La historia oculta de la mujer

Extracto del libro Juegos de pluma (2015)

— Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Un recurso utilizado en ocasiones es el de asociar la trama del relato con alguna pintura u obra de arte de reconocida fama. La presente historia lleva al extremo este recurso, al construir un drama a base de un collage de obras de arte que el autor halló en las callejuelas romanas. Aparecen aquí obras que, de suyo, en principio están desvinculadas y se exhiben en diferentes lugares, pero que engarzadas muestran la historia oculta de una mujer. Una bella técnica que mezcla las letras con la pintura, y tiñe de color todo el escrito.


Os voy a contar la historia de una persona que creía yo conocer bien, hasta que pisé esta Ciudad. Aquí en Roma descubrí muchos detalles de su escondida vida, en lugares absolutamente inesperados: mientras caminaba por sus empedradas calles, por sus iglesias, museos y catacumbas. La historia eterna grabada en sus paredes, en sus lienzos, en sus piedras.

Esta historia comienza en los albores del universo, antes de la constitución del mundo. Aparece plasmada en los altos frescos de la Iglesia Santa Maria in Ara Coeli[1]: Dios piensa, se deleita, en «la mujer». Aún no la ha creado y ya la quiere. La ve, la contempla encima de la Luna, encima de todo mal. Los ángeles no se quedan atrás en el deseo. Entonces se oye una voz, un triple “Quiero”. Se crea la luz y revientan los cielos en destellos, tal como lo muestran los óleos de Previati[2]. Se crea el universo. Los seres alados la ven y la esperan… ¡La esperan millones de años, con paciencia celestial!

Las edades de la tierra se suceden una tras otra. Amanece, despunta una nueva luz. De la fiesta del cielo nadie sabe. De la de la tierra, sí. Gaguardi la ha pintado en la Iglesia de San Roco[3]: Joaquín alza las manos mirando al cielo. Agradece la niña que le ha nacido, blanca, muy blanca. La pequeña está despierta, con las manos juntas, mirando a lo alto. Atrás Ana permanece recostada, sufriendo el postparto. Ella también mira al cielo, ella también intuye esa fiesta vedada a nosotros. Las parteras se ocupan de lo suyo: de lavar las telas, de verter el agua que cae fresca. Todo rezuma gozo.

En nada la niña crece. Comienza a hablar, comienza a aprender… Su madre le enseña a comportarse, a leer las Escrituras[4]. En ocasiones Ana levanta el índice —como lo muestra una pequeña estatua de mármol del Gesù— cuando quiere dar importancia a la explicación. María sigue creciendo y se introduce en las labores del ama de casa. Un cuadro de la Escuela Romana del siglo XVII la presenta en sus trece, bien sentada, con un cojín sobre la falda, tejiendo con sumo cuidado[5]. Es hábil, pero aún debe pulir el arte. A su lado la madre se muestra exigente, vigila que todo se haga con perfección. En realidad, por dentro se conmueve: es su hija y le está legando su saber. Le ayuda sosteniendo un ovillo, soltando a su tiempo el hilo.

La adolescencia llega, la adolescencia pasa, y llega el tiempo de declarar el amor. Dios envía su embajada y la embajada se prepara. Los artistas no suelen recoger este momento, el del instante previo a la anunciación. Yo lo he visto en la Iglesia de Santa Práxedes, en los frescos que adornan los portones. A la izquierda de las puertas el arcángel Gabriel se ha materializado, pero aún no entra a la habitación. Ha de entrar caminando. A la derecha ella, recogida, quizá medita alguna moción interior[6]. Ella también está preparada. El Espíritu Santo la ha preparado para la ocasión. Y entonces pasa lo que pasa, sucede lo que sucede…

Nueve meses más tarde nace un Niño, nace una era. Es Navidad. El tiempo se parte en dos. Gentes de todos los tiempos dirigen sus miradas a una cueva… ¡Qué bien recogen esas miradas los numerosos presepi romanos! ¡Cuántos de ellos nos vuelven a meter en ese querido rincón! Pienso ahora en el gigantesco presepio de Cosme y Damián, al que se adosan murallas y ruinas de diversos siglos, poblado de individuos de variopintos colores. No falta el panetiere abriendo la puerta del horno, ni un pescador acá en el río, ni un vendedor allá en el mercado, ni otro distraído, ni nadie. Pienso también en ese belén napolitano de Santa Maria in Via[7] repleto de personajes vestidos de tela, incluso dos típicos durmientes napolitanos, apelotonados alrededor de una Virgen muy arreglada, con el pecho protegido por un manto blanco para darle leche al Hijo. Y pienso en tantos presepi de Roma, cada uno con su nota original: una nieve que cae, un burro que mueve el cuello, una niebla… y hasta un travieso chaval estampando el típico grafiti italiano en los costados de un caserío.

Me ha llenado de contento encontrar en un rincón del Palazzo Venezia una antigua y bella talla que ostentaba el siguiente título «Anónimo, Puerpera, s. XV». Pertenecía al grupo «Natività di Cristo» de Wurts[8]. Recostada, con la mano en el vientre, se cubre del frío con un manto mientras contempla embelesada su retoño. Los teólogos afirman que fue un parto sin dolor, las Escrituran acotan que tuvo fuerzas para arrodillarse ante el recién nacido, ¿pero quién nos dice una palabra de las largas noches que María pasó en duermevela, pendiente de los llantos o susurros del Niño? De tantas horas no nos queda sino una talla arrinconada en una esquina perdida de un Museo.

Vienen después los magos con sus regalos, la persecución de Herodes, la matanza de los inocentes y la fatigosa huida a Egipto. Tras unos años de exilio, al fin llega el retorno a la entrañable y recordada Nazaret. María se reencuentra con su madre, ya añosa. Le da un largo abrazo y le presenta a su nieto, “Jesús”, que será el deleite de sus últimos días. En Santa María la Mayor encontramos la clásica escena de Ana cambiándole los pañales. La vida vuelve a su cauce normal y los ángeles vuelven a tocar la melodía cotidiana en esa Casa del pueblo, según se figura en los adornos de los tubos del órgano de Santa María de Loreto.

Pero lo normal en esta vida es que un día nos visite la muerte, como la visitó a Ana. Un óleo de Sacchi que pende en San Carlo ai Cantineri[9] recoge sus últimos momentos. Ana está por entregar el alma. La acompañan María, José, el Niño y otros familiares. Le faltan las fuerzas para contener ese agudo dolor abdominal. Mas sufre serena, viendo al pequeño que su hija le muestra. Una amiga llora, otra le ofrece una jarra con aguas aromáticas. Con un pañuelo han intentado disminuir la fiebre, aliviar el dolor, sin éxito. Ana se va.

Los días siguientes son pesarosos, la muerte atiza otros dolores como aquel anunciado por Simeón: y a tu misma alma una espada la traspasará. Presiente la pasión. El pincel de Bellini retrató la expresión de María inmersa en estos tristes pensamientos en un magnífico cuadro[10] que a ratos cuelga en la Gallería Borghese; solo a ratos, cuando no se exhibe fuera. La Virgen le cambia de ropa al Niño. Está seria. Disimula la aflicción. Por fondo una cortina teñida de verde esperanza y un árbol de escasas hojas que presagia la Cruz. Vale la pena ver el original, pues las fotos recogen mal los trazos de la brocha y aguan sus tonos pasteles. Basta estar unos pocos minutos frente al óleo para quedar cautivado. Guardo en mi estancia de trabajo una mala copia, pequeña, en la que me detengo cuando pesa el cansancio de la jornada. Sucede que en ese rostro cansado encuentro mi descanso. Una maravilla, en verdad.

Ya me excusaréis tanto entretenimiento en los primeros años de vida de la mujer, pero yo así la recuerdo siempre: doncella. Aunque me gustan los cuadros del Caravaglio, especialmente ese tenso Descendimiento de la Cruz[11] que plasma la humilde aceptación mariana del Sacrificio perpetrado, tengo contra ese cuadro que la Virgen aparece comida de años, vieja, demasiado arrugada. Me encantan las expresivas arrugas caravagliescas, mas yo prefiero verla a ella siempre joven, como en La Piedad. Muchas piedades se tallaron en el Renacimiento, pero solo una se reconoce rápidamente con ese título: la de Miguel Ángel. La Virgen no pasa de los dieciocho años, su rostro es bello, sereno; acoge en su regazo el cuerpo flácido, ya sin vida, del Hijo, que frente a ella resulta pequeño, casi un niño. La mujer se ha conservado joven, ha vencido al tiempo.

Por eso me gusta tanto la Dormición escenificada en una capilla de Santa María de la Paz[12]. Se trata de una talla a tamaño natural, vestida de fina seda blanca rematada con encajes, que yace en una urna de cristal. Su realismo suele impresionar a los visitantes, que en un primer momento creen encontrarse ante el cuerpo de una persona difunta. Los ojos arqueados de grandes párpados y la serenidad de la expresión, sin arruga alguna, encarnan los rasgos de una doncella. Descansa profundamente. Las manos cruzadas sobre el corazón parecen sugerir que ha muerto de mal de amores.

Doncella fue la asunta, doncella fue la mujer coronada en lo alto del Cielo por el gran Rey, doncella fue la aclamada por la pompa celestial, conforme la presenta esa magnífica obra de la juventud de Rafael Sanzio, que entre guerras y requisas ha dado botes por Perusa y París, y hoy se exhibe en la Pinacoteca Vaticana[13].

Esta es la historia que Roma me contó, con unos colores y matices que yo desconocía: la historia de siempre, la historia del eterno hoy.

 

[1] Frescos de la Iglesia Santa María in Ara Coeli sobre la vida de la Virgen María.

[2] Gaetano Previati, La creazione della luce, oleo, 1913 c., Galleria Nazionale d’Arte Moderna.

[3] Pietro Gaguardi, Nativitá di Maria, s. XIX, fresco de la Iglesia de San Rocco (via Ripeta).

[4] Cf. los frescos y cuadros de la Iglesia Santa Ana, Ciudad del Vaticano.

[5] Escuela Romana, La Virgen y Santa Ana, s. XVII.

[6] Frescos que cubren los arcos de las puertas de la Iglesia Santa Prassede.

[7] Belén napolitano del siglo XVIII, Iglesia Santa Maria in Via.

[8] Anónimo, Puerpera, s. XV, tallado en madera de nogal, policromado, Collezione Wurts (1933), Figura del grupo Natività di Cristo, Museo Nazionale del Palazzo di Venezia.

[9] A. Sacchi, óleo del altar del Tránsito de Santa Ana, 1630-1638, Iglesia de San Carlo ai Cantineri.

[10] Giovanni Bellini, Madonna col bambino, 1505-1510 aprox., (50 x 41 cm), Gallería Bhorguese.

[11] Michelangelo Merisi da Caravaggio, Descendimiento de la Cruz, 1602-1604, óleo (300 x 203 cm), Museos Vaticanos.

[12] La talla de la Virgen de la Dormición es del autor sevillano Ortega Brú.

[13] Rafael Sanzio, Coronación de la Virgen (llamada Retablo Oddi), 1502-1504, óleo (272 x 165 cm), Museos Vaticanos. Esta obra juvenil ha sido considerada la obra de Rafael más cercana al estilo de su maestro Perugino.

Publicado por Juan Carlos Riofrío

Jurista, filósofo, escritor, descendiente lejano del primer novelista ecuatoriano, Miguel Riofrío. Abogado, autor de trece libros, y profesor de derecho en varios países del mundo.

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