La cantina del cielo

Extracto del libro Juegos de pluma (2015)

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

El breve cuento es absolutamente un cuento: está lleno de color, poesía y lirismo. Y, sin embargo, recoge el drama de un irremediable suicidio visto desde el cielo. En sus cortas líneas muestra cómo la belleza angelical ―descrita con un cierto toque mágico― fue creada para servir a Dios sirviendo al hombre.


Entre las incontables nubes del firmamento terrestre existe una grácil y dilatada nube que oculta entre sus cúmulos dorados y rojizos un gran bar. Allí acuden en sus ratos libres los ángeles de la guarda que trabajan en la tierra; allí matan el tiempo disfrutando de sabrosos licores, dedicándose a los naipes y a otros recreos. Hay muchas mesas en esa cantina para tanto ángel que pasa por ahí. En la última inspección San Pedro contó seis mil billones de concurrentes. Y como el número de mesas, un billón, se había quedado corto para tanto asistente, se adquirió un par de billones más. Las mesas son redondas, forradas de verde terciopelo, y sin patas. Tampoco las sillas tienen patas. Todo en este bar se suspende en el aire. Por ahí pasan los ángeles más pintorescos: diminutos y ágiles querubines, astutos serafines… y no es raro ver a una que otra potestad desfilando con su yelmo de plumas rojas y arma de fuego. Los más poderosos seres alados gozan de un puesto especial en un cúmulo enaltecido con los más espirituosos vahos, donde transcurren charlando de lo más acomodados.

En una de esas de innumerables mesas que llenan los kilométricos pasillos del bar, donde apoyaba sus codos una estatua de un ángel fundido en brillante plata celestial, un as calló sobre otro y el señor de las alas largas, a quien todos conocían como Teodoro, bostezó estirando su portentoso plumaje celestial cuan largo era.

«Gané­», dijo lacónicamente. Teodoro echó un vistazo al ángel de plata que a su lado permanecía con las palmas bien acomodadas en la barbilla y los codos empotrados en la madera, y al ver que la estatua no se movía decidió recoger las dos cartas. En su profunda mirada de párpados caídos se asomaba la luz de una recóndita inteligencia capaz de intuir el inconmensurable valor de los detalles más nimios. Dios lo había hecho especialmente sabio y prudente para que fuera buen guardián de un mocito de la tierra que había nacido con taras mentales.

«¡Una vez más perdimos…!», respondió pensativo un querubín que encorvado se sentaba sobre la baraja. Era tierno y sutil, de preciosos ojos grandes y enchurado cabello rubio. Un instante después continuó: «¡…pero volvamos a jugar, Teodoro, que esta vez sí te vamos a ganar!».

Los dos serafines que jugaban en la mesa redonda supieron reprimir, por deferencia, la impulsiva carcajada que se cernía sobre el querubín; no así Teodoro, cuyos dientes resplandecieron vivamente en la efigie de plata.

El querubín había comprendido. Algo lo entristecía por dentro, lo decía el lento aletear de sus diminutas alas. Serpentinamente se elevó hasta el rostro de la figura fundida en el bruñido metal y le dijo: «¡Jacobo, es que esto no me gusta…!»

La estatua plateada súbitamente se derritió y sus labios parecieron de mercurio líquido. Los caprichos divinos habían fundido este ángel de plata de inusitada dureza, que solo se desleía ante las tristezas ajenas. «Pequeño querubín ­—le contestó—, ya hemos jugado tres mil doscientas cuarenta y cuatro veces!».

«Y tres mil doscientas cuarenta y cuatro veces les he ganado», replicó secamente Teodoro.

Uno de los serafines, el más gracioso de ellos, que estaba adornado de plumas multicolores y de furtivos haces de luz, tomó la palabra:

«Amigo mío:

¡Do jugamos,

do bebemos,

do lloramos,

do perdemos.»

Así habló Laus, el ángel bohemio y poeta. Era realmente una maravilla para su custodiado, el quejumbroso tartamudo que sufría en la tierra con su corazón de trapo.

«No, no es eso lo que me entristece —contestó el querubín. Yo, perdiendo, ¡hasta me divierto! Lo que me apena es estar aquí en la cantina. Me apena que el hosco individuo al que me tocó cuidar en la tierra nunca me invoca. Cuando lo veo taciturno y viejo quisiera inyectarle algo de mi juventud, pero se rehúsa, me rehúye, me repele. Hasta parece que no me quiere cerca…»

«¡Tales son los hombres

que hemos de cuidar,

insensatos, malnacidos,

hijos de la calamidad!», cantó Laus cobijándole la espalda del querubín con la palma de su mano.

Jacobo se volvió a derretir: «Ángel niño, si te rehúyen no es porque no te quieren, sino porque no te conocen. ¡Imagínate!, con lo egoístas que son los hombres, ¿cómo no te invocarían si supieran que tú puedes mover los montes a su gusto, o hacer llover fuego del cielo, o liquidar ciudades enteras si así te lo pidieran? En eso y en mucho más les serviríamos si tuvieran fe en nosotros.»

«En su ignorancia desconocen

que los favores que hacemos

bajo las nubes gustosos;

son gloria eterna y gozo,

para sumo bien de ellos,

para pacer de nosotros », concluyó el trovador.

«¿Qué crees tú? ¿Que estamos aquí porque queremos? ―interpuso Teodoro en displicente tono― ¡ya quisiéramos poder hacer más de lo que hemos hecho por nuestros custodiados! Lo que sucede es que simplemente no podemos hacer más.»

El querubín quedó confundido, y en cuanto acumuló algo de decisión voló dando tumbos hasta encararse con el gran ángel: «¿qué nos impide ayudarlos más Teodoro?»

«La libertad», dijo Teodoro.

«La libertad», dijo Jacobo.

«¡Oh, la libertad!», dijo Laus.

Como el ángel niño no entendió, el perspicaz salió a su paso:

«Oye, ¿sabes por qué Jacobo es de plata?»

El querubín lo negó con un gesto.

«Dios lo ha creado de un noble y duro metal para que sea el fuerte apoyo de una sentimental jovencita que hace unos momentos se ha intentado suicidar porque el novio la ha dejado. Mira…»

Teodoro extendió sus largas alas y batiéndolas produjo una gran ventisca que abrió el vaporoso piso de la cantina. Enseguida se mostró la tierra, y en la tierra una temblorosa muchachita de diecisiete años que gemía en su cama rodeada de su familia. La asechaban seis diablos que se reían a gusto de ella.

«Mañana en la madrugada ha de morir la muchacha que ahora se retuerce bajo los efectos del veneno.»

El querubín se volteó enseguida hacia el plateado espíritu para soltarle un desesperado arresto: «Pero Jacobo, ¿qué haces aquí? ¡Deberías estar allá espantándolos a esos miserables e intercediendo por ella!»

Laus intervino:

«¡Calma pequeñín,

que a su lecho fue a dar,

y si el alma fue ruin,

habrá de reconsiderar.»

Teodoro añadió: «La dosis ingerida fue muy alta, pero Jacobo supo conseguir de Dios que permaneciera consciente hasta el amanecer para que se arrepienta de sus pecados y expíe por ellos. Si no, no podrá entrar al cielo.» El gran ángel chasqueó la estatua de plata que agudamente resonó en los oídos de los jugadores de naipes. «Mira pequeñín, siendo él de tan noble metal y pudiendo transmitirle su fortaleza, y apartarle cualquier espíritu maligno, no lo hará si no lo invocan. Otra cosa sería atentar contra la bendita libertad de la muchacha

Todos se quedaron mirando aquella trágica muerte de la chica a través del nubloso hueco que poco a poco se iba cerrando con los impetuosos vientos de invierno. Luego de unos instantes el espectáculo quedó totalmente ocultado por las blancas y gruesas nubes de la cantina. Hasta ese momento la muchacha no había invocado a su ángel de la guardia.

«¡Algo tiene que poner ella de su parte!», dijo Jacobo, quien en seguida se secó hieráticamente.

«¡Así es la libertad!», concluyó Teodoro.

«Así es la libertad», dijo Jacobo.

«¡Oh, así es la bendita libertad!», dijo Laus.

Y el silencio imperó en la mesa por varios minutos. Por fin el querubín intervino:

«¡Juega otra vez! Total, aquí tendremos que seguir esperando hasta que un mortal nos invoque

En vaga mirada Teodoro oteó los extremos de la mesa y conmovido por la inocente cara solícita del querubín, accedió. Estiró la mano para coger el naipe y el querubín tuvo que escabullirse de entre los dedos del portentoso ángel para salvarse de ser repartido con las cartas.

Así comenzó el juego tres mil doscientos cuarenta y cinco, en la mesa dos billones cuatrocientos once de la cantina del Cielo, en espera de que algún buen hombre se decidiera a invocar, aunque sea por casualidad, a su bendito ángel custodio.

Publicado por Juan Carlos Riofrío

Jurista, filósofo, escritor, descendiente lejano del primer novelista ecuatoriano, Miguel Riofrío. Abogado, autor de trece libros, y profesor de derecho en varios países del mundo.

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