le dicen en varios países, lo que viene de Christ Mass— no encontré fácilmente que las vendieran con la estampa del Niño Jesús. Finalmente un amigo me comentó que le había sucedido lo mismo, pero que después de buscar en muchos locales, logró encontrar una tienda donde se vendían docenas con un buen descuento. El cajero adujo que estaban tan baratas porque ahora pocos compraban tarjetas con motivos religiosos. ¿A quién se celebra hoy la Navidad? ¿Qué sentido tiene para la gente esta fiesta? Ante tanta indiferencia de esta sociedad, solo provoca cantar aquel villancico ecuatoriano: «si el mundo de ti se olvida y te deja abandonado / yo jamás, niño adorado, yo jamás te olvidaré», y repetirle al Dios Altísimo una y otra vez: «quisiera, niño adorado, enjugar en tus mejillas / esas lindas florecillas que el cielo ya marchitó» (En brazos de una doncella).

¿Cómo hacer para que esta sociedad recupere el sentido genuino de la vida? Así como el sentido de una flecha se encuentra en la mente del arquero, el fin de nuestra existencia hemos de encontrarlo en nuestro mismo origen. Hay que volver a la casa paterna para saber cuál es la razón de nuestra vida. Es preciso volver a ser niños, volver a recordar las anécdotas de nuestra casa, para descubrir quiénes somos. Necesitamos volver a oír aquellos villancicos que cantábamos cuando éramos pequeños para encontrarle sentido a nuestros cortos días. Hoy más que nunca hemos de repetir: «campana sobre campana / y sobre campana dos, / asómate a la ventana, / porque está naciendo Dios» (Campana sobre campana)[1]. Son canciones que hace mucho tiempo cantamos gustosos en familia alrededor de un sencillo pesebre, alrededor de una cuna, alrededor de un pobre Niño que era Dios. Hoy quisiera «que suenen con alegría los cánticos de mi tierra / y viva el niño de Dios / que nació en la Nochebuena» (Dime niño, ¿de quién eres?). Hoy querría yo recordarlos y cantarlos con la sinceridad de corazón que tenía a mis cuatro años, corearlos en familia, entonarlos con la alegría y el afecto de aquella edad. Pero no sé si seré capaz.

Jugando a proteger al Niño

Seguramente todos hemos sentido esa sensación de pequeñez ante quienes de veras queremos. Siempre se es pequeño ante el amor. La literatura y el cine recogen esta idea en mil historias: la Bella y la bestia, la Cenicienta, Notting Hill, Cirano de Bergerac… Este mismo sentimiento de poquedad es el que brota al contemplar a un Dios vestido en pañales porque nos ama. Los villancicos lo ponen de manifiesto. «Yo quisiera poner a tus pies / algún presente que te agrade, Señor; / mas tú ya sabes que soy pobre también / y no poseo más que un viejo tambor. / Ropoponpon, ropoponpon pon» (El tamborilero[2]).

Sin embargo, a diferencia de la literatura, el cine y la música, donde los amantes hacen gala de estar dispuestos a dar «el mundo entero, la luna, el cielo, el sol y el mar» (Jesse & Joy, Espacio sideral, 2006), en el portal de Belén el Niño no espera tanto. Dios se contenta con poco y los villancicos lo reflejan. ¿Qué se le ofrece al recién nacido? «Claveles y rosas», hospitalidad, calor, silencio, afecto y contrición. Y esto sí que podemos dárselo.

Así se comprende que se pida «cantad al Niño muy despacito» (En oriente ha nacido), y que se le diga: «quisiera, niño adorado, calentarte con mi aliento / y decirte lo que siento en mi pobre corazón» (En brazos de una doncella). En el afán por proteger al Niño hasta las barbas hay que cuidarlas. «Oiga usted señor José / no le arrime usted / la cara, que se va a asustar / el ­Niño / con esas barbas / tan largas» (Pastores venid). A veces se mencionan problemas imaginarios, como el de los ladrones. Al ver que «los gitanillos han entrado» y que «los pañales les han robado», se grita: «María, Maria, ven acá corriendo / que los pañolillos los están llevando» (Hacia Belén Va Una Burra, Rin, Rin). Como se ve, estas letras expresan el ánimo de hacer lo que buenamente podemos por este Niño. ¡Pero hay que hacerlo!

Camino para ver al Niño

Largo caminar es la vida, que se termina en un instante. Se puede andar por andar, sin saber a dónde va. De estos caminantes hay muchos. También uno puede ponerse camino al amor. Con el jolgorio de la Navidad se repite: «si me ven, si me ven, voy camino de Belén» (Burrito sabanero[3]). Y la alegría de previsualizar la meta nos anima a apretar el paso. «Con mi burrito voy cantando, / mi burrito va trotando» (ibid.).

Hemos de animarnos a emprender nuestro camino con el brío de un buen animal, con la prisa del que sabe que el tiempo se le acaba. «Arre borriquito / arre burro arre / anda mas de prisa / que llegamos tarde» (Arre borriquito). Se corre detrás de lo querido, se persigue un futuro mejor. «Arre borriquito / vamos a Belén / que mañana es fiesta / y al otro también» (ibid.).

Cada uno tiene su propio camino —¡qué curiosos algunos! ¡qué inesperado el mío!— , pero todos tienen la misma meta. «A esta puerta hemos llegado / cuatrocientos en cuadrilla / si quieres que nos sentemos / saca cuatrocientas sillas»; «saca una para mí / y otra “pa” mi compañero / y los que vengan detrás / que se sienten en el suelo» (La marimorena).

También la Virgen María tuvo su camino. De hecho, el último villancico mencionado alude justamente a ella. «Ande, ande, ande, la Marimorena» nos habla del camino de María, conocida en muchos sitios como “La Virgen Morena” o “la Moreneta”. Y no es vana la alusión, porque «a la huella, a la huella» a José y María les tocó andar «por las pampas heladas, / cardos y ortigas»; «solo le ampara, / los alientos amigos, / la luna clara» (Los Fronterizos, Huella pampeana, 1964).

El misterio de un Niño

La Navidad sigue encerrando un misterio, un misterio de luz, el misterio de un Niño. Tantísimas personas no saben de ningún recién nacido, y aun así recuerdan estos días de diciembre como días “luminosos”, quizá porque rememoran su propia infancia y el calor de un hogar añorado. Se sueña con una «blanca Navidad», con un «White Christmas»[4]. Muchas otras personas sí conocen del motivo de la fiesta, pero la celebran sin ese motivo. Jesús es para ellos un misterio. Finalmente, más intrigas genera este Niño luminoso a quienes le aman de corazón.

«Dime niño, ¿de quién eres? / todo vestidito de blanco», dice una conocida melodía. «En brazos de una doncella, un infante se dormía / y en su lumbre parecía Sol nacido de una estrella» (En brazos de una doncella). Hay quienes solo descubren la luz navideña, hay quienes descubren detrás de la luz, un niño; y hay quienes descubren detrás del Niño a Dios, pero no hay quien descubra los secretos del Creador. El misterio permanece. Solo queda contemplar este magno misterio infantil: «Es tan lindo el chiquito, / que nunca podrá ser / que su belleza copien / el lápiz y el pincel, / pues el eterno Padre, / con su inmenso poder, / quiso que el Hijo fuera / inmenso como Él» (Vamos pastores, vamos). Y, detrás del tierno rostro, el misterio de la cruz: «soy amor en el pesebre / y sufrimiento en la cruz» (Dime niño, ¿de quién eres?).

En el Belén la Luna recortada, las estrellas diminutas, los pastorcillos y zagalillos, las montañas de corcho, las plantas improvisadas, las ovejas deambulantes, «los peces en el río», la «fuentecilla que corre clara y sonora» (La Nanita Nana), junto al resto de personajes y edificaciones, son todo adorno de un centro luminoso: el Niño. Todos están ahí «por ver al Dios nacido» (Los peces en el río). Cada figura invita a recitar las glorias de Dios: «ven a cantar, ven a cantar / que ya llegó la Navidad» (Ven a cantar). También la gran estrella apunta al Niño. Quienes la siguen lo encontrarán y podrán clamar «alegres de corazón»: Adeste fideles laeti triumphantes Venite, venite in Bethlehem. Natum videte regem angelorum[5]. Pero como nuestras pobres voces no bastan, surge la necesidad de unirse al coro angelical que con voces sobrehumanas repite incesantemente desde aquel día Gloria in excelsis Deo[6].

En esta serenata humana y angelical de villancicos dedicada al Niño que es Dios, de repente se produce el silencio. La nana se ha dado cuenta de que «mi Jesús tiene sueño» (La Nanita Nana). Las figuras del pesebre dejan de moverse para contemplar en la máxima quietud la mágica escena de un niño adormilado. Todo «calla mientras la cuna / se balancea» (ibid.). ¡Poesía divina es el sueño de un Niño! Entonces cada uno dice en el fondo del alma, sin el más mínimo ruido de palabras: «duérmete, niño chiquito / que la noche viene ya, / cierra pronto tus ojitos / que el viento te arrullará» (Anton tiruliruliru). Se produce en el universo entero una «Silent night», una «Noche de paz»[7], una «Noche de amor». «Todo duerme derredor. / Luz en el rostro del niño Jesús, / en el pesebre del mundo la luz. / Astros de eterno fulgor, / astros de eterno fulgor» (Noche de paz).

Quería finalizar estas sentidísimas líneas —¡cómo me llegan al alma estos villancicos!— deseando a todos literalmente lo que dice una famosa canción de Boney M.: «¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad, prospero año y felicidad! ¡I wanna wish you a Merry ChristMass! ¡I wanna wish you a Merry ChristMass! ¡I wanna wish you a Merry ChristMass, from the bottom of my heart!» (Boney M., Feliz Navidad, 1981) (la transcripción es literal, solo he añadido un guión que le da un sentido más profundo) [8].

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba, Guayaquil, 20-XII-2019


[1] Campana sobre campana. Villancico anónimo de origen andaluz.

[2] El tamborilero. Villancico popular de origen checo, traducido libremente al inglés por Katherine Davis en 1941. Es uno de los villancicos más queridos en habla hispana desde la interpretación del cantante Raphael de 1969.

[3] Burrito sabanero. Compuesto por el venezolano Hugo Blanco en 1975.

[4] White Christmas. Clásico villancico escrito por Irving Berlin e interpretado por Bing Crosby en 1942, hoy traducido a 25 idiomas.

[5] Adeste fideles. Himno usado en la bendición durante la Navidad en Francia, España, Portugal e Inglaterra desde fines del siglo XVIII. Se cantaba en la misión portuguesa en Londres en 1797.

[6] Gloria in exclesis Deo es un himno litúrgico antiquísimo que glorifica el nacimiento del Redentor. Utiliza las palabras que los ángeles utilizaron para anunciar el nacimiento de Jesús a los pastores (Lc 2, 14).

[7] Stille Nacht, heilige Nacht fue compuesta originalmente en alemán por el sacerdote austriaco Joseph Mohr y por el maestro de escuela y organista austriaco Franz Xaver Gruber. Hoy la melodía difiere levemente de la original en las notas finales. Fue interpretado por primera vez el 24 de diciembre de 1818 en la iglesia de San Nicolás (Nikolauskirche) de Oberndorf, Austria.

[8] Feliz Navidad. Una versión muy conocida de la canción es la de José Feliciano.