Otra novia vestida de blanco

Extracto del libro Juegos de pluma (2015)

— Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

En la presente narración se lleva al extremo la técnica de «historia sobre historia», superponiendo unas sobre otras una gran cantidad de historias. Esta técnica se describe con más detalle dentro del mismo cuento que a continuación se presenta.


Los siguientes eventos se desarrollan en un escenario bastante familiar: una sala sin muchas luces, un viejo diván ocre de tres puestos con sus cojines planos y gastados, iluminado por una estilizada lámpara de tubo largo y alto. Sobre el cojín derecho descansa una cámara de fotos, sobre el izquierdo un cuarentón despeinado y sin afeitar, de chaqueta deportiva y jeans clásicos. Tiene en sus manos un viejo álbum. Por sonidos están los que hacen las páginas del álbum al pasarse; por olor los de una habitación húmeda; por sabor la melancolía. Todo es casero, entrañable, salvo una cosa: aquel largo y pesado revólver de ocho tiros que se hunde en el cojín de la mitad del diván.

Darío pasa las páginas del álbum sin detenerse mucho. Ya ha visto las fotos de su niñez, de su familia, de sus abuelos… ¡El abuelo Emilio! ¡Ese abuelo que un día le regaló su primera cámara fotográfica! Lo quería y lo odiaba. Aunque estas imágenes le solían inspirar tantos recuerdos, esta vez no le arrancaron un solo suspiro. Luego vienen las fotos del colegio, los primeros amigos de veras, el primer amor… Y aquí sí se oye un suspiro. Mas no se detiene en la chica. Las hojas siguen pasando, la adolescencia queda atrás. Llega la graduación, la universidad, los estudios de fotografía… Las páginas del álbum marcan paso lento al llegar las primeras fotografías que Darío tomó como profesional. Desfilan varios paisajes marítimos, ciertos ángulos curiosos del mercado del pueblo… fotos tomadas bajo el agua a niños zambulléndose; fotos de glaciales azulados, de cielos rojizos, de llanuras rocosas… ¡de la Luna! Sí, una enorme Luna silueteada por la sombra de un jilguero que posa sobre una rama…

—¡Espléndida!… ¡Espléndida y sencilla!

La siguiente página del álbum muestra una foto en la que se detiene. Hay mucha gente, muy elegante. En el medio está Darío con los brazos abiertos, abrazando a su madre y a una alegre pelirroja vestida de rojo. En su pequeña y delicada mano destella la luz, la luz que un anillo de brillantes reflejó con el flash. Es atractiva, mas no se fija en ella. Su vista se ha clavado en el diploma de la Academia de Bellas Artes que su exultante abuelo procura mostrar bien a la cámara. Darío revisa si se alcanza a leer la frase: a la mejor fotografía del año. Pero no, las letras son muy pequeñas. Lo lamenta. Baja la mirada sobre la misma página del álbum buscando la foto ganadora del premio y la encuentra. Ahí está, donde siempre. Ahí sigue la foto galardonada, la que cambió su vida. Se queda mirándola unos momentos.

—¡Qué espléndida! ¡Esta sí salió bien!

Esboza una leve sonrisa, una mueca mínima que pronto se sume en las profundidades de un rostro lleno de amargura. Hasta ese momento ninguna foto había merecido tantas palabras. Los minutos pasaban sin sentirlos mientras Darío contemplaba esa descolorida foto. Las páginas ya no pasaban, la habitación ya no olía, ni sonaba nada, excepto ese pausado y cadente respirar melancólico que tenía Darío al mirar esa foto. El mundo dejó de existir por unos momentos. En su cabeza volvió a recrearse la escena fotografiada: el abuelo Emilio frente a la antigua y enorme radio de antena larga, la ventana, las cortinas, la luz…. e incluso volvió a escuchar el viejo programa dominical que había deleitado tantas horas matutinas del abuelo.

La foto era rara. Enmarcaba entre dos cortinas al abuelo, al sofá y a la radio. Desde lo alto provenía una curiosa luz que le daba un aire espiritual a la estancia. Darío nunca pensó tomarla de esa manera por razones técnicas. Salió así por simple casualidad. De hecho, al abuelo Emilio no le gustaba que le tomasen fotos, menos aún escuchando la radio. Con tantos años a cuestas se conocía bien: sabía que pecaba de emotivo, que sus arrugas mostraban caras chistosas cuando le contaban una historia de suspenso, o de miedo, o de amor… y sabía también que todos se reirían si lo llegaban a sorprender oyendo su programa de radio favorito. Por ello, Darío tuvo que ingeniárselas. Un domingo bien de mañana dejó abierta la ventana de la sala de estar y sus cortinas; salió, se escondió bajo ella y esperó. Al rato oyó los pasos del abuelo, la radio encenderse, el sofá crujir… Aguantó en cuclillas algo más, y cuando lo creyó oportuno se alzó sigilosamente. Astuto no apuntó la cámara directamente sobre el viejo, lo que lo hubiera alarmado y liquidado el proyecto. Prefirió dirigir el cañón de la cámara hacia el gran espejo de la estantería que adornaba la pared central de la sala. Entonces sí que pudo captar a su abuelo y a la radio, ambos reflejados en el espejo. La cámara hizo “click”, el obturador se abrió y se cerró, y Darío se volvió a agachar sin ser descubierto. Días más tarde, al revelar la foto, se percató que el sol matutino había entrado a la casa y se había reflejado en el espejo, causando ese curioso haz de luz que al fotógrafo tanto le complació.

La foto capturó al abuelo en su peor momento: ¡mientras lloraba a moco tendido! Echaba lágrimas mientras escuchaba el mítico programa “Tu Taller Literario”. Su mano posaba tiernamente sobre la radio, las arrugas destempladas de su cara mostraban la pena del alma. Con su aire espiritual, con su exposición sobre cortinas de encajes, la foto resultaba tremendamente chistosa. Sin comentarle nada al abuelo, ni pedirle permiso alguno, Darío la presentó al concurso de fotografía de la Academia de Bellas Artes, donde justamente su abuelo Emilio daba clases de revelación de rollos fotográficos. Como ahí todos conocían bien al viejo, es fácil suponer porqué Darío terminó ganando el primer premio.

—¡Qué espléndida! —repitió.

Antes de pasar la página, en su interior escuchó una pregunta que hasta entonces nunca se había hecho: ¿por qué lloró el abuelo? Habían pasado más de veinte años desde que Darío tomó esa foto, y nunca se lo había cuestionado. Durante todos esos años lo único que le interesó fue reírse del viejo y alardear con el premio. Los sentimientos del abuelo le traían sin cuidado. Ahora, cuando ya había muerto, se interesó por el asunto.

Si bien el abuelo Emilio a su avanzada edad era sentimental hasta los tuétanos, Darío no recordaba haberlo visto llorar en ningún otro programa de radio. ¿Por qué lloró, entonces, justo el día de la foto? ¿Alguna pena oculta? ¿Acaso fue muy sentimental el programa que se transmitió en esa ocasión? Darío recordó que momentos antes de la foto había visto al abuelo radiante, bien dispuesto de ánimos para escuchar su programa dominical. Por tanto, la causa no era la de una pena secreta. Seguramente era el programa. Sí… cabía la posibilidad de que una pena oculta del abuelo hubiera sido azuzada por la narración del locutor de la radio, Fabiano.

Darío escarbó en su memoria y ahí fueron apareciendo los capítulos que recordaba haber escuchado a Fabiano. El programa titulado “Tu Taller Literario” era una modesta emisión radial donde se leían y analizaban las historietas que el público enviaba. En un domingo Fabiano podía leer con su voz de pito dos, tres o hasta cuatro de esas historietas, según fuera larga o corta su extensión. En general se escuchaban cuentos simplones, sin gran calidad narrativa; a Darío todas esas historias le resultaban patéticas. Su memoria registraba a disgusto la historia de un mafioso italiano contada en un caótico orden, un relato futurista que no concluía, la absurda narración de un desquiciado grupo scout que disfrutaba contemplando la muerte de uno de sus miembros, o la grimosa descripción de un niño pobre muerto de frío en Nochebuena… Todas esas historias del charlatán de Fabiano le resultaban insoportables. Entonces, ¿por qué lloró el abuelo?

De repente recordó que el día de la foto, a la hora del almuerzo, el abuelo había hecho varios comentarios sobre el programa. Estaba admirado porque la voz de Fabiano se había resquebrajado a tal punto, que fue incapaz de terminar de leer la historia del día. A parte de esto, Darío no recordaba nada más de aquella conversación. Después no recordaba nada extraordinario: había revelado la foto, la había presentado al concurso a escondidas… pero entonces el abuelo se enteró, le quitó el saludo, la palabra y hasta la mirada, y nunca más se volvió a hablar del tema hasta la premiación.

Darío volvió a ver la foto del diploma con su abuelo sonriente y volvió a extrañarse. Nunca se explicó por qué el viejo, después de odiarlo tanto a él, pasó a amarlo locamente cuando la abuela le informó que su nieto había ganado el primer premio de la Academia.

Durante unos minutos su memoria voló sobre los recuerdos del abuelo sonriente, del abuelo llorón, del almuerzo, de la voz resquebrajada de Fabiano, sin llegar a nada nuevo. De repente vino el chispazo de una idea. Bajó la mirada sobre su chaqueta deportiva, metió sus manos en su abultado bolsillo y sacó de ahí un Blackberry. Lo encendió, tecleó tres teclas y se conectó a Internet. Tecleó otras tres y apareció Google en la pantalla. En el recuadro de búsqueda pulsó «fabiano», «tu taller literario», enter, enter… y… ¡Bingo! ¡Comenzaron a aparecer, uno tras otro, los títulos de los capítulos del programa dominical! En nada la pantalla se llenó de títulos, mientras seguían entrando más líneas en la memoria…

Leyó una docena de títulos: Don Tiempo Cruel, Books, Historias de fogata, Por la paz de la Sicilia… En eso recordó que poco después del buscado capítulo de la foto, Fabiano dejó de transmitir su lamentable programa. Por eso, el capítulo debía de ser uno de los finales… Se fue al final de la página Web y siguió leyendo títulos, esta vez de abajo para arriba: Un toro llamado verdad, Cuentos miniatura… Historia sobre historia (parte 1) (parte 2).

Ese último título le resultó muy sugestivo. Era el único que se partía en dos. Si había un capítulo que merecía partirse en dos, ese era el que había hecho llorar al abuelo. Como le había escuchado a Emilio, en esa ocasión a Fabiano se le quebró la voz y le faltaron fuerzas para terminar de contar la historia. Casi seguro la habría terminado en la siguiente sesión. Bajo esta intuición, fue con los botones hasta la “parte 1” y entró.

*** *** ***

Capítulo 17: Historia sobre historia (parte 1)

   Bienvenidos, queridos amigos, a otra edición más de “Tu Taller Literario”. Esta mañana nos reunimos una vez más para escuchar otra emocionante historia escrita por vosotros, queridos amigos. Hoy la seleccionada ha sido una historia que me conmovió hasta las lágrimas. Curiosamente llegó a nuestra Radio sin firma alguna. Sí, el texto es de un escritor anónimo. Este desconocido personaje firma con un raro pseudónimo: ¡Gamaliel!

¿Por qué se esconde bajo tan raro pseudónimo? ¿Por qué no deja que nadie conozca su verdadera identidad? ¡Gran pregunta, amigos! ¿Quién la responderá? Dicen que los escritores se esconden en sus escritos y no gustan ser descubiertos por el ojo avizor. A lo mejor esta ha sido la razón del pseudónimo: ¡ocultarnos quién es verdaderamente Gamaliel! Sí amigos, cuando escuchen su historia verán porqué digo lo que digo…

Sin más circunloquios pasemos, pues, a leer su sorprendente escrito. Y la historia comienza así:

Funesta era la noche del escritor, lúgubre como ninguna. La carta que Henry acababa de leer había desmoronado toda esperanza y, con ella, el mismo Henry se desmoronaba. La Editorial que había publicado sus primeras novelas —la única que había accedido a ello— se negaba por enésima vez a publicarle otra más. Hay negativas y negativas; esta última, en su lacónica parquedad, era la más radical: “Estimado Henry: Lamentamos no poder editar, publicar o distribuir sus obras. Las anteriores solo han arrojado pérdidas. Cordiales saludos, La Editorial Kaos”.

Ya pasado de números rojos en su tarjeta de crédito, Henry sabía que ahí terminaba su carrera de novelista, aquella que en sus años mozos le parecía tan prometedora. Ahora tenía que dejar descansar la pluma, enterrar los ideales —¡quién sabe por cuánto tiempo!— y buscar un trabajo cualquiera para mantener a su esposa y a su pequeño hijo. Lo sabía bien. Pero como aún conservaba el alma de escritor, sintió nuevamente el impulso irresistible de escribirlo todo, de redactar una última hoja que recogiera bien su pena.

Henry tomó por última vez su plateada pluma tubular y se dispuso a redactar su testamento en forma de cuento, de un cuento emplazado en un tiempo y en un espacio tan lejanos, que nadie pudiera asociarlos con él. Esta vez sí tenía claro qué quería escribir. Alzó la mirada y al instante la bajó sobre el papel para escribir el título: “El ángel de la doncella”. Volvió a alzarla otro instante y enseguida la bajó de nuevo sobre el papel, y no volvió a alzarla mientras tuvo tinta. Escribió rápido, sin parar, casi sin respirar, las siguientes líneas:

«Hace muchos siglos, tantos que nadie se puede acordar, dentro de un bello monasterio construido en una isla perdida, vivió un monje celta. Desde pequeñito este personaje había amado de sobremanera a la Virgen de su pueblo. Por ella entró al convento. Nunca nadie supo su nombre. Cuando se cumplió el tiempo del noviciado e hizo la profesión de fe, adoptó el apelativo de “Fray Irnerio de la Niña María”.

Fray Irnerio entró al monasterio abrazado de una pequeña talla de su Virgen amada. Entró arrastrado por un ideal, por una idea obsesiva que lo llevó a recluirse día y noche en su celda. No salía ni para comer. Viéndolo tan flaco y demacrado, sus buenos hermanos le llevaban la comida para que al menos no desfalleciera de hambre. Él no pedía alimentos, aunque los agradecía; a él solo le interesaba que le trajeran pergaminos y tinta, muchos pergaminos, mucha tinta.

Mientras había luz en su celda, Fray Irnerio se dedicaba a mirar la talla que posaba sobre su mesa y a escribir acerca de ella. En el pasillo se oían los puntazos que su pluma de ave daba sobre el pergamino. Obsesionado por escribir a toda prisa, Fray Irnerio daba golpetazos en cada letra. Apuntaba con fuerza letras, palabras, frases, versos, poemas… Necesitaba escribir rápido, a toda costa… Pensaba, cada vez con más convicción, que sus años en esta tierra no serían suficientes para escribir todo lo que tenía que escribir. Durante el día escribía, durante la noche imploraba luces y vida suficiente para terminar su obra.

Y en esta obsesión se esforzó tanto, que se le fue poniendo mal la cabeza. Y se fue dando cuenta de su mal, y de que la obra no la iba a terminar. Pero su terquedad espoleó los ánimos y se lanzó con más ahínco aún a seguir escribiendo a toda prisa, a seguir narrando en verso los pormenores de la vida de su niña amada. Y se fue poniendo peor de cabeza, peor de ánimos, peor de salud. Y perdió el apetito, mas no dejó de escribir.

Entonces, cuando ya por el cansancio y la jaqueca no pudo más, paró. Se detuvo unos días a comer cuanto no había comido, a leer cuanto había escrito. Y al revisarlo le entró una profundísima depresión de la que ya nunca más saldría. ¡Había escrito tanto y con tanto sentimiento, pero todo era poco y malo! Los poemas no reflejaban ni pálidamente las gracias de su excelsa y gloriosísima Virgen María.

Intentó un rato retocar algunos versos, precisar ciertas expresiones, controlar la métrica, las cacofonías, las asonancias… y en ello se repuso un poco. Pero al releer los versos desde el principio, recayó en una mayor depresión. No, no tenía talento, no estaba a la altura de tan magna obra. El dolor de cabeza arremetió con mayor violencia y se hizo evidente que no le quedaban fuerzas para acabar su deficiente obra.

Una buena noche, cuando todos habían entrado en sus celdas, los hermanos vieron de reojo que de la celda de Fray Irnerio salía una extraña luz, cada vez más intensa. Alguno divisó un poco de humo que se perdía en el cielo. Los que estaban más cerca del hermano incluso escucharon algún lamento suyo, y luego unos plumazos dados contra el pergamino y, finalmente, en todo el monasterio se oyó un grito tremendo de dolor y un fortísimo golpetazo contra la mesa.

Tan fuerte fue el grito, que al instante todos los monjes salieron de su celda y se congregaron en torno a la de Fray Irnerio para ver lo sucedido. Para su sorpresa, encontraron su cuerpo en un precario equilibrio entre la silla y el escritorio: en la silla se apoyaban las posaderas, en la tabla del escritorio posaba la frente. Era como si se hubiera desmayado sobre la mesa. No se caía de milagro: la cabeza apoyada en la mesa lo evitaba. Los brazos colgaban flácidos casi hasta tocar el piso, donde había caído la pluma derramando toda su tinta. Había muerto. La mandíbula abierta por el peso del cráneo lo certificaba.

A su lado encontraron una montaña de cenizas: eran los restos de la montaña de pergaminos que Fray Irnerio había acumulado durante su larga obsesión. La obra maestra de su vida había sido reducida en una noche de locura a una pequeña montaña de cenizas.

Pese a todo, los monjes se alegraron de encontrar en la mesa, a los pies de la talla de la Virgen de su pueblo, un pequeño pergamino que se había salvado de las llamas. Recogían las últimas letras que su demencia había redactado. Quedaban como un testimonio de su vida, como un testamento para el convento, como un epitafio para su tumba. El superior tomó el pergamino, lo desenrolló y procedió a leerlo a la comunidad con suma solemnidad, acercando la vista al texto de cuando en cuando, para descifrar qué decían aquellas temblorosas letras.

En la celda se escuchó lo siguiente:

   Soy como el poeta que se sienta a escribir el más maravilloso poema de amor para su amada, pero he aquí que cuando comienza a escribirlo se da cuenta que le faltan las palabras, y no sólo las palabras, sino también las ideas, y las formas de decir, y la técnica… ¡y el tiempo! Y al final se da cuenta que no es un buen poema el que ha redactado para su amada.

   Soy como el pintor que en un rato de paz busca los colores, el lienzo, los pinceles… y pensando en la más hermosa de la mujeres comienza a bocetearla, pero he aquí que al empezar los primeros esbozos se da cuenta que no están bien trazados, y conforme continúa la obra se percata que su arte es muy deficiente para plasmar la mucha belleza de la mujer.

   Soy como el escritor que dedica años y años a escribir la obra de su vida, aquella en que narrará la hermosa historia de su amada, pero he aquí que al comenzar a escribirla se queda corto en años, y no alcanza a retocarla todas las veces que quisiera, y al final sale una obra inconclusa que sólo refleja malamente el amor.

   Por eso soy como la flor pequeña y efímera que se recoge en el campo, y se deja a los pies de la mujer para que ahí muera luego de un día o dos. Una flor pequeña expresa bien la miseria del hombre que ama y la entrega de su corta vida. Una flor pequeña, sí, porque las reinas también se adornan con una pequeña flor.»

[La trasmisión del programa se paró aquí. Por causas desconocidas a la emisora, el locutor Fabiano dejó de leer el cuento del día. Para ver el final de la historia, teclear “parte 2”.]

*** *** ***

—¡Qué memez! —musitó Darío, pensando en lo estúpido que era creer en virgencitas, angelitos o en cualquiera otra majadería espiritual.

Sin prestar más atención al asunto, dejó el Blackberry junto al revólver y volvió a su viejo álbum. Pasó de página y aparecieron varias fotos de parranda, unas con sus amigos de la Academia, otras con la familia; más allá un close up de su cara pegada a la de la pelirroja… Pasaron más páginas y de nuevo la pelirroja: celebrando en un bar, corriendo en la playa, riendo en la casa, entrando a una iglesia gótica con velo blanco de larga cola… Estas páginas y las siguientes de la boda, la fiesta y la luna de miel pasaron rápido, sin interés, acompañadas por repetidos «¡Bah!». Las cosas no habían salido muy bien.

Al fin en una página apareció algo distinto: una nueva y despampanante novia vestida de blanco sobre fondo lila nacarado. A continuación estaba la foto de otra novia, ésta más bien feúcha, vestida de blanco con la falda abierta sobre la arena de la playa. Detrás vino otra novia regular con su velo blanco inflado por el viento. Luego asomó otra novia vestida de blanco a contraluz, y otra novia normal vestida de blanco, y otra novia vestida de negro, y otra novia vestida de blanco… Y mientras veía otra novia vestida de blanco fue pensando en Fray Irnerio… veía otra novia vestida de blanco y pensaba en el escrito del monje… y otra de velo blanco, y otra vestida de negro se mezclaron con el humo de los pergaminos, y con los gritos desde la celda, y con la tinta regada… Y entonces lo entendió.

Darío inició su carrera buscando la foto más insólita y más espléndida de todas, y se había pasado la vida tomando fotos a novias vestidas de blanco o de negro. Ni un año de pasión por la fotografía y veinte años de monotonía. Sus más altos ideales habían sido arrollados por el indomable río de lo ordinario; todas sus soñadas metas habían sucumbido ante la necesidad de resolver los urgentes e impostergables problemas económicos del día. Darío ahora sí se veía retratado en ese poeta sin suficientes palabras, en ese pintor sin técnica ni colores, en ese escritor fracasado… Acababa de comprender la tremenda frustración de Fray Irnerio al ver lo imposible de su enorme proyecto y palpó en su propia piel la amargura de Henry con su para siempre inédita novela… Darío supo entonces porqué ese desconocido Gamaliel no quiso poner su nombre en el cuento enviado al programa; sin duda detestaría que alguien lo identificara en algún momento y le dijera: ¡mira, es ese el escritor que ha confesado su fracaso!

Y otra novia pasó vestida de blanco, y otra más vestida de blanco… «¡Caramba! ¡Fabiano tenía razón para enmudecer al leer esa maldita historia!», pensó Darío con gran desaliento. Y una novia pasó, y otra novia vestida de blanco… «¿Pero porqué mi abuelo lloró?» Y ninguna otra novia volvió a pasar. Las fotos se habían terminado tres páginas antes del final del álbum. Esa era su vida: otra novia vestida de blanco.

«¡Qué ironía! —pensó Darío—: un hombre sin mujer se ha pasado la vida tomando fotos a una y otra novia vestida de blanco!» Su cara se hizo un puño seco, sin lágrimas. Cerró el álbum. Su vida había terminado. Triste, seriamente triste, con gran desdén miró al revólver que descansaba en la mitad del diván. Llevó su mano al mango blanco del arma, se enderezó, cerró los ojos, metió el cañón del arma en su boca y…

Darío no disparó. Le sorprendió antes el sabor metálico de su magnum: nunca antes su lengua había saboreado el cañón de un revólver. Esta simple y tonta degustación lo alejó unos instantes de aquellos tristes pensamientos.

Una voz sonó en su interior: «¿por qué lloró el abuelo? Mira la parte 2.» La cuestión terminó por conquistar su atención. Sacó el revólver de su boca y lo dejó reposar en el mismo cojín donde antes estaba. Levantó el Blackberry, retrocedió una pantalla en el navegador. En cuatro botones llegó a la “parte 2” y entró.

*** *** ***

Capítulo 17: Historia sobre historia (parte 2)

   Bienvenidos, querido amigos, a otra edición más de “Tu Taller Literario”. Os pedimos perdón, queridos amigos, por no haber podido terminar el cuento “Historia sobre historia” que comencé a leer en la última edición de “Tu Taller Literario”. He de confesar que estaba un poco emocionado. Sin más preámbulos esta vez, continuemos con la historia que el anónimo Gamaliel nos ha enviado:

«El alma de Fray Irnerio también tuvo sus sorpresas al morir. Al dejar la celda y elevarse al Cielo junto con el humo producido en la quema de los pergaminos, se encontró que salía a recibirlo una hermosa Niña con un ángel. La Niña era indescriptiblemente más preciosa de lo que su imaginación soñó. Tras de ella venía su buen ángel portando entre sus brazos los pergaminos que en la tierra habían sido quemados. La Niña besó su frente y le dijo: “no he olvidado ni una letra, ni una coma, ni un suspiro, ni siquiera una mirada que me hayas dirigido. Vamos ahora a dejar todo eso en la eternidad”.

Y se fueron los tres, con el humo y con los pergaminos, a aquel mundo eterno y perfecto que no conoce noches, ni olvida deseos. Y allí viven hasta el día de hoy.»

Al escribir esta última palabra la tinta de la pluma de Henry se agotó y se agotaron también sus ideas. Henry se levantó de su silla, puso los ojos en su querida pluma y exclamó:

—Consumatum est!

Entonces, sólo entonces, tuvo suficientes arrestos para hacer aquello que, pensaba, debía haber hecho hace mucho tiempo. Miró junto a la mesa el tacho de basura lleno de pelotas de papel arrugadas y lanzó contra ellas, con todas sus fuerzas, la plateada pluma. Ahí morían sus locas esperanzas de ser un grande y recordado novelista. Una vez que la pluma tocó el fondo del tacho, Henry se volvió a sentar, a desmoronar y a hundir. El fracaso destilaba su amargor.

En ese momento por la puerta abierta entró planeando un enorme avión de balsa que cayó en media sala. En seguida asomó su hijo Juan, un niño de siete años. Ante él Henry volvió a alzar la vista: vio cómo se agachaba, cómo recogía el avión, cómo lo lanzaba…. Entonces él también se agachó frente al tacho de basura, recogió la pluma plateada que ahí yacía, la juntó a los folios que acababa de escribir y llamó a su hijo.

—¡Para ti! —fue lo único que dijo. Y en sus ojos la esperanza volvió a brillar.

Aquí, amigos, termina el increíble texto que nos ha enviado Gamaliel, y que ahora vamos a analizar en “Tu Taller Literario”.

¿Qué les ha parecido la historia? En mi opinión, amigos, es bastante buena. Tiene toques geniales, tiene estilo, tiene un ritmo bien manejado: lento en la exposición, ligero en el nudo, rápido en el desenlace de las múltiples historias. Sí, múltiples, porque como habrán apreciado, Gamaliel utiliza la técnica literaria del frame story, mise en abîme o «relato enmarcado». Notables obras han hecho uso de esta técnica. Clásico es el ejemplo de Las mil y una noches, donde el sultán Shahriar escucha mil y una narraciones distintas durante mil y una noches de Sherezade, hija del visir. Esta mujer le cuenta todas esas narraciones al sultán, todos esos relatos enmarcados, para mantenerlo entretenido y así salvar su vida. También Joseph Conrad utiliza esta técnica en El Corazón de las Tinieblas, Stevenson en Las nuevas noches árabes, y Dostoyevsky en varias de sus obras.

En este programa Gamaliel nos ha contado primero la historia de Henry, un novelista frustrado, que en su amargura decide escribir su propia biografía de forma encriptada, dentro de un cuento que se da «en un tiempo y un espacio tan lejanos, que nadie pudiera asociarlos con él». A continuación, en un segundo nivel nos relata la historia de un fraile que también fracasa en su ideal de escribir la obra maestra de su vida. Y, por último, hay un intento de tercer nivel narrativo, cuando Fray Irnerio se propone escribir la historia de su Virgen amada, tentativo imposible que resuelve dejándonos un breve y precioso escrito póstumo.

En mi opinión, lo más interesante es cómo termina el cuento. Dentro de la técnica de contar una historia sobre otra historia, no resulta nada fácil cerrar con fuerza todos los hilos y conflictos que se han ido abriendo en dos historias paralelas. Y en este cuento no hay dos, sino tres niveles narrativos, con lo cual el acto final estaría condenado al fracaso si no lo hubiera escrito una pluma experta como la de Gamaliel. ¡Muy bien Gamaliel! ¡Has logrado hacer que la solución de la historia del nivel tres, repercuta en el nivel dos, e inmediatamente cierre el nivel uno! ¡Muy bien!

Lo último que quería analizar en este “Tu Taller Literario”, es, amigos míos, la fuerte idea central sobre la que giran las tres historias. En mi opinión, se trata de las ansias de inmortalidad que todo hombre lleva dentro de sí. En el fondo Gamaliel nos está diciendo, según lo interpreto yo, que cuando las cosas se hacen por otro, no se pierden. Con maestría Gamaliel deja caer que nuestras obras perviven en las personas que nos aman.

Os confieso que cuando en el anterior programa terminé de leer el pergamino de Fray Irnerio, me puse en los pantalones de ese poeta al que le faltaban las palabras, de ese pintor al que le faltaban los colores, y pensé que a mí también me faltaba talento para analizar correctamente los escritos que vosotros, queridos amigos, enviáis a “Tu Taller Literario”. Eso fue lo que me quitó el aliento y no tuve fuerzas para continuar sino hasta hoy. Os pido disculpas, nuevamente, por aquel ataque de sentimentalismo.

Por estas razones, Gamaliel, yo te auguro mucho éxito. Que tengas el mejor de los éxitos. En mi opinión, tu obra no ha quedado en el olvido: todos nosotros la hemos hecho nuestra. ¡Muy bien, Gamaliel! La próxima vez no pongas pseudónimo. Sé tu mismo. ¡Tienes talento, tienes futuro! ¡Muy bien Gamaliel!

*** *** ***

Darío terminó de leer el capítulo sin musitar palabra. Tampoco es que en otras condiciones hubiera dicho algo más, pero este silencio era diferente. Aquello de Henry y su hijo le había llegado. Con esa historieta al fin había entendido a su abuelo: el motivo del llanto, su desmedida reacción de enojo al saber lo de la foto tomada, a tal punto que ni le hablaba, ni le miraba; y comprendió además el porqué de su repentino cambio de actitud, de su inexplicable dicha al saber que su nieto había ganado el primer premio justamente con su fotografía. Como Henry, el abuelo también había saboreado la amargura de un ideal fracasado: nunca fue el fotógrafo estrella que soñó. Y tal como Henry había legado la pluma a su hijo, Emilio había legado la cámara a su nieto, con la esperanza de que el sucesor llegase donde él no llegó. En este orden de ideas se entendía bien el llanto ante la historia, la decepción ante la burla del abuelo justamente con una foto tomada con la cámara legada, y se entendía mejor por qué saltó de alegría cuando vio a su nieto “realizado” con un premio a la mejor foto. Sí, este silencio de Darío era diferente.

El torbellino de pensamientos terminó destrozando el precario equilibrio emocional de Darío cuando reparó que ese gran sucesor de su abuelo era él, un fotógrafo de novias fracasado, sin mujer, sin hijo… Su rostro volvió a enrigidecerse para refrenar la siniestra espiral de tristeza que lo invadía. Hastiado, tiró su Blackberry al otro extremo del diván, donde el aparato dio un golpe seco al objetivo de la cámara.

—¡Pamplinas!… ¡Estupideces!

Dejó caer su frente sobre la palma de su mano. Su rostro empezó a destemplarse. No, él no tenía audiencia que lo escuchara, como tenía Fabiano; nunca tuvo un hijo, ni menos un nieto que heredara su profesión. Tampoco podía compararse con Fray Irnerio de la Niña María, ni con ningún monje. Él simplemente no creía en nada. Lo mejor era liquidar el asunto ya.

Una vez más una voz sonó en su interior, esta vez con más claridad que nunca: ¿pero qué haces? ¡Hombre! Piensa en tu esposa… un amor siempre se puede recuperar. Darío, mira el álbum: aún quedan algunas páginas por llenar. Y si no quieres tomar más fotos, enséñale a otros a tomarlas, como tu abuelo en la Academia, como Fabiano en la radio…

El rostro de Darío mostró el esfuerzo que hizo por apagar el ruido de esa vocecilla.

—¿Qué? ¿El ángel de la guarda?

Sus fosas nasales resoplaron.

—Yo no creo en los ángeles de la guarda.

Serio, tristemente serio, con gran desdén, sin mirar si quiera el revólver, llevó su mano izquierda al mango blanco del arma, se enderezó, cerró los ojos, metió el largo cañón en su boca —esta vez no le sorprendió el sabor del metal— y apretó el gatillo para poner fin a su historia. Sonó un «click» y, contra lo esperado, nada estalló. El percutor del revolver había dado en el vacío, en el único hueco vacío del tambor. «Sí, el ángel de la guarda», pensó. Sacó el revólver de su boca, le echó una mirada de asco y lo lanzó a una esquina de la habitación. Y a continuación lloró cuanto no había llorado en su vida.

[fin]

Entrevista al autor de «Otra novia vestida de blanco» hecha por el Diario Tiny Times:

Un año después de la publicación del cuento Otra novia vestida de blanco, Carlos R. concedió una entrevista al periodista Larry Lahan, la misma que se publicó en el Diario Tiny Times. En la conversación Larry expuso algunas críticas que los expertos en literatura le habían formulado. La primera acusación decía que al cuento le faltaban tres nombres de personas que inciaran con las tres primeras letras del abecedario. Habían descubierto que en cada nivel narrativo los nombres de los protagonistas comenzaban con una letra secuencial del abecedario: Darío, Emilio, Fabiano, Gamaliel, Henry, Irnerio… pero la serie no había comenzado con la A, sino con la D. En consecuencia, faltaban tres nombres y, posiblemente, tres historias superpuestas. Carlos lo negó rotundamente.

«¡Es falso! —protestó indignado— ¡a la historia no le falta nada! ¡Quien dice eso no sabe nada! Esos sujetos seguramente desconocen que el cuento no es sino una versión abreviada y jocosa de mi propia vida, y mi vida no es más que una novela escrita por Alá. ¿Y quién no sabe que Alá se deleita escribiendo con tinta sangre hasta los detalles más menudos de nuestra vida? Él escribe nuestra historia con sus Buenos ángeles, que aparecen discretamente en varios momentos cruciales de Otra novia vestida de blanco. Como ve, ahí tiene los tres nombres que supuestamente faltaban: Alá, Buenos ángeles y Carlos. ¿Está claro?»

En realidad Larry no entendió bien estas palabras, pero no insistió. Lo dejó ahí. Prefirió arremeter con la segunda crítica, que versaba sobre el oscuro final de la historia y el incierto destino de Darío. El entrevistado sonrió y luego atajó la duda con una curiosa respuesta:

«¿Que qué pasó con Darío?… No, nada. Mientras yo viva, él vivirá.» Carlos observó que el periodista no estaba satisfecho con su respuesta, por lo que añadió en son de burla algo más. «Mire usted, Darío, Emilio, Fabiano, Gamaliel, Henry, Irnerio, como yo y como tantos otros, pertenecemos a la generación de los supervivientes, a los huesos más duros de roer». Y soltó una carcajada.

Aún reía cuando Larry volvió a la carga: «pero Carlos, ¿qué diablos pasó con Darío?». El entrevistado entonces se le quedó mirando, meditando un poco mejor su cuento. Al final, en tono más serio, entregó su última respuesta sobre el asunto.

«Darío, sí, Darío. Recordará que antes de que Darío apretara el gatillo para matarse, su ángel de la guarda le había susurrado que aún quedaban algunas páginas del álbum por llenar. Esto es cierto. A los cuarenta años de edad uno suele tener la sensación de haber agotado lo mejor de su existencia, los mejores esfuerzos, pero no es cierto. Al contrario, las mejores fotos de la vida se toman después de los cuarenta. No lo sé, se me ocurre que en esas páginas faltantes del álbum podrían ir apareciendo la foto de la reconciliación de Darío con su esposa… tendrían una sonrisa muy distinta a la del diploma; o la foto de sí mismo frente a la tumba del viejo Emilio, una suerte de la reconciliación con la memoria del abuelo y, sobre todo, consigo mismo. Se repetirían más adelante algunas fotos de la niñez, aparecería nuevamente la Luna, siempre igual, siempre espléndida… No sé dónde iría una foto suya rezando de rodillas en una iglesia; estaría ahí con un rostro tan arrugado como el de su abuelo, con un gesto tan piadoso que refleje bien la reconciliación con su ángel de la guarda y con su Dios. ¿No sería este un bonito final para una vida? ¡Ya lo creo!»

Publicado por Juan Carlos Riofrío

Jurista, filósofo, escritor, descendiente lejano del primer novelista ecuatoriano, Miguel Riofrío. Abogado, autor de trece libros, y profesor de derecho en varios países del mundo.

Un comentario en “Otra novia vestida de blanco

  1. Otra novia vestida de blanco: conjunto de relatos que me resultan fascinantes. Para mí cuestionan el sentimiento de fracaso, insinuando que la vida es mucho más que alcanzar logros inmediatos.

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