Filosofía del amor: (II) Las características del amor en la música pop


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Extracto del artículo El amor y sus efectos en la música pop y en la filosofía clásica

Colloquia Revista de Pensamiento y cultura, v. 7 (2020), pp. 209-245

De la revisión de más de 100 canciones románticas y de muchos escritos filosóficos, hemos encontrado que ellas hablan de seis características esenciales que debe reunir el amor para serlo: 1) pluralidad, 2) luminosidad e inspiración, 3) recibir (aceptar, confiar, venerar), 4) dar (necesidad de expresar el amor con palabras y obras), 5) totalidad, y 6) eternidad y juventud. El amor —todo amor que merezca ese nombre— debería mostrar estas características, según lo veremos aquí.


Después de analizar la letra de más de 100 canciones de amor, y de ver la lista de palabras más repetidas, he llegado a la conclusión que en la música popular el amor presenta las siguientes características: el amor es plural, es luz que inspira, implica un recibir y todo lo que esto conlleva (aceptar, confiar, venerar, por ejemplo) y un dar (se necesita expresar el amor de alguna manera). Además el amor implica una cierta totalidad existencial que clama a lo eterno, a una eternidad siempre joven. Estas son características esenciales, aquellas que no pueden faltar en la noción de amor.

Analicemos, pues, con detenimiento cada una de estas características sin las cuales no podría existir un amor que merezca ese nombre:

1. Pluralidad

Ninguna canción de amor se canta sin un referente. El amor es plural, sale de uno y se dirige a otra persona. No en vano las palabras más repetidas en las letras de las canciones son “tú” y “yo”, junto con los pronombres personales. Esto prueba algo evidente: que lo central en el amor son las personas.

En la revisión de más de cien canciones en inglés y español apareció una curiosidad. En inglés las palabras más repetidas son “I”, “you”, “me”, “my”, “your” y “love”, en ese orden. Fíjese cómo el yo impera sobre el tú. En cambio, en español las palabras más repetidas son: “te”, “mi”, “me”, “tu”, “amor” y “yo”, en ese orden. Parecería que en el mundo hispano la gente piensa más en el otro cuando se habla de amor, mientras en el ámbito del inglés el amor es más introspectivo. Con todo, también hay que reparar que el inglés exige más el “I” en sus estructuras lingüísticas, que el español el “yo”.

2. Luminosidad e inspiración

La metáfora o imagen con la que más se compara el amor en la música es la de la luz. Luz, luminosidad, tanto para los ojos, como para el intelecto. Algunas veces la asociación se hace mencionando objetos luminosos que están en el ambiente. Por ejemplo, el «blue dipinto di blue», con «la luna» cuando «io continuo a sognare negli occhi tuoi belli, / che sono blu come un cielo trapunto di stelle» (Domenico Modugno, Nel blu dipinto di blu, 1958). Otras canciones nos invitan a mirar hacia lo alto: «look at the stars / look how they shine for you / and everything you do / yeah they were all yellow» (Coldplay, Yellow, 2000). «Kiss me under the light of a thousand stars» (Ed Sheeran, Thinking Out Loud, 2014). Y en una canción de postguerra se habla de una Blue moon (Al Bowlly, 1936), de una melancólica luna que nos hace soñar en la persona amada.

Sin embargo, lo normal es identificar la luz con la misma persona amada. Por ejemplo, se oye: «ay amor, eres mi luna, eres mi sol, / eres mi pan de cada día» (Maná, Eres mi religión, 2002). «Al caer de cada noche esperaré / a que seas luna llena y te amaré» (Miguel Bosé, Te amaré, 1978). «Ella es la estrella / que alumbra mi ser. / Yo sin su amor no soy nada» (Los Tres Caballeros & Cantoral, Reloj no marques las horas, 1957). También es frecuente el juego de luces entre los que se aman. «Para tu amor que me ilumina / tengo una luna, un arco iris y un clavel», canta Juanes (Para tu amor, 2004). Y a la misma técnica literaria recurre Juan Luis Guerra cuando expresa sus sentimientos: «ay, ay, ay, ay, amor: / yo soy satélite y tú eres mi sol; / un universo de agua mineral, / un espacio de luz / que solo llenas tú, ay amor» (Bachata rosa, 1990a). Todo esto nos recuerda a John Milton, quien imaginaba a las criaturas angélicas como cuerpos hechos de luz que podían conseguir una total interpenetración, mucho mayor a la de nuestros simples abrazos.

Hay un dicho que dice “el amor es ciego”. Aunque se repita mil veces en la calle, ello no consta en la música pop. Por el contrario, en las canciones de la lengua de Shakespeare el verbo más repetido es “know”. La música parece coincidir con C. S. Lewis quien categóricamente sostenía en el libro Los cuatro amores que «el mejor amor, del tipo que sea, no es ciego». También las Escrituras han identificado el amor con el conocimiento cuando en un par de versos paralelos se dice: «quiero amor y no sacrificios, / y conocimiento de Dios, más que holocaustos» (dice el libro de Oseas). En realidad, solo se puede amar lo que se conoce. Por eso observa Aristóteles que “la visión es cierta causa del amor”, a lo que el doctor angélico apostilla, que «a Dios, cuanto más perfectamente se le conoce, más perfectamente se le ama» (Suma Teológica prima secunde, cuestión 67, artículo 6). El amor es sincero, se transparenta en los ojos. «I feel wonderful because I see / the love light in your eyes» (Eric Clapton, Wonderful Tonight, 1977). El amado siempre podrá decir: «si me siento perdido / encuentro el norte / con sólo escuchar tu voz / (…) Porque tú serás / la luz que ilumine mi andar» (Reik, Un amor de verdad, 2016).

Recuérdese, además, que luz y vida se identifican. “La vida era la luz” dice san Juan (Jn 1, 4). Ambas cosas aparecen asociadas en la música. «Mi vida es un túnel sin tu luz» (Juanes, Nada valgo sin tu amor, 2004). ¿Cuántas canciones no hablan del amor como de la propia vida? Justamente entre las palabras más repetidas por las canciones de amor, después de los determinativos, pronombres personales y de la palabra “know”, aparecen los términos “life” y “vida”.

Finalmente, lo que es luz es fuente de inspiración. You’re the Inspiration (1984) es el título de la canción más romántica de Chicago. Celine Dion incluso va más allá cuando menciona: «You were always there for me (…) a light in the dark shining your love into my life. / You’ve been my inspiration, / through the lies you were the truth» (Because You Loved Me, 1998).

3. Recibir: aceptación, confianza y veneración

¿Qué es primero en el amor: dar o recibir? Larga e intrincada ha sido la discusión de los filósofos. Yo me inclino por la solución poliana, que observa que en el Creador lo primero es dar, mientras que en las criaturas —que lo hemos recibido todo, que nada podemos dar sin primero haber recibido— lo primero es el recibir. Por eso comenzamos hablando de “recibir”, y no de “dar”.

A la persona amada se la mira como un don inesperado e inmerecido. «Well, I found a girl, beautiful and sweet, / I never knew you were the someone waiting for me» (Ed Sheeran, Perfect, 2017). El amor es siempre don. No se puede reclamar en los tribunales, aunque quepa suplicarlo directamente. ¡Cuántas canciones no parecen palabras de un pordiosero que clama por un poquito de amor! Hay quienes imploran al cielo, a los dioses y a los santos para que algún día venga. «And all my life I’ve prayed for someone like you / and I thank God that I, that I finally found you» (K-Ci & JoJo, All My Life).

En la música se distinguen diferentes grados de recepción del don. El primero y más básico es aceptándolo con los defectos que venga. Así lo oímos en aquella canción de Miguel Bosé que dice: «por ser algo no perfecto te amaré (…) Por ponerte algún ejemplo te diré / que aunque tengas manos frías te amaré, / con tu mala ortografía / y tu no saber perder, / con defectos y manías te amaré» (Te amaré, 1978). C. S. Lewis observa que «hay algo en cada uno de nosotros que, de modo natural, no puede ser amado; no es culpa de nadie que eso no sea amado, porque sólo lo que es amable puede ser amado naturalmente; pretender lo contrario sería lo mismo que pedirle a la gente que le guste el sabor a pan rancio o el ruido de un taladro mecánico. Podemos ser perdonados, compadecidos y amados a pesar de todo, con caridad; pero no de otra manera». Solo un amor superior pasa por encima de las pequeñeces humanas y las redime.

Otro paso en la recepción es confiar, no dudar, aceptar incluso con urgencia. Todo esto se refleja en la canción I’m Yours (2008) de Jason Mraz: «So I won’t hesitate no more, no more. / It cannot wait I’m sure. / There’s no need to complicate, / our time is short / this is our fate, I’m yours». Francis Cabrel afirma su confianza de una manera más poética: «podéis destrozar / todo aquello que veis, / porque ella de un soplo / lo vuelve a crear / como si nada» (La quiero a morir, 1980). Y más profundo que confiar es venerar, darle el valor que merece a la persona amada. «I said nothing can take away these blues, / ‘cause nothing compares, / nothing compares to you» (Sinéad O’Connor, Nothing Compares 2U, 1990). El último y más profundo grado de recepción mezcla la confianza y veneración de forma mutua: entonces, aparece el confiarse uno mismo en el otro, de manera recíproca, para siempre. «You’re here, there’s nothing I fear / and I know that my heart will go on. / We’ll stay forever this way, / you are safe in my heart and / my heart will go on and on» (Céline Dion, My Heart Will Go On, 1997).

4. Dar: necesidad de expresar el amor con palabras y obras

El Aquinate decía que «nada hay que provoque tanto el amor como saberse amado». Quien recibe un don inmerecido, enseguida se ve compelido a agradecerlo, a menos que sea un desequilibrado o alguien sumamente raro. «Es de bien nacidos ser agradecidos», dice un viejo refrán. Amar es agradecer. Celine Dion lo expresa muy bien en Because You Loved Me (1998), cuya letra comienza así: «For all those times you stood by me, / for all the truth that you made me see / for all the joy you brought to my life / for all the wrong that you made right / for every dream you made come true / for all the love I found in you / I’ll be forever thankful, baby».

Aclárese que el amor no es la justicia, aquella virtud por la que se devuelve con pulcra exactitud lo debido: ni más, ni menos. Quien ama no es calculador, ni cicatero: «Quiéreme como te quiero a ti, / dame tu amor sin medida» (Juan Luis Guerra, Como abeja al panal, 1990b). Por el contrario, quien ama desea restituir con creces, y si puede, lo da todo y se da a sí mismo. Quien ama siempre está en deuda, porque el amor constantemente está creando nuevos deberes, siempre superados. Por eso Jovanotti afirma que «l’amore che detta ogni legge» (Baciami Ancora, 2010). Quien siente que ya ha “dado” o “pagado” lo suficiente, ha dejado de amar. A lo sumo realiza un acto de justicia. Uno puede cumplir escrupulosamente las leyes de un país para evitar la cárcel, mas ello no significa que lo quiera. Por otro lado, quien ni siquiera se cumple lo mínimo, con tal incumplimiento más bien demuestra desamor.

El agradecimiento primero sale de la lengua, de los labios, de la boca, hasta que percute el tímpano de la persona amada. ¡Hay que decir que te amo! Si no, no se ama. Te amo y te lo digo (1996), titula una acertada canción de Pancho Barraza. Y otra de las más famosas de Franco de Vita dice: «te amo / aunque no es tan fácil de decir; / y defino lo que siento / con estas palabras: / te amo» (Te amo, 1982). Hay que decirlo una y mil veces, hasta convencer a la persona que realmente se le ama: «and the wonder of it all / Is that you just don’t realize how much I love you / I say, “My darling, you were wonderful tonight. / Oh my darling, you were wonderful tonight”» (Eric Clapton, Wonderful Tonight, 1977). La misma idea consta en aquella otra canción donde se escucha: «she’s so beautiful and I tell her everyday. / Yeah, I know, I know when I compliment her she won’t believe me» (Bruno Mars, Just The Way You Are, 2010).

Pero amar es More than words (Extreme, 1990). Hay que mostrar con obras los que se dice o se canta. Las obras confirman las palabras, son su sello de veracidad. Es más, donde hay obras las palabras sobran. «Then you wouldn’t have to say that you love me / ‘Cause I’d already know» (Extreme, More than words, 1990). Es preciso «demostrarte, con hechos, que eres el amor de mi vida» (La Adictiva, El amor de mi vida, 2019). Al menos se require un gesto. Esto también lo pregona la música con la bella poesía del pobre: «te regalo una rosa, / la encontré en el camino; / no sé si está desnuda / o tiene un solo vestido. / No, no lo sé. (…) Te regalo mis manos, / mis párpados caídos, / el beso más profundo / el que se ahoga en un gemido» (Juan Luis Guerra, Bachata rosa, 1990a). En la vida ordinaria se presentan pocas ocasiones de acometer empresas heroicas por otro. Entonces, solo nos queda ofrecer cosas pequeñas, a las que el corazón repleta de significado. «Te regalo un otoño / un día entre abril y junio / un rayo de ilusiones, / un corazón al desnudo», sigue la misma bachata.

Pero como amar es el acto propio de la virtud de la caridad, y esta virtud ha de crecer lo más posible, el ser humano ha de excederse en el amor, en darse. Quien no busca amar más, ama menos. «Amar es dar hasta que duela», decía la madre Teresa de Calcuta. Una canción que representa muy bien este buscar más propio del major amor, es la de Bon Jovi: «If you told me to cry for you, I could. / If you told me to die for you, I would. / Take a look at my face, / there’s no price I won’t pay / to say these words to you» (Always, 1994). All-4-One también cantaba «I’ll give you every thing I can. / I’ll build your dreams with these two hands / We’ll hang some memories on the walls» (I Swear, 1994).

Los escritores se prodigan en este aspecto “excesivo” del amor. Con la pluma es muy fácil regalar lo imposible. Mi canción favorita aquí es la de Jesse & Joy: «Quisiera darte el mundo entero, / la luna, el cielo, el sol y el mar; / regalarte las estrellas / en una caja de cristal. (…) Quisiera ser un super héroe / y protegerte contra el mal, / regalarte la vía láctea / en un plato de cereal. (…) Quisiera hacerte un gran poema / usar el cielo de papel, / tomar las nubes como crema / y hornearte un super pastel / llevarte al espacio sideral» (Espacio sideral, 2006). Quien no tiene intención de hacer esto, en realidad no ama. Quien ama siempre puede cantar «Tú me traes un poco loco, / un poquiti-ti-to loco» (Luis Ángel Gómez Jaramillo & Gael García Bernal, Un poco loco, 2017).

Lo que acabamos de decir resulta sumamente importante para el mendigo, es como su tabla de salvación. ¿Qué hacer cuando uno no vale nada, cuando se carece de todo bien, cuando en nuestra vida no aparecen obras que ofrecer? ¿Puede el misérrimo amar? Entonces solo queda intentar la aventura de Cyrano de Bergerac, la de conquistar el amor a través unos versos sentidos, quizá pronunciados bajo la penumbra del anonimato. ¡Qué poder tienen las palabras! Dichas en el momento correcto, son capaces de estremecer el corazón. Este es el núcleo de la canción de Tracy Chapman: «Sorry / is all that you can’t say (…) But you can say baby, / baby can I hold you tonight, / maybe if I told you the right words, / at the right time you’d be mine» (Tracy Chapman, Baby Can I hold you, 1988). ¿Qué hacer ante nuestras faltas? Pedir perdón, con el mayor arrepentimiento posible. ¿Qué hacer ante nuestros pecados sino rezar? Hay que repetir una y otra vez, de la manera más sincera: «Please believe me, every word I say is true / please forgive me, I can’t stop loving you» (Bryan Adams, Please Forgive Me, 1993). ¡Qué fascinante poder tienen nuestras palabras ante quien nos aprecia! «Que el cielo no es azul / ¡Ay, mi amor! ¡Ay, mi amor! / Que es rojo, dices tú / ¡Ay, mi amor! ¡Ay, mi amor! / Ves todo al revés / ¡Ay, mi amor! ¡Ay, mi amor! / Creo que piensas con los pies» (Luis Ángel Gómez Jaramillo & Gael García Bernal, Un poco loco, 2017). Quien ama, largamente tolera que el otro «piense con los pies» cuando habla de amor.

5. Totalidad

Después de los pronombres personales, los términos que más se repiten en las canciones de amor tienen que ver con la totalidad: “all”, “every”, “nada” y “todo”. La totalidad se predica en varios sentidos: se acepta todo, se da todo, y se aprecia lo recibido como “mi todo”.

Por un lado, se ama a toda la persona, incluso con sus defectos, como vimos. Un verdadero amante puede cantar con Aerosmith I Don’t Want to Miss a Thing (1998): «I could stay awake just to hear you breathing / watch you smile while you are sleeping (…) Don’t want to close my eyes / I don’t want to fall asleep / ‘cause I’d miss you, babe / and I don’t want to miss a thing». Otro recurso que aparece en la música para hablar de esta totalidad es la mención del “primer amor”. Desde luego, quien mantiene su “primer amor”, ese sí que sabe amar, porque ha amado siempre y porque ama a toda la persona en todas las etapas de su vida. Diana Ross y Lionel Richie lo cantan así: «My first love: / you’re every breath that I take, / you’re every step I make» (Endless Love, 1981). Y Ed Sheeran, justamente en Perfect (2017), vuelve sobre la misma idea «‘cause we were just kids when we fell in love». Las mejores canciones de amor no excluyen nada de la otra persona: ni su inteligencia, ni sus defectos, ni el pasado, ni el futuro, ni los hijos que pueden venir a través de ella. Nadie le dice a su amada: solo me gusta tu cuerpo, y solo mientras seas joven. Justamente en la última canción mencionada se destaca lo que decimos: «she shares my dreams, I hope that someday I’ll share her home. / I found a love, to carry more than just my secrets / to carry love, to carry children of our own» (Perfect, 2017).

A la vez, el amor en la música pop exige la entrega total. Darlo todo incluso llega a ser poco para quien ama. «Para tu amor lo tengo todo, / desde mi sangre hasta la esencia de mi ser. / Y para tu amor que es mi tesoro. / Tengo mi vida toda entera a tus pies / y tengo también / un corazón que se muere por dar amor» (Juanes, Para tu amor, 2004). El truco en el amor no es dar mucho o poco, sino darlo todo, arrojar todas nuestras pertenencias en el gazofilacio. «Aunque soy pobre todo esto que te doy / vale más que el dinero porque sí es amor» (Selena, Amor prohibido, 1994).

Finalmente, todo lo recibido se aprecia como el mayor tesoro, como “mi todo”. Frases como estas son muy típicas: «Tú eres sol, tú eres mi todo» (Maná, Eres mi religión, 2002). «You mean the world to me» (Diana Ross and Lionel Richie, Endless Love, 1981). «I had your love I had it all / I’m grateful for each day you gave me» (Celine Dion, Because You Loved Me, 1998). Con frecuencia se expresa la misma idea en negativo: «Y aunque pueda tenerlo todo todo, / nunca hay nada si me faltas tú» (Sie7e, Tengo tu love, 2011). «Eres vida mía / todo lo que tengo: / el mar que me baña, / la luz que me guía, / eres la morada que habito, / y si tú te vas / ya no me queda nada» (Juan Luis Guerra, Si tú te vas, 1985).

6. Eternidad y juventud

Después de las palabras relacionadas con la totalidad, las que más se repiten son “always”, “never” y “siempre”, y junto con los términos relacionados con la existencia (“be”, “as”, “soy”, “eres”, etc.). El amor tiende a prolongar la existencia ad infinitum. Hasta se podría decir que sin infinito no hay amor posible, porque «para tu amor no hay despedidas / para tu amor yo solo tengo eternidad» (Juanes, Para tu amor, 2004). Sin infinito Diana Ross y Lionel Richie no podrían cantar Endless Love (1981), ni Whitney Houston I will always love you (Houston & Parton, 1974), ni Bon Jovi, Always (1994), ni Juanes podría desear «ser eterno junto a ti» (Nada valgo sin tu amor, 2004). Sin infinito, el amor es una piltrafa, el engaño más grande del mundo, la broma más pesada del Creador. Hace falta incorporar al infinito para que el amor no pierda su sustancia. C. S. Lewis lo explicaba de una manera maravillosa: «en el Cielo, supongo yo, un amor que no haya incorporado nunca al Amor en sí mismo sería igualmente irrelevante; porque la sola naturaleza ha sido superada: todo lo que no es eterno queda eternamente envejecido».

El tiempo es la prueba más severa del amor. Por eso las canciones juran amor eterno. «‘Cause I’ll stand beside you through the years / (…) For better or worse, till death do us part, / I’ll love you with every beat of my heart / and I swear» (All-4-One, I Swear, 1994). También se puede decir lo mismo con otras palabras. «Yeah I, will love you, baby / always and I’ll be there, / Forever and a day, always / I’ll be there, till the stars don’t shine» (Bon Jovi, Always, 1994). El tiempo es prueba del amor, porque a lo largo de los años las parejas se enfrentan con sus manías, mal carácter, malos entendidos, bajones de ánimos, y demás defectos. Solo quien ha sabido amar, puede cantar con alegría: «after all this time / you’re still the one I love, mmm, yeah (…) They said, “I bet they’ll never make it”», pero  You’re Still The One (Shania Twain, 2014). Por eso, el amor aspira llegar a la vejez. «When my hair’s all but gone and my memory fades / and the crowds don’t remember my name. / When my hands don’t play the strings the same way, mm / I know you will still love me the same» (Ed Sheeran, Thinking Out Loud, 2014).

El amor es una varita mágica que transforma el tiempo de muchas maneras. Cuando se ama, aunque los relojes sigan frenéticos con su imparable tic-tac, el tiempo mental se detiene. «And when you smile / the whole world stops and stares for a while / ‘cause girl you’re amazing / just the way you are» (Bruno Mars, Just The Way You Are, 2010). En ese “instante” pueden pasar mil años, y siempre se podrá decir: «Our time is short / this is our fate, I’m yours» (Jason Mraz, I’m Yours, 2008). Y si debe partir la persona amada, el tiempo se convierte en agua inaferrable que se escapa de las manos. Entonces se hacen cosas absurdas, como pedir «Reloj no marques las horas / porque voy a enloquecer: / ella se ira para siempre / cuando amanezca otra vez» (Los Tres Caballeros & Cantoral, Reloj no marques las horas, 1957).

Sin amor, el tiempo se transforma en tiempo perdido. A la vez, el amor permite recuperar años gastados en vano. Lo dice Juanes: «vale más un año tardío que un siglo vació, amor. / Quiero pasar más tiempo junto a ti, / recuperar las noches que perdí, / vencer el miedo inmenso de morir / y ser eterno junto a ti» (Nada valgo sin tu amor, 2004). También cabe decirlo de otra forma: «en mi piano a veces triste / la muerte no existe si ella está aquí…» (Marta Sánchez & Andrea Bocelli, Vivo por ella, 1997). El amor tiene por misión la de matar a la muerte. Y no solo a la muerte, sino también al envejecimiento. El corazón amante siempre es joven, aunque la piel esté muy arrugada. «And darling I will be loving you ‘til we’re 70, / and baby my heart could still fall as hard at 23/ ‘Cause honey your soul can never grow old, it’s evergreen» (Ed Sheeran, Thinking Out Loud, 2014).

Los médicos dicen que el amor rejuvenece porque nos hace segregar la melatonina que impide el envejecimiento, aumenta la vitalidad y la autoestima, y nos hace sentirnos con más ganas de vivir y con la sensación de poderlo todo. En realidad el tema es más profundo. El amor nos hace ser una nueva persona, alguien mejor, alguien que hasta ese momento no sabíamos que existía. «Y contigo aprendí / que yo nací el día en que te conocí», decía Armando Manzanero (Contigo aprendí, 1993). Además, quien ama, siempre estrena el amor. «It feels like the first time every time» (Lonestar, Amazed, 1999).

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Nairobi, Mayo 2021

Filosofía del amor: (I) Noción de amor en la música pop


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Extracto del artículo El amor y sus efectos en la música pop y en la filosofía clásica

Colloquia Revista de Pensamiento y cultura, v. 7 (2020), pp. 209-245

Comenzamos ahora una serie de estudios relacionados sobre la noción de “amor” en la filosofía y en la música actual. Pasaremos revista a la letra de más de cien canciones de amor, para extraer de ellas la noción de amor, sus características esenciales y sus diversos efectos. En la primera parte del trabajo trataremos sobre la noción de amor, luego hablaremos de sus características principales. En los siguientes capítulos estudiaremos cuáles son los efectos próximos, mediatos y posteriores ocasionados en la persona que ama. Explicado el esquema de los próximos capítulos, ya podemos iniciar con el primer tema: la noción de amor.


I Want To Know What Love Is titula una vieja canción de Foreigner (1984). Se ha dicho que la frase se redactó en un lenguaje más poético y metafórico, que literal, pues, ¿quién no sabe lo que es el amor? Después de haber leído varias obras de filosofía y teología sobre el tema, yo me atrevería a preguntar justamente todo lo contrario: ¿quién realmente sabe lo que es el amor? ¿Hay alguien que lo sepa? Quizá hayamos experimentado lo que es amar y ser amados, pero saber con precisión qué es el amor, yo diría que es muy complejo. Algún cantante me apoya abiertamente cuando dice: «yo te quiero tanto que no sé cómo explicar / lo que siento» (Juanes, Para tu amor, 2004).

En realidad estamos ante un misterio, un misterio existencial. La vida es un largo camino en busca del amor, y a la vez tenemos un relámpago de instante para aferrarlo. La canción de Foreigner nos lo recuerda: «I’ve traveled so far, to change this lonely life». Resulta interesante la manera en que el cantante intenta resolver este misterio: a través de la contemplación de la persona amada. «I want to know what love is, I want you to show me / I want to feel what love is, I know you can show me» (I Want To Know What Love Is, 1984). Quizás este sea el mejor camino para entender qué es el amor. De hecho, quienes mejor han hablado del amor son los que más han amado: aquellos que han sacrificado su vida por su amor, los santos que murieron por amor a Dios, los filósofos, literatos y teólogos más heroicos, los héroes del amor. Pero como el amor también lo han experimentado los artistas y ellos son dados a narrar lo evidente, no haremos mal en escucharles. En este ensayo hilaremos las letras de unas cien canciones de amor, bajo la luz de algunas consideraciones formuladas por gente preclara en la materia.

Marcel afirmaba que el amor es una de las realidades humanas con más peso ontológico. Si la afirmación se pusiera en términos sencillos, la gran mayoría de ciudadanos la aceptaría largamente. ¿Cuántos no consideran que el amor es lo más importante en sus vidas? ¿Cuántos no coinciden que los problemas familiares o de amistad suelen ser más duros que los inconvenientes económicos o que los defectos físicos? Hollywood no deja de repetirlo en sus películas, al igual que innumerables letras de la música pop: «Sin ti no soy nada (…) mi alma, mi cuerpo, mi voz, no sirven de nada» (Amaral, Sin ti no soy nada, 2002). «Aunque pueda tenerlo todo todo, / nunca hay nada si me faltas tú» (Sie7e, Tengo tu love, 2011). «Todo es negro para mi mirada / si tú no estás junto a mí aquí» (Andrea Bocelli, Por ti volare, 1995).

Sin embargo, lo dicho no siempre estuvo presente en la mentalidad popular y hasta resultaba raro en el ágora griega. Para los antiguos el amor no pasó de ser una tendencia de la voluntad, un mero apetito o pasión: tan pasión como el odio, la ira, u otra cualquiera. Sobre todo, quien dotó de gloria al amor fue el cristianismo. Es verdad que varios siglos atrás ya se había escrito en piedra que el primer mandamiento de todos era “amar”, pero con la venida del Salvador el amor adquirió unos horizontes insospechados: toda la Ley y los profetas se resumían en el mandamiento del amor; debía amarse a Dios y al prójimo, al amigo y al enemigo. Resultó entonces claro que «hay mayor alegría en dar que en recibir» (como dicen los Hechos de los Apóstoles). Aquello de amar al samaritano y al enemigo, de sufrir y dar hasta la propia vida por el Reino de los cielos, superaba ya con mucho el mundo de las pasiones. «La Redención no es exclusivamente librar del pecado, sino abrir al amor a la gran tarea», según dice Leonardo Polo). El amor se transformó así en lo decisivo, en la virtud central, en lo único verdaderamente importante en nuestra existencia, aquello por lo que deberemos rendir cuentas. San Juan de la Cruz lo sintetizará de una manera espléndida: “en el atardecer de la vida, seremos juzgados en el amor”.

Mucho se escribió sobre el amor en el medioevo y en muchos sentidos. Un sumario de los mejores textos, mezclado con la genialidad napolitana, se encuentra en la Suma Teológica. Tomás de Aquino es capaz de dar un concepto lo suficientemente amplio de amor, de tal manera que abarque lo concupiscible y los desenfrenos del eros, junto a la amistad y a la virtud teologal de la caridad. «El amor significa una cierta coadaptación de la potencia apetitiva a un bien» (Suma Teológica, prima-secunde, question 28, artículo 5). El rey de las distinciones luego diferenciará varias clases de amor y desarrollará muchos temas, pero lo excelente de

la tesis tomista es que logra conjugar la pasión del amor, los actos de la voluntad y de la inteligencia, los efectos que el amor produce y, a la vez es capaz de distinguir el amor del “mero dar”, de la benevolencia. Así apuntará que en el ser humano «la pasión del amor no surge súbitamente, sino después de consideración asidua de la cosa amada», añadiendo enseguida que «el amor de dilección, considerado como acto de caridad, implica, en verdad, benevolencia, pero añadiendo, en cuanto amor, una unión afectiva» (Suma Teológica, secunda secunde, cuestión 27, artículo 2). El amor tomista no es intelectualista, ni voluntarista, ni meramente corporal o psíquico, sino que envuelve a todos los aspectos de la persona.

Los filósofos modernos le darán mayor importancia a la inteligencia, y quizá por eso terminan siendo un poco fríos con el amor, virtud —si cupiera llamarla así— que no termina de cuadrar bien dentro de sus esquemas mentales. Polo decía de ellos que cuando «la caridad se enfría, se suele incurrir en rigidez, y pierde su jugo vital o se reduce al sentimiento de filantropía». Y es lo que sucedió, por ejemplo, con el “imperativo categórico” kantiando, que vanidosamente ponía como objetivo de nuestra existencia no amar, sino estar orgulloso de uno mismo. ¿Qué saca el hombre con ello? Nada. Pronto surgió la reacción contra la modernidad: apareció el romanticismo, luego el voluntarismo y luego el nihilismo. La visión sentimentalista de la vida ya se detecta en Rousseau y en algunos artistas del siglo XVIII. Recuerdo bien un óleo de Watteau (1717) que plasma “las fases del amor”, las mismas que aparecen dibujadas dentro de un paisaje primaveral: un hombre se acerca a una doncella sentada en el prado, con el diálogo la conquista, luego se levantan y salen a perderse. El amor queda reducido a sentimiento, seducción y pasión. Yo diría que ese romanticismo vitalista aún subsiste en grandes sectores de la cultura, especialmente en la música.

Nuestras canciones de amor están impregnadas de sentimiento hasta los tuétanos. En muchas de ellas el amor queda reducido a lo sentimental y pasional. Frases como «[que] sepas lo que siento, que estoy enamorada» (Thalía & Pedro Capó, Estoy enamorado, 2009); «ya no me alcanzan las palabras no / para explicarte lo que siento yo» (Axel, Te voy a amar, 2011); «créame que mucho lo siento» (Juan Luis Guerra, Como abeja al panal, 1990b); «y defino lo que siento / con estas palabras / te amo» (Franco de Vita, Te amo, 1982), se repiten innumerablemente en la música pop.

En la encrucijada del siglo XX, donde la noción de amor se tambalea entre ser mero sentimiento, emoción, pasión o algún extraño fenómeno psíquico freudiano, aparece el personalismo y su batalla por rescatar una importante dimensión olvidada del amor. «En rigor, un amor que no sea el amor de un amante y que se refiera a otro amante, no es un amor personal», dirá Polo. C. S. Lewis añadirá que los amores naturales solo cobran sentido si son salvados por la gracia divina. Este es el escenario que me he encontrado cuando me he sentado a escribir sobre el tema.

Sin perjuicio de lo dicho, también he de reconocer que muchas letras de las canciones me han impresionado por la profundidad en que describen ciertos rasgos del amor. La sensibilidad vivencial de los grandes artistas nos trasmite poéticamente lo que es el amor, y lo que describen coincide de una manera asombrosa con las más profundas nociones filosóficas sobre el tema. Hemos organizado todas sus observaciones dotadas de música en dos grandes secciones: primero hablaremos de las características que todo amor debe tener, y luego de los efectos que éste produce a lo largo del tiempo. Además, hemos utilizado el método de conteo de palabras más repetidas en las cien canciones de amor analizadas, lo que nos ha arrojado muy interesantes resultados, sobre todo para describir qué es lo esencial en el amor.

Aún recuerdo mis años en el colegio Nuevo Mundo de Guayaquil, cuando veía a mis compañeras de clase llenar largos “test de amor verdadero”, destinados a demostrar si estaban enamoradas de alguien o no. Tales test estaban llenos de preguntas cursis: “¿en quién sueles pensar durante el día?”, “¿cuántas veces viene a tu memoria?”, “¿te pusiste roja al verlo?”. Otras veces era el azar de un refrán o de un juego el que mostraba, como pitonisa, cuál era el amor de su vida. Hoy los test se han modernizado y están al alcance de un simple click en internet. Más que bucear en aquellos sitios, yo aconsejaría examinar si nuestro “amor” presenta las características y los efectos que los filósofos y los cantantes dicen que debe tener el amor.

Después de analizar la letra de más de 100 canciones de amor, y de ver la lista de palabras más repetidas, he llegado a la conclusión que en la música popular el amor presenta las siguientes características: el amor es plural, es luz que inspira, implica un recibir y todo lo que esto conlleva (aceptar, confiar, venerar, por ejemplo) y un dar (se necesita expresar el amor de alguna manera). Además el amor implica una cierta totalidad existencial que clama a lo eterno, a una eternidad siempre joven. De estas características hablaremos en el siguiente capítulo.

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Nairobi, Mayo 2021

Filosofía del espacio: (III) Las estrellas


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Una vez más volvemos a mirar a lo alto, a buscar en el cielo el sentido de lo de aquí abajo. En la quietud de una noche los pensamientos se destilan, las notas asoman y el espíritu se lanza a volar entre las estrellas. Vale la pena recostarnos en el prado a verlas, mientras escuchamos a los hombres de ciencia, a los filósofos y a los cantantes qué han dicho sobre ellas.

Mirar a lo alto

Una bella canción de Ed Sheeran me recordó a mis hermanas. «It’s just another night / and I’m staring at the moon. / I saw a shooting star / and thought of you» (All Of The Stars, 2014). Tengo tres hermanas que se llaman María: María Paula, Adriana María y María Teresa. Cada que miro al cielo busco inconscientemente tres estrellas, las “Tres María”. Por muchos años fue la única constelación de la que conocía el nombre. Cuando destellan en mis ojos esas tres estrellas bien alineadas y equidistantes entonces recuerdo a mis hermanas, que hoy viven tan lejos, y las encomiendo a lo Alto.

Lo curioso es que la mayor y la menor nacieron el mismo día, un 6 de octubre, ¡fiesta de fiestas! A ellas dedico hoy, en su cumpleaños, este escrito sobre los astros.

El firmamento es firmamento por las estrellas

La mejor descripción sobre el tema que he encontrado en la música es la que consta en canción Stars (1985), espléndidamente puesta en escena en el musical de Les Misérables. La letra la canta el general Javart (interpretado por Philip Quast o por Russell Crowe), y dice así:

Stars

In your multitudes

Scarce to be counted

Filling the darkness

With order and light

You are the sentinels

Silent and sure

Keeping watch in the night

Keeping watch in the night

You know your place in the sky

You hold your course and your aim

And each in your season

Returns and returns

And is always the same

And if you fall as Lucifer fell

You fall in flame!

Hoy la luz eléctrica ha inundado de luz la noche de prácticamente todo poblado. Sin embargo, no siempre fue así. Los antiguos a duras penas prendían alguna antorcha frente a sus casas en las primeras horas de la noche, y luego las apagaban, porque el petróleo o el aceite tenía su costo. Entonces, en la oscuridad, en el silencio de la noche, las estrellas lo llenaban todo de orden y luz («Filling the darkness / with order and light»). Cuando el hombre antiguo se recostaba y miraba a lo alto, tenía sobre sí el espectáculo de la Vía Láctea: miles de estrellas brillando con fuerza sobre su lecho. Mirar a lo alto lo dejaba mudo.

En el día todo era radiante, todo era bulla, trabajo y cambio, nada estaba quieto… en la noche, aparecían las estrellas enquistadas firmemente en la bóveda negra: cada una en su puesto, sin moverse ni cambiar. Bien se les podía cantar: «You know your place in the sky / You hold your course and your aim (…) And is always the same». Por eso el firmamento es lo que es: porque arriba nada cambia, todo está firme, estático, perfecto. En este mundo terrenal todo es agitación, cambio frenético, actividad sin término. En lo Alto aparece la paz, lo firme. «Las estrellas no se apagarán, / los planetas no se detendrán» (Carlos Berlanga, Estrellas Y Planetas, 2001). El firmamento es nuestra esperanza.

A la vez, al admirar tantas estrellas los antiguos se sentían nada. Aún hoy algunas canciones recogen este sentimiento. «Una estrellita de nada en la periferia / de una galaxia menor / una, entre tantos millones / y un grano de polvo girando a su alrededor. / No dejaremos huella / sólo polvo de estrellas», dice casi con depresión Jorge Drexler en Polvo de estrellas (2004). Y Adam Levine se pregunta con cierta inquietud: «(…) are we all lost stars, trying to light up the dark? / Who are we? Just a speck of dust within the galaxy?» (Lost Stars, 2014).

Un mundo de luz que se abre sobre la oscuridad

Cada estrella encierra en un diminuto punto de luz un misterio gigante. «¿Estrellita dónde estás? / me preguntó, ¿quién serás? / En él cielo o en él mar, / un diamante de verdad» (MyVoxSongs, Estrellita dónde estás, 2015). Cuando no existía el telescopio se hicieron todo tipo de conjeturas sobre los astros. El universo aristotélico se encontraba dividido en dos mundos: el sublunar y el supralunar. Mientras más uno se alejaba de la Tierra, todo era más frío. Si la Luna era fría, las estrellas eran heladas. Esto era así porque el mundo supralunar estaba formado por una materia especial, incorruptible, el éter o quintaesencia, que solamente se encontraba sometido a un tipo de cambio, al desplazamiento rotatorio que hacen las estrellas cada noche, claramente opuesto al movimiento vertiginoso de los cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego).

En la antigüedad se sabía poco, muy poco, de las estrellas. Al menos se conocía que iluminaban, y este era un dato fáctico en aquellas noches sin luz eléctrica. Eran luz en el camino nocturno. También sugerían luz a la inteligencia. La metáfora salía fácil: cada estrella es una pequeña luz en la vida. Así aún se las evoca en la música moderna: «cuando él sol se ha ido ya, / cuando nada brilla más / tú nos muestras tu brillar / ¡brilla, brilla sin parar!» (MyVoxSongs, Estrellita dónde estás, 2015). Otra canción resalta la misma idea: «yo no entiendo nada / me vuelvo a la calle y busco en el cielo / señales que anuncien la luz del mañana» (Ariel Rot, La estrella del norte, 2000). A la vez, es interesante reparar que las estrellas lucen justamente en la silenciosa oscuridad. «Cuando está oscuro todo, empieza / a verse más claro en mi constelación (…) / Y me perdí en la inmensa quietud. / Una crema de estrellas / parece cubrirlo todo en mi constelación» (Soda Estéreo, Crema de estrellas, 1995). ¡Cómo es verdad que siempre en los negros pasajes de nuestra vida resaltan con especial intensidad unas pocas luces que guían nuestro caminar!

Las estrellas son guía porque nos ven desde lo alto. «Debajo de las estrellas, / escondidos en la oscuridad, / estuve a solas con ella / y no pude decirle la verdad: / que desde que nos conocimos / no la he podido olvidar / que desde el momento en que la vi / no he pensado en nadie más» (Los Planetas, Una Corona De Estrellas, 2010). Y porque nos ven desde allá, y porque son luz, fácilmente terminan en confidentes. Al cielo le contamos lo que llevamos dentro, porque de él esperamos respuesta. «Voy preguntándole a las estrellas / ¿cómo serás de verdad? / Dicen que cierre los ojos para soñar» (Vicentico, Las Estrellas, 2014).

En aquellas luces altas que encierran no pocos misterios descansa la esperanza del género humano. Las cosas no pueden acabar en este duro mundo: «en el Cielo las estrellas / y en la tierra la verdad» (Guasones, Estrellas, 2003). De alguna manera se intuye que por allá en lo alto reina la paz, la alegría, un vastísimo espacio para la libertad. Por eso, no es raro que la gente se lance hacia el más allá. Muchas canciones lo dicen. «Buscaré otro mundo lejos del Sol, en las estrellas. / Un lugar donde siempre brille la luz, en las tinieblas. / Viviré donde el tiempo no pasará, en las estrellas» (Los Pekenikes, Cerca de las estrellas, 1969). «Sonrío, aún me queda un largo camino / barriendo estrellas bajo el frío. / Soy el dueño de mi destino» (Huecco – Barriendo estrellas, 2011). «Voy a volar a las estrellas / Y a vivir una tormenta en el mar, / Voy a andar sobre la arena… Y a sentirme en libertad, / Voy a volar a las estrellas / Para nunca regresar» (David Summers, Volar a las estrellas, 2001). 

Lo de este mundo es caduco, no vale mucho la pena. «Baby I been, I been prayin’ hard / Said no more counting dollars, / we’ll be counting stars» (OneRepublic, Counting Stars, 2013). Esto implica llenarse de ilusión, armarse de coraje, dejar el seguro suelo, y lanzarse «hasta el infinito y más allá» (Toy Story). Esto es bello, pero también implica sortear obstáculos y lidiar con monstruos mitológicos. «La gente tiene estrellas, / que no son las mismas, / para unos son guías, / para otros, luces pequeñas, / pero para mí, son problemas, / todos son problemas», dice un blues andino (Iero, Estrellas, 1999). Pareciera incluso que las constelaciones ya han marcado nuestro destino, que nada se puede hacer contra el infausto hado. Esta era la visión griega de la historia, hoy ya superada y arrasada absolutamente. El hombre contemporáneo es menos supersticioso y sabe que las estrellas no son tan determinantes en nuestra vida. Incluso se las puede desafiar. «So why don’t we rewrite the stars? / Maybe the world could be ours»; «Say that it’s possible / How do we rewrite the stars?» (Zendaya, Rewrite The Stars, 2017).

¿Cómo desafiar al cielo? Con mucha decisión, con mucha determinación. Y es el amor verdadero el único capaz de producir esta muy determinada determinación. «Voy a contaros la historia más dulce del cielo: / Prometió decir solamente verdades / como solo ella sabe, el amor es así. / Él buscó un lugar entre Venus y Marte / por si acepta marcharse y llevarla a vivir. Cuentan que nunca volvieron a verlos / (…) Hay dos estrellas nuevas en Orión. / Él juró brillar mucho menos que ella. / Solamente una estrella, se hace fuerte al dolor» (Andrés Suárez, Estrellas, 2017)

Una luz que brilla en lo alto

Las estrellas tienen la virtualidad de evocar lo más alto. No en vano los poetas suelen identificarlas con las más amadas personas. «En el cielo está faltando una estrella / ¿Será que tú eres una de ellas?» (Lindo Viaje, Tercer Cielo, 2011). «Cause you’re a sky, cause you’re a sky full of stars / I’m gonna give you my heart» (Coldplay, A Sky Full Of Stars, 2014).

También las estrellas son la solución a la pobreza. Quien ama debe dar. Si carecemos de dinero, de mansiones y de bienes, al menos nos queda el universo. «Quisiera darte el mundo entero / La luna, el cielo, el Sol y el mar. / Regalarte las estrellas / en una caja de cristal. / Llevarte al espacio sideral»; «Quisiera ser un super héroe / y protegerte contra el mal. / Regalarte la vía láctea / en un plato de cereal» (Jesse & Joy, Espacio Sideral, 2006). Las estrellas son el dinero del pobre que ama.

Y como sucede siempre en el amor, siempre el que ama se siente pequeño, tonto, estúpido. También esto se refleja al compararse uno con las luces de la noche. «Soñábamos con ser los dos / estrellas en el cielo. / Y hoy me muero de dolor / porque no brillo. / Solo soy / un asteroide sin tu amor / perdido en el espacio, / sin un mundo, / sin un Sol» (ITowngameplay, Estrellas en el cielo).

En todo caso, grande o pequeño, tonto o listo, luminoso o apagado, lo importante es estar junto a la luz. «Quisiera estar junto a ti, / Quisiera ser un planeta / girando a tu alrededor. / Tú borrarías mis huellas / porque tú eres la estrella de mi corazón / Surcando el cielo de nuestro amor» (La Bien Querida, Dame estrellas o limones, 2003). Lo importante es estar junto a la luz, es buscarla, es encontrarla —al menos con la imaginación—, y entonces no dejarla nunca más. Nuevamente recordamos aquí a Vicentico: «Quiero que sepas que te estoy buscando / Desde mil vidas atrás / Ya te crucé tantas veces en la ciudad. / Voy preguntándole a las estrellas / ¿cómo serás de verdad? / Dicen que cierre los ojos para soñar» (Vicentico, Las Estrellas, 2014).

Finalmente, cuando se encuentra la luz, «se acabaron las batallas / porque yo nunca me rindo. / Y salieron las estrellas / en tus ojos amor mío» (Celtas Cortos, Salieron las estrellas, 2014). Esto es justamente lo que les sucedió a los Magos de oriente cuando encontraron “la Estrella”, “su Estrella”. «Rompe la noche una Gran Estrella, / hoy descendió del Cielo la Paz verdadera, / porque ha nacido el Niño en nuestra tierra», canta un villancico andino (Takillakkta, Humilde nacimiento).

Las Tres María

Estas tres famosas estrellas forman lo que se llama “El cinturón de Orión” (del cazador Orión, que aparece en el cielo con su arco y su flecha). La constelación de Orión es seguramente la más reconocida en el cielo por los habitantes de nuestro planeta. En Ecuador es muy fácil divisarla durante la mayor parte de la noche. En cambio, cuando me fui a vivir a Italia, a la vieja Roma, las perdí. Ellas no aparecieron más en el negro firmamento. Ello era un poco como perder a mis tres hermanas, por la fuerte asociación que mi cabeza había hecho con ellas. Casi podía pedir con Sahiro: «Estrellita no me dejes / cada día que amanece» (canción Estrellita solitaria). Felizmente alguna vez que me tocó madrugar para asistir a un evento a las cinco de la mañana. En mi caminar, aún medio dormido, descubrí que las tres recordadas estrellas también se veían desde el otro lado del mundo, aunque a horas distintas. Era como redescubrir el cielo.

Según la leyenda, Orión era un prepotente cazador y se ufanaba de que podía matar a cualquier animal de la Tierra. La Tierra entonces se enfadó con él y envió a un gran escorpión para atacarlo. Aunque Orión intentó huir, finalmente fue picado por el escorpión y murió con su veneno. Ahora ambos seres están fijados en la bóveda celeste. Cada noche Orión le huye al escorpión: cuando él desaparece, en el horizonte emerge la constelación de Scorpio.

¡Pero Orión queda tan lejos! Para llegar a esta preciosa constelación, formada por nebulosas de emisión, nebulosas de reflexión, nebulosas oscuras y regiones HII, desde la Tierra tendríamos que hacer un viaje a la velocidad de la luz que duraría nada menos que 1.500 años. Al pensar en esto pienso también en mi familia, en la que cada miembro ha ido a parar a un remoto rincón del globo terráqueo. Es duro, aunque para los artistas el tema de las distancias sea relativo. «Lo que la vida nos dio / ni la distancia ni el tiempo nos lo quitó, / pues de los dos nació / la Historia de la Tierra y de Orión. (…)  Al mundo he de contar / hasta perder la voz / que un ángel vino desde Orión» (Antonio Vega, Angel de Orión, 2005).

Lo curioso es que las Tres Marías están posicionadas exactamente como las tres grandes pirámides de Giza en Egipto. Los egipcios creían que tras su muerte, las puertas del cielo se abrían en el lugar que ocupa el cinturón de Orión. Todas las estrellas, pero especialmente las Tres Marías, nos recuerdan que en esta Tierra estamos de paso, que tenemos una misión verdaderamente celestial. «He visto una luz, / hace tiempo Venus se apagó» (…).  «Soy un cow boy / del espacio azul eléctrico. / A dos mil millones de años luz / De mi casa estoy / Oh, oh oh, oh ah. / Quisiera volver, / no termina nunca esta misión. / Me acuerdo de ti / como un cuento de ciencia ficción» (M-Clan, Llamando a la Tierra, 1999).

Sí, sin duda estamos en una misión que termina en el cielo. Los antiguos creían que el alma de los muertos —de los que murieron bien— pasaba a ocupar un lugar en la gran bóveda. «En un arrullo de estrellas, ah ah ah (…) Nos volvemos a encontrar / al final del infinito, / entre ríos púrpura / a la fuente regresar, ah ah ah» (Zoe, Arrullo de estrellas, 2013).

Quería hacer filosofía sobre el cielo estrellado, aunque más me ha salido un brochazo de ilusión, con alguna que otra mancha de nostalgia, pintado sobre el lienzo azul del firmamento y sobre la tenue luz de las estrellas. A ellas les pregunté muchas cosas y ellas «dicen que cierre los ojos, para soñar» (una vez más, Vicentico, Las Estrellas, 2014).

Hoy parece que «hay dos estrellas nuevas en Orión» (Andrés Suárez, Estrellas, 2017). ¡Feliz día a mis hermanas en su cumpleaños!

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Londres, 6 de octubre de 2020

Filosofía del espacio: (II) Significado de las montañas


Este capítulo es un extracto del libro Filosofía explicada con canciones

Disponible en ebook y físico, en Amazon.

Una pregunta revelará quién eres: según tu parecer, ¿son grandes o pequeñas las montañas? A muchos los problemas y contratiempos más pequeños los agobian y destrozan. Poco preparados están para escalar los más altos picos. En cambio, las almas magnánimas repiten sin dudarlo que «ain’t no mountain high enough. / Ain’t no valley low enough. /Ain’t no river wide enough!» (Ain’t no mountain high enough, 1966). A continuación analizamos estas y otras consideraciones sobre las montañas.

Un horizonte recortado por la cordillera

A media vida uno vuelve la mirada a las montañas de su tierra y el alma se llena de nostalgia: ahí estuvieron ellas cuando nacimos, desde lo alto contemplaron pacientes nuestras travesuras y llantos, nuestras protestas de adolescente, nuestros estudios y trabajos. Cada mañana, cuando despuntaba el Sol, las veíamos al despertar: estaban ahí escondidas entre las nubes o posando pacientes frente al telón del cielo azul; a veces cubiertas de nieve, a veces resecas, a veces llenas de color, a veces matizadas de ocres. Nos miraban, las mirábamos.

En sus laderas echamos raíces y llegaron a formar parte de nosotros. Nos alegra verlas, nos orgullecemos de ellas. Townes Van Zandt cantaba con cierta melancolía: «My home is Colorado / with their proud mountains tall / where the rivers like gypsys / down her black canyons fall»[1] (My proud mountains, 1969). ¡Qué poder tiene esta tierra de meterse en nuestro corazón! ¡Se mezcla con alegrías y tristezas de la vida, con los momentos tensos y las risas! Por eso, se enciende la chispa de la ilusión si después de unos años vividos fuera de la patria, esperamos volver a verlas; y si ello no fuera posible, la vista se pierde y el alma se desinfla con un suspiro. Suena entonces aquella triste melodía, «so lend an ear to my singing / cause I’ll be back no more» (My proud mountains, 1969)[2].

Nos miran, las miramos. Los años pasan entre ese cruce de miradas. Desde abajo miramos su grandeza, desde arriba ellas ven una vida modesta. Ya el solo hecho de mirarlas nos eleva, nos ilusiona con grandes empresas humanas, con la desafiante escalada a las más altas cumbres. Miles de metáforas se forjaron en su seno: así, por ejemplo, una canción de Johnny Rivers, titulada justamente Una montaña de amor (1964), recuerda «we used to be a mountain of love»[3].

La montaña refleja bien lo que significa un ideal: la ilusión de alcanzar la cumbre, el miedo de perderse o de no llegar, de caer, de cansarse, de quedarse a medio camino sobre algún pequeño cerro. Canciones como la de Milley Cyrus son muy enfáticas en esto: «there’s a voice inside my head saying / you’ll never reach it», «every move I make feels / lost with no direction»; «there’s always gonna be another mountain» (The climb, 2009)[4]. Todo lo desconocido inspira un cierto temor. «You don’t even know about / wild mountain honey» (The Steve Miller Band, Wild mountain honey, 1976)[5]. Cada montaña encierra su misterio.

En todo caso, uno se da cuenta que hay que mantener la fe y seguir caminando, «keep on moving, keep climbing, keep the faith» (Milley Cryrus, The climb, 2009). Algo nos susurra dentro: ¡hay que animarse a subir, cueste lo que cueste! Roberto Carlos lo expresa así en La montaña (1988): «voy a seguir, una luz en lo alto, voy a oír, una voz que me llama voy a subir, la montaña y estar aún más cerca de Dios y rezar». Pero hay que animarse a emprender el camino con «una muy determinada determinación», con ese coraje de Marvin Gaye y Tammi Terrell: «ain’t no mountain high enough / Ain’t no valley low enough /Ain’t no river wide enough» (Ain’t no mountain high enough, 1966)[6]. Hace falta valentía para acometer la escalada de la montaña, para adentrarse en sus misterios.

No queda más que echarse a andar con todo el coraje que se guarde en el corazón, con la compañía del sol y de nuestra sombra. Para coronar muchas cumbres nevadas los escaladores comienzan el ascenso a las dos o tres de la mañana; así pueden pisar en firme y estar seguros. Saben que a partir del mediodía la nieve comenzará a derretirse y la ladera se convertirá en una resbaladera de la muerte. En ese camino nocturno la Luna y las estrellas son sus compañeras de viaje; son luz que destella en el hielo, belleza que se pisa en cada paso. El escalador debe aprender a cómo caminar a cada hora del día, «learn how to run, by having the stars, the Moon, and the Sun» (Steve Miller, Wild mountain honey, 1976)[7]. Quien ha tenido esa mística experiencia se siente compelido a agradecer al cielo, a cantar «te agradezco Señor que el Sol nació», y a «pedir que las estrellas no paren de brillar» (Roberto Carlos, La montaña, 1988).

Cada montaña de la cordillera y de la vida tiene su belleza y su misterio. Dios no quiso que vivamos en la Pangea, aquel único continente que emergió por el movimiento de las placas tectónicas hace unos 335 millones de años. Dios quiso cinco continentes, todos muy distintos, adornados con flora y fauna diversa, para que haya más belleza en este mundo, y para que darle más sentido a la distancia personal del hombre. De otra manera Richard Marx no podría cantar «oceans apart day after day / and I slowly go insane. / I hear your voice on the line / but it doesn’t stop the pain» (Right here waiting, 1989)[8]. Como cada montaña es distinta, los escaladores planean con lujo de detalles la subida, señalando en el mapa las rutas, puntos y horas de parada, la velocidad que marcará cada tramo, la vía de retorno y los insumos a llevar. Led Zeppelin habla de empacar las maletas y echarse a andar hacia ese desconocido lugar lleno de encantos y secretos. «So I’m packing my bags for the Misty Mountains / where the spirits go now / over the hills where the spirits fly» (Misty mountains, 1971)[9]. Se camina con los pies, se vuela con el alma. Hay que lanzarse con ilusión a alcanzar la cumbre de nuestros sueños, hay que tener coraje y valentía para emprender el camino; hace falta una gran constancia y fortaleza para no quedarnos en una cumbrecilla, tanto como astucia para descifrar los misterios de cada risco. Solo quien corona la montaña la puede descifrar. Desde la cima el mundo queda a los pies, se lo ha dominado, y la vista queda libre para otear en 360 grados el horizonte. El alma se expande en el cielo. Se alcanza la libertad. Hemos alcanzado el Top of the world (1974) del que hablaba Carpenters: «not a cloud in the sky, got the sun in my eyes / and I won’t be surprised if it’s a dream (…) I’m on the top of the world lookin’ down on creation / and the only explanation I can find / is the love that I’ve found, ever since you’ve been around; / Your love’s put me at the top of the world»[10]. Como se ve, las más altas metas solo se conquistan con amor; pero de esto ya hablaremos en otra ocasión.

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Nairobi, 18 de abril de 2021


[1] «Mi hogar es Colorado / con sus altas montañas orgullosas / donde los ríos como gitanos / caen por sus negros cañones».

[2] «Así que presta oído a mi canto / porque no volveré más».

[3] «Solíamos ser una montaña de amor»

[4] «Hay una voz dentro de mi cabeza que dice / “nunca lo alcanzarás”»; «cada movimiento que hago se siente / perdido sin dirección»; «Siempre habrá otra montaña».

[5] «Ni siquiera conoces acerca de / la miel de montaña salvaje».

[6] «No hay montaña lo suficientemente alta. / No hay valle lo suficientemente bajo. / ¡No hay río lo suficientemente ancho!».

[7] «Aprende a correr teniendo las estrellas, la Luna y el Sol».

[8] «Los océanos nos separan día tras día / y poco a poco esto me pone mal. / Escucho tu voz por el teléfono / pero ello no detiene el dolor».

[9] «Así que estoy haciendo las maletas para las Montañas Nubladas / donde los espíritus van ahora / sobre las colinas donde vuelan los espíritus».

[10] «Ni una nube en el cielo, tengo el sol en los ojos / y no me sorprendería si esto fuera un sueño (…) Estoy en la cima del mundo mirando hacia abajo a la creación / y la única explicación que puedo encuentra / es el amor que he encontrado, desde que estás cerca; / tú amor me ha puesto en la cima del mundo».

Filosofía del espacio: (I) Nociones fundamentales


Este capítulo es un extracto del libro Filosofía explicada con canciones

Disponible en ebook y físico, en Amazon.

No pocos enigmas se esconden en la profunda obscuridad centellante del espacio sideral. Desde que apareció el hombre sobre la faz de la tierra, cada noche un ingente número de personas alza su mirada al cielo para quedarse un buen rato atónitas contemplando las estrellas. Allá en lo alto todo parece tan sencillo y, a la vez, nadie lo puede explicar. Hoy ya se han lanzado cientos de misiones espaciales, tenemos unos cinco mil satélites girando alrededor del planeta, y la mente de muchos científicos, filósofos y cantantes ha llegado al otro lado del universo. Recogemos aquí algunos de sus pensamientos.

Dedico este escrito a mis sobrinos, que en el colegio o en la universidad están atravesando esa etapa de la vida donde se descubre el universo por primera vez. De alguna manera todos somos exploradores de un universo desconocido. Somos «un cowboy del espacio azul eléctrico» y «no termina nunca esta misión» (M-Clan, Llamando a la Tierra, 1999). Los más ilustres pensadores dicen que para filosofar es necesario primero asombrarse. El asombro nos lleva a investigar más, a precisar las conclusiones y a abrir nuevos horizontes. Si se dan las cosas por descontado, los hallazgos científicos resultarían imposibles. «If you believe there’s nothing up his sleeve, then nothing is cool», canta R.E.M. (Man on the Moon, 1992)[1]. Para evitarlo, durante este escrito exploraremos y viajaremos al espacio sideral para maravillarnos con los astros, los hoyos negros y los eventos cósmicos, al hilo de una y otra canción.

Las características físicas del espacio

Del espacio se ha dicho cuanto uno se pueda imaginar: que existe, que no existe; que es simétrico y exacto, o que no lo es; que es finito o infinito… Comencemos con el problema más sencillo. En Grecia, Zenón de Elea era de los que pensaba que ni el movimiento, ni el tiempo, ni el espacio eran reales. Como buen discípulo de Parménides, intentó demostrar la inexistencia del movimiento a través de la famosa paradoja de Aquiles y la tortuga. El héroe nunca alcanzaría a la tortuga porque ambos siempre estarían en movimiento[1]. De alguna manera los convencionalistas han resucitado parcialmente esta tesis presocrática, pues para ellos también resulta imposible una relación verdadera entre la materia y la geometría espacio-temporal; todo en este asunto sería puro convencionalismo. Quizá los cantantes no sepan medir las dimensiones del universo, ni hayan oído de la existencia de estos filósofos griegos, pero me parece que muchas veces son más sensatos en este asunto que ellos: parten de que el espacio existe, y ello muchas veces los hace sufrir. «Viento, campos y caminos… distancia, / qué cantidad de recuerdos. (…) Entre las calles amigas… distancia / del viejo y querido pueblo» (Alberto Cortez, Distancia, 1970). El espacio y la distancia se aceptan sin más.

¿Es el espacio estático o flexible? Para Parménides todo era estático. Está sumergido en un profundo conflicto del que no puede salir: lo que “es” “es” y lo que “no es” “no es”. Si el universo existe, “es” y no puede dejar de ser. Con lo cual, todo cambio es aparente. Heráclito dirá justamente lo contrario: nos consta el movimiento, por lo que “el ser” es aparente. ¡Vaya conclusión! El universo es constante cambio, puro devenir… luego, lo estable es mera apariencia. Platón intentó conciliarlos dividiendo el universo en dos: fuera de la caverna estaba el hiperuranio donde las ideas —principio de todo lo que existe— no podían cambiar, mientras dentro de la caverna se encontraba este mundo pasajero de sombras danzantes. La suya no pasó de ser una solución mítica. Quien de verdad resolvió la aporía fue Aristóteles cuando introdujo el concepto de “potencia” en la filosofía: las cosas son, pero están en potencia de ser algo distinto si alguien las mueve. En los cambios menores, la sustancia permanece y lo accidental varía. Sin lenguaje metafísico los artistas dan por descontado que hay algo permanente —nosotros, el universo— que admite un cierto cambio. Por eso se canta: «nos concentramos en la belleza de los contrarios / cambio de rumbo y salgo / de la órbita oscura y espanto» (Izal, La increíble historia del hombre que podía volar pero no sabía cómo, 2018). En el cosmos se vive una vida rica, donde el cambio y los sueños tienen cabida. «El Cosmos es también tu hogar. / Vivirás tus sueños porque el hombre vencerá. / Ya sabes no estás solo, / ven vamos a volar» (Miguel Ríos, Sueño especial, 1980).

En la antigua ciudad de Mileto se discutió mucho acerca del universo durante el siglo 6 a.C. Un tal “Tales” decía que el principio generador de todo era el agua. En cambio para su vecino Anaximandro, tal principio era el infinito: un infinito indefinido, indeterminado, donde todo se genera y todo se destruye. Para los griegos el devenir cósmico era circular. Los eventos debían repetirse una y otra vez. Por consiguiente, el espacio necesariamente debía ser limitado. Si hoy nos fijamos en la cantidad de masa que los científicos afirman que tiene el universo, alrededor de unos 1053 kg, y en su diámetro de al menos 93.000 millones de años luz, parecería que a los griegos no les faltaba razón. De todas maneras, aún quedan muchas preguntas por resolver sobre la antimateria y sobre la constante expansión del universo. Stephen W. Hawking y muchos científicos han visto factible la posibilidad de un universo sin bordes, incluso aunque el espacio fuera curvo.

Las letras de las canciones no nos hablan directamente de las dimensiones físicas del universo, aunque sí indirectamente. Música como la de la película Interstellar, interpretada magistralmente por Hans Zimmer (No time for caution, 2014) en el órgano de la capilla de Temple en Londres, sí que nos habla de agujeros negros y del infinito. Además, los cantantes nos han revelado que el universo puede desbordarse hacia el infinito a través de la persona. Y esto porque, aunque seamos polvo de estrellas, somos más que ellas. «No one can stop us now / ‘cause we are all made of stars» (Moby, We are all made of stars, 2002)[2]. Es cierto que nos podemos dejar dominar por las fuerzas del mundano causalismo, pero también lo es que podemos superarlo. Alejandro Sanz nos dice en medio de notas románticas: «a veces me elevo, doy mil volteretas, / a veces me encierro tras puertas abiertas (…). / Cuando nadie me ve no me limita la piel (…) / y es que a veces soy tuyo y a veces del viento. / Te escribo desde los centros de mi propia existencia / donde nacen las ansias, la infinita esencia» (Cuando nadie me ve, 2000). Vaya uno a saber cuáles son los bordes físicos de este cosmos. Aun así, los artistas tienen la convicción de que podemos desbordarlos, especialmente cuando amamos. Y esto me parece que no es filosofía barata.

Durante centenares de años la ciencia ha procurado encontrar medidas del tiempo y del espacio que sean perfectas e invariables. Testimonio de ello son los metros, pies, yardas, millas, libras, kilos, galones, pies cúbicos y grados centígrados que posan en varios salones del British Museum. Aún seguimos en la búsqueda. ¡Ni el reloj atómico es capaz de darnos un segundo invariable! Todo tiene su margen de error, aunque ciertamente lo hemos ido reduciendo. El problema empeoró con el advenimiento del mecanicismo newtoniano, donde la investigación quedó ceñida a la experiencia y al cálculo, dentro del marco del espacio isomorfo y del tiempo isocrónico. Muchas canciones, como veremos a continuación, muestran que toda medida es relativa y contextual. Por tanto, ni el espacio, ni el tiempo pueden ser absolutamente simétricos y estandarizados. Lo más probable es que el espacio sea curvo —como lo propuso Einstein— y que cada tiempo sea distinto. Por tanto, la estandarización sería más fenoménica, mental o psicológica, que óntica[3].

La relación espacio-tiempo

Para Einstein, tiempo y espacio están inmersos en el universo, y no el universo en ellos. Como se sabe, ellos se relativizan con la masa. La “relatividad del tiempo” es una idea trillada en la música, según ha quedado escrito líneas atrás. Por el mismo capítulo cabría hablar de una “relatividad del espacio”. La dimensión espacial depende de muchos factores: del punto de vista, del lugar, contexto y momento desde el que se pondera el espacio. En la primera canción cantada y grabada fuera de la Tierra, interpretada por el astronauta Chriss Hadfield en 1969, se oye: «Ground Control to Major Tom (…). And I’m floating in a most peculiar way / and the stars look very different today. / For here / am I sitting in a tin can / far above the world. / Planet Earth is blue» (David Bowie, Space oddity, 1969)[4]. Un simple cambio de lugar nos ofrece una nueva perspectiva del espacio. Además está la asunción personal del espacio, donde el espacio queda relativizado por diversas condicionantes como el amor, el odio, la ansiedad o la magnanimidad de la persona. La prueba empírica de la relativización personal del espacio es que cuando se quiere mucho a alguien una pequeña distancia —o distanciamiento— se percibe como si estuviéramos en otra galaxia: «it’s so very lonely, you’re six hundred light years from home», cantan The Rolling Stones (2000 Light years from home, 2016)[5]. Y, en general, «el mundo parece distinto / cuando no estás junto a mi» (Luis Miguel, Contigo en la distancia, 1991).

Si Einstein enlazó espacio, masa y tiempo, los cantantes conectaron el espacio con la voluntad y el tiempo con los latidos del corazón. Los artistas se oponen a una concepción rígida y mecanicista del espacio, absolutamente determinado por unas causas necesarias donde no quepa la libertad. Las dimensiones de una habitación o de nosotros mismos pueden ser muy distintas en diferentes estados de ánimo. Por eso los Enanitos Verdes pueden cantar: «porque este es mi primer día sin verte, / este es mi primer día sin ti / y la habitación se me hace gigante / me siento tan pequeño si no estás aquí» (Mi primer día sin ti, 1994). El estado de ánimo trastoca la ecuación que relaciona espacio, masa y tiempo, así como la gravedad, la velocidad de la luz y muchas otras cosas.

Suele decirse que entre quienes se aman no hay distancias, aunque estén muy lejos: «no existe un momento del día / en que pueda apartarme de ti (…) Más allá de tus labios, / del Sol y las estrellas, / contigo en la distancia / amada mía, estoy», canta Luis Miguel en un famoso bolero (Contigo en la distancia, 1991). Y es que la distancia física es relativa: dos personas que se odian están más distantes entre sí, aunque se sienten en la misma banca, que dos enamorados que viven en continentes distintos. «Dicen que la distancia es el olvido / pero yo no concibo esa razón, / porque yo seguiré siendo el cautivo / de los caprichos de tu corazón» (Luis Miguel, La barca, 1990). Con el corazón se puede viajar más rápido que la velocidad de la luz, atravesar cualquier distancia o cualquier masa. «But tell me, did you sail across the Sun? / Did you make it to the Milky Way /to see the lights all faded / and that heaven is overrated?» (Train, Drops of Jupiter, 2001)[6]. Pienso que aquí hay algo más que poesía y que de ello hay pruebas. ¿Quién no ha escuchado de madres que conocen en tiempo real —por telepatía, conocimiento connatural, o lo que sea— los sufrimientos de sus hijos que viven a kilómetros de distancia? El corazón nos lleva a donde queramos, relativizando los límites espacio-temporales. Por eso no es descabellado creer que el cuerpo de quienes han sabido amar en esta tierra, será extremadamente sutil y ágil cuando resuciten en la tierra prometida. Pero, ¿cómo puede haber tierra prometida en un universo que se desmorona? La cuestión es interesante. Detengámonos un instante en ella.

Los científicos no dan un buen pronóstico a este universo que nació hace unos 14.000 millones de años. Si la gravedad prima, en los siguientes millones de años vendrá un “Big Crunch”, un gran colapso o implosión de todo lo que nos asombra ver en una noche despejada. Sin embargo, según los últimos datos que nos han llegado del espacio, todo parece indicar que los cuerpos celestes cada vez se alejan más entre sí, e inclusive cada vez a mayor velocidad. Ello ha dejado perplejos a los astrónomos. Además se ha verificado el comienzo de la entropía de ciertas estrellas. Si la segunda ley de la termodinámica prima, aquella que afirma que en un sistema aislado la energía tiende a liberarse, la muerte térmica del universo —o “muerte entrópica”— es lo que nos espera: dentro de unos 17.000 millones de años acaecerá un “Big Rip”, un gran desgarramiento donde todos los cuerpos celestes se consumirán indefinidamente hasta que todos los sistemas de estrellas dejen de existir: entonces el tejido espacio-tiempo se “rasgará”. En uno y otro caso, pronto ya no habrá más luz sobre la faz de los planetas. ¡Un negro futuro! «Blackened is the end / winter it will send / throwing all you see / into obscurity» (Metallica, Blackend, 1988)[7]. No sabemos qué “Big” nos espera —si el Big Crunch o el Big Rip—, pero sí tenemos por seguro que nuestro Sol, creado hace 4.500 millones de años, no sobrevivirá más de 5.500 millones de años más. Con lo cual, es imposible que a la corta (cuando el Sol se consuma) o a la larga (cuando algún “Big” suceda), la especie humana subsista. Para que ella subsista eternamente hace falta que exista un luminoso y eterno Dios que ame locamente al ser humano y cree para él unos “nuevos cielos” y una “nueva tierra” donde pueda habitar. Ello se atisba en alguna canción de Ismael Serrano: «viajando en la eterna noche espacial / nuestra pequeña nave sideral / fue a dar con (…) aquellos que darán luz / a este oscuro universo» (Habitantes de Alfa-centauro encuentran la Sonda Voyager, 2007). En aquel hipotético escenario celestial, volverá a repetirse la relación física tiempo-espacio, pero de una manera nueva: será una relación “tiempo sin fin”-“espacio infinito y subsistente”, atravesado por la variable del amor. «Sólo el amor salvará al mundo», dice el dicho. En efecto, solo el Amor divino puede salvarlo.

Las características existenciales del espacio

La aproximación musical a la realidad no es técnica y exacta, pero sí muy humana. Quizá los cantantes no sepan mucho de números y fórmulas, pero sin duda demuestran tener a flor de piel mucho de humanidades. Su aproximación a la teoría espacio-temporal es más de índole personalista o antropológica. Están más cerca de Kant, Bergson, Heidegger y los existencialistas, que de los físicos cuánticos. Los cantautores se fijan más en cómo nos afecta el espacio, que en lo que el espacio sea en sí mismo.

Comencemos con Kant. El pensador de Königsberg no concibe ni al espacio, ni al tiempo como sustancias separadas, sino como elementos estructurales que utilizamos para organizar nuestra experiencia. Es cierto que el espacio nos afecta y nos organiza. Muchísimas canciones de amor lo dicen. «Hoy mi playa se viste de amargura, oh / porque tu barca tiene que partir» (Luis Miguel, La barca, 1990). «Cuántas veces yo pensé volver (…) Pero mi silencio fue mayor / y en la distancia muero día a día / sin saberlo tú» (Roberto Carlos, La distancia, 1972; Tamara, La distancia, 2004).

Según Bergson, el tiempo escapa al dominio de las matemáticas y de la física. Y es verdad, porque tiempo no solo hay en la res extensa (el cosmos), sino también en nuestros pensamientos. Bergson concentró sus esfuerzos en el estudio de la conciencia en continuo devenir, lo que él llamó la “duración real”. Un espacio en términos “ideales” o mentales. El tiempo espacial que existe fuera de nuestra mente (que como queda dicho es asincrónico y diverso), nosotros lo percibimos con una cierta sincronía, medida exacta y estabilidad. Así, por ejemplo, se puede decir que nunca se pierde aquella tierra donde nacimos: ella echa raíces en el alma que crecerán donde quiera que vayamos. «De mi tierra bella, de mi tierra santa / oigo ese grito de los tambores (…). La tierra te empuja de raíz y cal, / la tierra suspira si no te ve más. / La tierra donde naciste / no la puedes olvidar / porque tiene tus raíces / y lo que dejas atrás» (Gloria Estefan, Mi Tierra, 1993). Como se ve, el espacio externo puede estar distante y aún seguir afectando nuestra identidad por dentro. Lo estable de la persona de cierta forma estabiliza el universo.

El espacio deja huella en nosotros, pero también nosotros dejamos huella en el espacio. «Tendré que superar, / un día llegaré. / No importa la distancia, / el rumbo encontraré / y tendré valor. / Paso a paso iré / y persistiré. / A cualquier distancia yo el amor alcanzaré», canta David Bisbal (No importa la distancia, 2016). Si esto no fuera posible, la libertad humana sería nula y la persona —que por definición es libre— un imposible. Los metafísicos han redactado una larga lista de propiedades naturales del cosmos: es corporal, sensible, material, está sujeto al espacio y al tiempo, puede cuantificarse y se mueve con una cierta necesidad, dicen, por ejemplo. Pues bien, tal necesidad no puede ser tan absoluta que impida la libertad personal. Debe haber un cierto grado de indeterminación. De este principio cósmico de indeterminación el físico alemán Werner Heisenberg ha presentado pruebas muy contundentes. Nadie ha sido capaz de refutarlo. Es significativo que cuando se piensa en un futuro positivo, se habla del “horizonte”, de un espacio amplio donde tiene cabida la libertad y el infinito. «Y cuando pienso que todo está perdido / miro por la escotilla al infinito: / el universo hablándome al oído» (Izal, La increíble historia del hombre que podía volar pero no sabía cómo, 2018). Del mismo “espacio de libertad” también nos habla Shirley Collins cuando canta «my mama told me I should never venture into space, / but I did, I did, I did. / She said no Terran girl could trust the Martian race / but I did, I did, I did» (Imagined Village/Shirley Collins, Space girl, 2010)[8]. Y aún se puede decir más, ¡mucho más!, porque a las almas grandes el universo simplemente les queda chico: «I used to dream / I used to glance beyond the stars» (Michael Jakcson, Earth dong, 1982)[9].

El cosmos es el lugar donde habitamos, donde crecemos como personas. «Somos hijos del universo. / El cosmos es también tu hogar», canta Miguel Ríos (Sueño especial, 1980). Pero sobre todo es el punto de encuentro de las personas. «No estás solo en el firmamento hay más / hijos de la energía, / a bordo de un sueño espacial» (ibid.). El universo es ocasión de encuentro y recuerdo de las personas. Si moramos en una casa con alguien, esa casa comienza a “saber” a esa persona; también ciertos atardeceres nos recuerdan a aquellos con quienes vivimos atardeceres parecidos. El espacio “se personaliza”. «Y cada noche vendrá una estrella / a hacerme compañía, / que te cuente como estoy y sepas lo que ahí… / Dime amor, amor, amor / estoy aquí ¿no ves?» (Miguel Bosé, Si tu no vuelves, 1993).

Lamentablemente, el espacio también se puede despersonalizar. Sin las personas, o sin una buena relación con ellas, uno no se encuentra bien en ningún rincón del universo. Muchísimas letras recogen esta triste realidad, con variedad de tonos. Una canción dedicada a la primera astronauta que subió al espacio, una perra llamada Laika, recoge la idea mencionada: «Laika miraba por la ventana / ¿qué será esa bola de color? / ¿y qué hago yo girando alrededor?» (Mecano, Laika, 1986). Otra dice: «He’s feelin’ like an alien / feelin’ like he don’t belong. / Have mercy, cried the alien. / Help him find his way back home» (Atlanta Rhythm Section ARS, Alien, 1981)[10]. Muchas canciones mencionan a Júpiter o a algún planeta como el extremo del universo —extremo del universo personal, se entiende— al que se ha de huir para encontrarse. «Back home in Jupiter, things are getting harder / wishing everyone ease» (Benjamin Clementine, Jupiter, 2017)[11]. Esta es precisamente la trama de la canción Llamando a la Tierra (1999) de M-Clan:

He visto una luz

Hace tiempo Venus se apago

He visto morir

Una estrella en el cielo de Orión

No hay señal

No hay señal de vida humana y yo

Perdido en el tiempo

Perdido en otra dimensión

Oh, oh oh, oh ah

Soy el capitán

De la nave tengo el control

Llamando a la Tierra

Esperando contestación.

(…)

A dos mil millones de años luz

De mi casa estoy

Oh, oh oh, oh ah

Quisiera volver

Pero quizá la canción más memorable que toca el tema de la despersonalización del espacio, es cantada por José Feliciano: «Pueblo mío que estas en la colina / tendido como un viejo que se muere / la pena el abandono / son tu triste compañía / pueblo mío te dejo sin alegría (…). Ya mis amigos se fueron casi todos / y los otros partirán después que yo. / Lo siento porque amaba su agradable compañía. / Mas es mi vida tengo que marchar» (José Feliciano & Ricchi e Poveri, Che sarà, 1971).

Muchas veces con José Feliciano yo he recordado a los que se fueron de mi pueblo y a los que se quedaron en él. Y con él he repetido a un par de hermanas mías que confidencialmente cumplen el 6 de octubre, aquellas frases que dicen: «en las noches mi guitarra / dulcemente soñará y una niña / de mi pueblo llorará». Como se ve, aquello de que el espacio nos afecta, lo he vivido en mi propia piel.

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Nairobi, 12 de abril de 2021


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[1] «Si tú crees que no hay nada debajo de su manga, / entonces nada es interesante».

[1] Ella afirma que sería imposible que Aquiles alcanzará a la tortuga en una carrera, siempre que le haya dado cierta ventaja de partida, porque cuando Aquiles empiece a correr, la tortuga estará ya a cierta distancia, en el punto A. Cuando Aquiles llegue al punto A, la tortuga habrá avanzado hasta el punto B. Cuando Aquiles llegue a B, la tortuga estará ya en C. Y así sucesivamente, hasta el infinito.

[2] «Nadie puede detenernos ahora / porque todos estamos hechos de estrellas».

[3] La idea es desarrollada por Leonardo Polo. Una sencilla explicación se puede encontrar en Sellés, 2011.

[4] «Control-Tierra llamando al Major Tom (…). Y estoy flotando de una manera muy peculiar / y las estrellas se ven muy diferentes hoy. / Porque aquí / estoy sentado en una lata / muy por encima del mundo. / El planeta Tierra es azul».

[5] «Es muy solitario, estás a seiscientos años luz de casa».

[6] «Pero dime, ¿navegaste a través del Sol? / ¿Llegaste a la Vía Láctea / para ver las luces apagarse / y que el cielo está sobrevalorado?».

[7] «Negro es el final, / nos enviará al invierno, / arrojará todo lo que se ve / al olvido».

[8] «Mi mamá me dijo que nunca debería aventurarme en el espacio, / pero lo hice, lo hice, lo hice. / Dijo que ninguna chica terrestre podía confiar en la raza marciana, / pero yo lo hice, lo hice, lo hice».

[9] «Solía soñar / solía mirar más allá de las estrellas».

[10] «Se siente como un extraterrestre, / siente que no pertenece [a este mundo]. / Ten piedad, gritó el alienígena. / Ayúdalo a encontrar el camino de regreso a casa».

[11] «De vuelta a casa en Júpiter, las cosas se están poniendo más difíciles / deseando que todo el mundo se relaje».

Dime niño ¿de quién eres? (la noción de hijo en los villancicos)


Este capítulo es un extracto del libro Filosofía explicada con canciones

Disponible en ebook y físico, en Amazon.

«Dime Niño, ¿de quién eres, todo vestidito de blanco?», canta un villancico español. Se trata de una pregunta sencilla, una indagación que apunta al misterio de lo que cada uno somos: hijos. Muchos villancicos han profundizado en lo que significa ser hijo, y de ellos nos valemos en este escrito de Navidad para indagar sobre nuestra filiación.

«Dime Niño, ¿de quién eres, todo vestidito de blanco?», comienza un villancico español. Se trata de una pregunta sencilla, una indagación que apunta al misterio de lo que cada uno somos. Tal pregunta se repite con insistencia cada nochebuena: «dime Niño, ¿de quién eres?», ¿quién es ese que «hoy descendió del Cielo» (Hermano, Dios ha nacido)? «¿De qué tierra y de qué patria?» (Madre, en la puerta hay un niño). La respuesta es tan sencilla como profunda: es el Hijo. Volvemos aquí, una vez más, sobre esta importante cuestión. Importante, sin duda, porque todos los misterios de la teología viven dentro de la piel de este Niño. Allí está el misterio del «Verbo encarnado, en la humanidad velado» (Oí un son), así como el misterio de lo que somos y seremos. Somos hijos “en el Hijo”[1] y hemos sido creados y recreados a ejemplo del Hijo eterno,[2] pues toda filiación viene de Él[3]. Viéndole descubrimos quiénes somos.

Intentaremos desentrañar estos misterios —hasta donde nos dé la cabeza— acudiendo a la mejor filosofía y teología, y pasando revista a más de setenta villancicos. Será solo un intento, nada más que eso: un asomarse a la ventana para ver «al Niño en la cuna», como se oye en un villancico andaluz muy conocido, Campana sobre campana.

Lo esencial de la filiación

Así como lo más propio del padre es dar, lo más propio del hijo es recibir. Los distintos animales pueden continuar la especie, porque los hijos reciben de sus padres en el código genético propio de la especie. En el mundo animal, la descendencia además copia los comportamientos que ven en los progenitores, por aquello de las neuronas espejo que nos hacen repetir lo que vemos. También los discípulos son como hijos de sus maestros, porque reciben de ellos los conocimientos. Incluso, a los adoptados se los califica de “hijos” en un sentido superior al meramente ficticio, en cuanto ellos reciben alimento, educación y afecto de los adoptantes.

Los hijos son como una prolongación de la vida de sus padres, ellos son su esperanza, promesa de lo que quizás no se pudo ser.[4] Muchos villancicos identifican al Niño del pesebre como el Salvador y la esperanza. «Alegres de corazón, llenos de esperanza, venimos hasta Belén para ver a Jesús», canta un villancico compuesto en 1797, Adeste fideles. Los padres pueden cantar: «nuestra esperanza es un Niño» (Navidad en mi tierra). En realidad, todos los miembros de la «familia de Nazaret» son «fuente de esperanza y vida» (Familia de Nazareth). También para el Padre eterno, el Hijo es esperanza de vida eterna: justamente será Él quien la propague dentro del mundo de las tinieblas.

Los mejores hijos son los que reciben más fidedignamente todo lo que el padre entrega. «A tal palo, tal astilla». Jesús es perfecto hombre y perfecto hijo por ser igual al Padre. La idea consta en una estrofa de Vamos pastores vamos (siglo XVI), que dice: «es tan lindo el chiquito, que nunca podrá ser, que su belleza copien, el lápiz y el pincel, pues el eterno Padre, con su inmenso poder, quiso que el Hijo fuera, inmenso como Él».

Demos otra vuelta a la idea original: si lo más propio del hijo es recibir, lo más propio de los hijos pequeños es recibirlo todo. Esto implica una cierta indefensión y desamparo cuando se está sin los padres. Las canciones navideñas enfatizan cómo Jesús en la cuna es hijo muy pequeño. «Ay del chiquirritín, que ha nacido entre pajas. Ay del chiquirritín, ¡chiquirritín! ¡Queri queridín queridito del alma!» (Timbiriche, ¡Ay! del Chiquirritín). No sé si se habrán percatado, pero de todas las especies vegetales, animales y angelicales que viven en el micro y macrocosmos, la que más honda tiene grabada la condición de hijo, es la especie humana. Ya dice mucho que seamos mamíferos, que tengamos dos progenitores y debamos amamantarnos durante la etapa inicial de nuestra vida. Pero incluso dentro de los mamíferos, somos los más débiles. Los búfalos y los toros nacen de pie, envistiendo al viento, y los felinos en días o meses ya pueden correr a gran velocidad y exhibir sus colmillos y garras ante el enemigo. En cambio, el ser humano es la especie más desvalida al momento de nacer, y la que más se tarda en educarse y generar recursos para poder sobrevivir.

¡Es sorprendente que Dios haya escogido nuestra especie para nacer! Además, ha querido reforzar la idea de la indefensión al nacer en un miserable portal de las afueras de un desconocido pueblo, dentro de una gran escasez. «Su calvario principiado, en aquel pobre Pesebre; sintió frío por primero por la helada que cayó» (Nacimiento). «Noche de frío y de nieve, el Niño llora en la cuna» (Alegría, alegría, alegría). «Familia pobre y divina, pobre mesa, pobre casa» (Familia de Nazaret).

La verdad es que eso del nacimiento de un Rey poderoso en medio de tan gran miseria no es algo fácil de explicar, no es muy “racional” que digamos. «Pobre y sencillo fue su nacimiento, Dios confundió el corazón de los soberbios» (Hermano, Dios ha nacido). Los teólogos y muchos villancicos acuden a la fácil respuesta del amor. «Por tu amor al hombre, bajas a la tierra, ¡oh Niño Dios!» (Gloria in excelsis Deo), pero eso no es sino patear la pregunta más allá: ¿y qué es el amor? ¿por qué Dios ama al pecador? ¿No tendrá que ver esto con que somos sus hijos? Tomás de Aquino y san Ambrosio observan que no hay precepto expreso que obligue a los padres a amar a sus hijos, porque el amor hacia ellos está impreso en la naturaleza con tal fuerza que las mismas fieras no pueden dejar de amar a sus crías. Así, según cuentan los naturalistas, los tigres, al oír los gritos de sus cachorros presos por los cazadores, hasta se arrojan al agua en persecución de los barcos que los llevan cautivos[5]. Quizá nuestra condición de hijos puede adelantar algún argumento en el misterio de Belén.

El hijo como don

Cada hijo es una “nueva creación”. «El Niño ha traído paz y reconciliación a una madre muy tierna y una nueva creación» (Noche grandiosa en Belén)[6]. La filosofía distingue dos tipos de “creación”: una creación débil, que solo trans-forma lo existente dándole una nueva forma, y una creación fuerte que saca algo de la nada (ex nihilo, en términos técnicos). En estricto sentido, esta última creación que da el ser y el existir es solo propia de Dios. Dios crea y mantiene en el ser. Un ejemplo puede ayudar a entenderlo. Si cerramos los ojos y pensamos en un punto, hemos creado algo que no existía antes; pero si dejamos de pensarlo, ese punto desaparece. El universo entero existe y se mantiene en la existencia porque Dios lo piensa y sigue pensándolo, y quiere que exista, y sigue queriéndolo. Si se olvidara de nosotros, no nos iría mal: ¡simplemente desapareceríamos! Los padres biológicos “crean” a sus hijos solo en un sentido débil, aportando el material biológico que tras la fecundación se transformará en el hijo. Ellos solo aportan la base material que será transformada en el hijo. Pero en cada concepción Dios crea el espíritu de ese ser (que por definición carece de materia, y no puede ser aportado por sus padres); tal creación del alma se produce ex nihilo, de la nada. Por eso Dios es tan padre de cada individuo humano, como sus padres biológicos: mientras ellos aportan el cuerpo, Él aporta el alma. Incluso podemos decir que es doblemente padre, porque a más de dar el alma, sostiene la existencia del cuerpo. Y todavía cabe añadir que también es tátara tátara abuelo, porque al crear todo el universo Él mismo previó, planeó y proporcionó la información genética de nuestra especie.[7]

Un hijo siempre es don, bendición, dulzura, adorno. «Niño lindo, ante ti me rindo. Niño lindo, eres tú mi bien» (Niño lindo). Probablemente el hijo no se dará cuenta de lo que él significa para sus padres, sino muchos años más tarde en la vida, o quizá nunca. Los villancicos repiten «dulce Jesús mío, mi Niño adorado», o «mi dulce Niño ha nacido» (Navidad en mi tierra). «Entrad, entrad pastorcitos, entrad y venid a ver, al niño tan rebonito que ha nacido en Belén» (jota Entrad pastorcitos). Los hijos engalanan a la madre. «La Virgen está tan guapa con el niño entre sus faldas (…). La Virgen lleva una rosa en su divina pechera, que se la dio San José el día de noche buena» (La Virgen está tan guapa).

El hijo es luz. «En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna» (Una pandereta suena). En el hijo restalla la luz del Padre. «Su linda carita más bella que el sol, da luz a la tierra, es faro de amor, despiden sus ojos mil rayos de amor» (Un rústico lecho). Un sinnúmero de cuadros pintan al Niño Jesús como un foco de luz que ilumina la escena navideña. Recuérdense, por ejemplo, los óleos de Geertgen tot Sint Jans (1490), Sandro Boticcelli (1501), Rubens (1609/1629) Matthias Stomer (1632), Louis Cretey (x. XVII) y Bartolomé Murillo (1670). También los villancicos recurren a la misma técnica. Así, se oye: «luz en el rostro del niño Jesús, en el pesebre del mundo la luz» (Noche de paz). «Una estrella se ha perdido y en el cielo no aparece, se ha metido en el portal y en Su rostro resplandece» (La marimorena). «Las flores de los campos adornan su belleza y brilla su esplendor» (villancico venezolanoEl Niño Jesús llanero). «Jesús va a venir, a regalarnos la luz de la Luna» (villancico sobre el nacimiento de Jesús). La Luna, aquel astro que es poesía en el cielo oscuro y que se roba las miradas, es precisamente este Hijo. Es luz sobre todo para sus padres: «el padre lo acaricia, la madre mira en él, y los dos, extasiados, contemplan a aquel ser» (Vamos pastores vamos). Solo un Niño que es luz puede crear una «Blanca Navidad».

Pero el hijo no es cualquier luz, es gloria. La luz excesiva puede sofocar e irritar la mirada. En cambio, un antiquísimo himno litúrgico que justamente se titula Gloria in excelsis Deo, canta al Niño: «“Gloria”, decían con voz suave, gloria a Jesús, Rey del Amor, paz en la tierra a aquel que sabe servir a Dios con santo ardor (…) gloria canta el firmamento y la tierra canta amor». El niño es gloria de Dios y de sus padres. Muchísimos villancicos lo repiten una y otra vez, usando las mismas palabras angélicas que anunciaron la llegada del Salvador; son tantos que huelga citarlos aquí.

Por muchos capítulos, el hijo —todo hijo— es salvación y esperanza. El hijo es salvación de la especie. Cualquier hijo de cualquier ser humano, animal, planta o microbio, permite subsistir a la especie. Sin hijos las especies simplemente se extinguen. Esto aplica máximamente al Hijo celestial, al Cristo salvador del género humano. Con suma justicia a Él se dedican estas frases: «y cantemos aleluya, y cantemos gloria a Dios, que ha nacido Jesucristo, que ha nacido el Salvador» (Caminando). «El Señor de los señores, el Ungido celestial. A salvar los pecadores bajó al seno virginal» (Oí un son).

Además, cada hijo es fuente de “clemencia y perdón” en la familia. «Nochebuena, noche hermosa de clemencia y perdón; gloria canta el firmamento y la tierra canta amor», dice el mismo villancico (Gloria in excelsis Deo). Esto que se aplica en primer lugar al Hijo eterno, cabe extenderlo a todo hijo. ¡Cuántos conflictos matrimoniales no se solucionan con la llegada de un hijo! Muchos problemillas se relativizan y la pareja centra la atención en lo importante. «De los cielos han venido mil alas hasta su cuna, hoy mueren todos los odios y renace la ternura», canta otro villancico (Hermano, Dios ha nacido). En verdad, en muchas familias cabe repetir que «el Niño ha traído paz y reconciliación a una madre muy tierna» (Noche grandiosa en Belén).

Por lo mismo y por muchos motivos más, el hijo es fuente de unión en la familia. «Familia pobre y divina, pobre mesa, pobre casa, mucha unión, ninguna espina y el ejemplo que culmina en un amor que no pasa» (Familia de Nazareth). «Cantemos, cantemos, todos en unión. (bis) Al niño y la Virgen con gran devoción» (Cantemos, cantemos).

El Hijo puede ser clemencia y perdón, porque Él ha sido fruto del amor, produce amor, y es en sí mismo “amor”. Es evidente que los hijos atizan la hoguera del amor. «San José dichoso contempla al Dios Niño y mira orgulloso arder su cariño», canta un villancico (Ha nacido el Niño Dios). Son capaces de atizar el amor, porque ellos mismos son amor[8]. Lo dice explícitamente un villancico español: «Dime niño, de quién eres, y si te llamas Jesús. Soy amor en el pesebre, y sufrimiento en la Cruz» (Dime Niño). Los hijos son amor que nace del amor de sus padres. «No te canses de sonar, porque es Nochebuena, noche pura en que el Señor, con la paz, nació el amor» (Campanita del lugar). El amor genera más amor, y los amores más altos generan amores que son persona.

En esta misma línea, el hijo es paz. «No más, no más sufrir, dejad las penas ya, que el rey de los cielos viene a nosotros a darnos su amor y paz» (Alegres vamos). Ciertamente un hijo significa cuidados y desvelos. «La mula lo acosa, el niñito llora, la virgen se angustia» (Ya nació Jesús). Si hasta «al bueno de San José le han roído los calzones» (La marimorena), ¿qué no sucederá con los demás padres? Aun así, junto al recién nacido siempre se hablará de una «noche de paz, noche de amor, entre los astros que esparcen la luz (…) brilla la estrella de paz», según se oye en una canción compuesta allá en el año 1818. Y no la única que lo enfatiza. De hecho, una de las palabras más repetidas en los villancicos, es precisamente esta: “paz”. Así oímos: «hoy descendió del cielo la Paz verdadera» (Humilde nacimiento). Lo más frecuente es que los villancicos repitan las palabras angelicales escritas en el Evangelio: «paz a los hombres de buen corazón» (Lc 2, 14; frase repetida, por ejemplo, en el villancico peruano Noche grandiosa en Belén). Se sobreentiende que solo genera paz a los de “buen corazón”, porque tal paz no puede tenerla el asesino de Herodes ni quienes han matado a sus hijos. No somos de la especie de las víboras que se sacian comiéndose a sus crías apenas rompen el cascarón.

La paz que da el hijo no es una paz acordada, fruto de la negociación y del equilibrio de fuerzas. Es, por el contrario, una paz existencial alegre, serena y festiva. «La alegría llena los corazones, nuestro niñito Dios nos ha traído la paz, la paz que tanto ansiamos, la felicidad, la felicidad» (Mi estrellita). «Alegría, alegría, alegría, alegría, alegría y placer, porque ha nacido el Niño, en el Portal de Belén» (Alegría, alegría, alegría).

Finalmente, el Hijo es fiesta y genera fiesta. Para muchos el nacimiento del hijo es el acontecimiento más trascendental de su vida. Por ello, se siente la necesidad de celebrarlo. Las melodías navideñas enfatizan con fuerza esta necesidad vital. «Toquen guitarras, laúdes, bandurria, bombo y demás, para festejar al niño que ha nacido en el portal» (Repiquen castañuelas). «Arre borriquito vamos a Belén, que mañana es fiesta y al otro también» (Arre borriquito). «Pastorcitos, pastorcitos, venid todos juntos vamos a bailar, para festejar al niño gracioso y bonito que está en el portal» (Pastorcitos). La aparición del hijo es un evento extremadamente importante en la vida familiar, que merece recordarse cada año. Tales festejos son los cumpleaños. Esta es la Navidad. «Navidad, que de humildes belenes se llena mi tierra para celebrar a ese niño, Jesús, el Mesías» (Navidad). Entonces, todo se llena de música y de fiesta. «Los palmeros corazones festejamos su llegada, cantando en la madrugada ecos de la Navidad» (Los enanos). «Navidad que con dulce cantar celebran las almas» (Campanitas). «Una pandereta suena yo no sé por dónde irá, ay, ay, ay. Camino de Belén lleva hasta llegar al portal, ay, ay, ay» (Una pandereta suena). «Canta, ríe, bebe, que hoy es Nochebuena, y en estos momentos no hay que tener pena» (Canta, ríe, bebe).

El hijo como fin del camino

Una gran cantidad de villancicos centran su atención en el camino a Belén. ¡Hay que ir a ver al niño! Con abrumadora diferencia, el concepto que más se repite en los villancicos es “vamos” (o sus variantes, ve, va, venid, voy, etc.). Otras palabras muy repetidas también son “camino”, “caminando” y “burro”. Incluso podríamos afirmar que la mayoría de villancicos contienen, al menos implícitamente, la noción de misión: ha sucedido algo extraordinario y hay que hacer algo. ¡Hay que ir! ¡Hemos de empujar a otros para que vayan a verlo! Hay que ir «con mi burrito sabanero», e invitar a todos: «vamos, pastores, vamos, vamos a Belén, a ver en aquel Niño la gloria del Edén» (La gloria del Edén). «Soy un pobre pastorcito que camina hacia Belén, voy buscando al que ha nacido, Dios con nosotros Manuel» (Soy un pobre pastorcito). Algún villancico incluso añade que «todo lo que Dios creó, a su encuentro va, / feliz, feliz a su encuentro va» (Mundo feliz).

Con gran frecuencia se percibe un tono de urgencia en la música navideña. Veamos unos pocos ejemplos: «volad a Belén… que os espera un niño chiquito, que el Rey de los Cielos y la Tierra es» (Los campanilleros). «Corre, corre al portalito que ha nacido ya el niñito, yo he de llegar el primero y el primero lo he de ver» (Corre, corre al portalito). «Los pastores que supieron que el niño estaba en Belén, dejaron sus ovejitas y empezaron a correr» (Los pastores que supieron). «Vayamos presurosos por la ruta de Belén y saludemos al niño que nos trae nuestro bien» (Caminando). «Vayamos presurosos, ansiosos de llevar ofrendas y consuelos al Dios, al Dios de paz» (Venid pastores). «Iban caminando (…) y le han preguntado si para Belén hay mucho que andar. Antes de las doce, Belén, Belén, Belén llegar» (Iban caminando).

Después de “vamos”, el segundo verbo más repetido en los villancicos es “ver” (o sus variantes, “mirar”, contemplar, etc.). Para mi ese “vamos a ver” refleja bastante bien nuestra condición terrena. Aquí uno simplemente se pone a caminar sin ver bien la meta. Quizá se ha vislumbrado algo, una pequeña luz que nos llena de esperanzas. Basta ver una luz en el horizonte, aunque sea tan tenue como la de una estrella, para poder caminar hacia ella. «El corazón más perdido sabe ya que alguien le busca, el hombre ya no está solo, ya la tierra no está a oscuras», dice el villancico Hermano, Dios ha nacido. Lo importante es mantenerse caminando. «Caminando, caminando, no dejemos de caminar, que ha nacido Jesucristo, que ha nacido el Dios de paz» (Caminando).

Solo al final del camino se podrá decir «ya llegamos a Belén a ver al niño Jesús» (Que vengan los Reyes Magos). Solo entonces se podrá propiamente “ver”. Las canciones expresan un deseo enorme de ver a ese Niño que es Dios, a ese rostro de paz que de alguna manera misteriosa resplandece en el rostro de todo niño. «Alegres de corazón, llenos de esperanza, venimos hasta Belén para ver a Jesús» (Adeste fideles). «Din, don, din, don… A un cielo azul de silencio mil campanas dan su voz, y han de perderse en la noche a los ojos del amor» (Dilin, din, dan).

La vista descifra el misterio. Los padres encuentran su razón de ser en el hijo: él da sentido a su amor y a su trabajo. En el hijo todos los antecesores cifran sus esperanzas. «Un taller de carpintero y un gran misterio de fe, manos callosas de obrero, justas manos de hombre entero: es la casa de José», canta el villancico Familia de Nazareth. Ya dijimos que el hijo es salvación porque salva a la especie; ahora añadimos que también es salvación porque da sentido a la existencia. «Ya hay Salvador, Cristo, para vivir hay razón» (El Hijo de Dios).

En realidad, el Hijo da sentido no solo a los padres, sino a todo lo que existe bajo el sol. «Arbolito, arbolito, campanitas te pondré, quiero que seas bonito que al recién nacido te voy a ofrecer» (Arbolito). «La tierra, el cielo y el mar, palpitan llenos de amor» (Anunciar). Los teólogos observan que desde el acontecimiento de la encarnación todo el universo ha comenzado una nueva etapa en su existir; desde entonces, todo, hasta la más diminuta partícula de este cosmos tiende a recapitularse en la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Del Logos salimos y a Él volveremos[9]. Un villancico chileno expresa estos profundos conceptos en palabras más sencillas: «una estrellita pasó caminando para’ Belén, era tan linda y tan joven que el niño la quiso ver (…) entre el mar y las montañas del cielo quiso caer» (La Ronda de la Estrella).

Reacciones ante un niño

Un niño pequeño tienta el amor y la compasión de quien lo ve. ¡Más compasión aún suscita un recién nacido, pobre, con frío, que es Dios! Muchos villancicos destacan estas características. «Madre, en la puerta hay un Niño, más hermoso que el sol bello, parece que tenga frío, porque viene medio en cueros» (Madre, en la puerta hay un niño). «Buen José, cuide bien de ese niño que hace mucho frío dentro del portal. Mire usted, que su madre no tiene pañales ni mantas que pueda abrigar» (Navidad). «Sus padres con gran cuidado con las pajas lo cubrieron» (Nacimiento). Tal compasión nos mueve a prestarle ayuda. Un niño pequeño está hecho para cuidarlo. Aquí hay algo no solo racional, sino hasta instintivo. «Niño lindo, ante ti me rindo. Niño lindo, eres tú mi bien. Esa hermosura, ese tu candor, (…) el alma me roba, me roba el amor» (Niño lindo).

Encontrar un niño es encontrar un amor, alguien a quien regalar, alguien con quien no hay barreras. «Los pastores y las pastoras, le dan su amor», dice, por ejemplo, el Bolero Mallorquín. El amor tiene dos patas: el dar y el recibir. No hay amor posible sin alguien que quiera recibir nuestros regalos, sonrisas, cantos y juegos. Cada niño —y más este Niño que es Dios— es un clamor del cielo que suplica Amor. Resultaría sencillamente imposible que existiera el Hijo de Dios si no existiera un Espíritu que fuera Amor.

Dios se despoja de su inmensidad y gloria, y se convierte en niño indefenso, para que le llevemos todo: «voy a llevar al portal requesón, manteca y vino» (Campana sobre campana). «Le traen al Niño lo que pueden dar: lana de alpaca y de oveja, opa de quinua y torrejas de maíz» (Navidad en mi tierra). «Desde Lima he traído mazamorra para el Niño, para’ María y para’ José: miel turrón y camotillo (…) cuatro quesos le he traído porque yo lo quiero mucho (…) a Jesús le he traído tejas, uvas y un buen vino» (Regalos a Jesús). «Llevémosle todos ovejas y flores» (Ha nacido el niño Dios). «Lleva su chocolatero, rin, rin… su molinillo y su anafre» (Rin, rin). «Aunque soy pobre le llevo un blanquecino bellón para que su madre le haga un pellico de pastor» (Canción de Navidad). ¡Qué cantidad de víveres se le lleva! Cada quien los que puede. «Los reyes le traen oro, los pastores su bondad» (Pastorcito de Belén).

Pero en la fría cueva de Belén, lo primero que un recién nacido necesita es “calor”. La primera que se lo da es su madre. «Su padre mira contento, su madre le da calor» (Pastorcito de Belén). Luego, «una vaca y un burrito hacen feliz al Niño dándole calor. ¡Yo quiero ir a ese establo, para abrigar con mi poncho al Niño Dios!» (Navidad en mi tierra). Todos podemos darle calor a ese niño. «En el Portal de Belén hacen Luna los pastores para calentar al niño que ha nacido entre las flores» (La marimorena). Obviamente, con la distancia de los siglos nuestros cuerpos hoy no pueden transmitir físicamente calor a este Niño, ni los villancicos lo pretenden. Más bien, ellos nos sugieren poéticamente brindarle ese otro “calor” más profundo que el niño quiere, el calor del corazón. En ocasiones los mismos villancicos prescinden de metáforas y manifiestan sin circunloquios: «vamos a Belén a adorar al Niño Dios, a llevarle unos regalos, yo le doy mi corazón» (Regalos a Jesús). «Colgadito aquí en el pecho yo le llevo el bello amor, al niñito que ha nacido le llevo mi corazón» (Canción de Navidad).

¿Para qué se camina hacia un pueblo perdido de Belén? ¿A qué van los reyes y los pastores? No solo a ver, ni a regalarle víveres, sino sobre todo a rendirle honor a un Niño que es Dios. «A Belén pastorcitos daos prisa en llegar, al Niño Dios que ha nacido con gran fervor adorad» (A Belén pastorcitos). Llevarle cantos y presentes es la forma que tenemos de rendirle honor. Todo está hecho para ser regalo, para rendir honor al Hijo. «Las palmeras de mi tierra se inclinaron a saludar a mi niño que es tu niño que ha nacido en un portal» (Las Palmeras). El canto es la posibilidad que tiene el pobre de rendir honor. Hasta el más pobre de este mundo puede decir: «en tu honor frente al portal tocaré con mi tambor (…) su ronco acento es un canto de amor, ropompompom, ropompompom» (El tamborilero).

Yo me tardé muchos años hasta entender el sentido de la primera estrofa del villancico Los peces en el río, que dice: «la Virgen se está peinando entre cortina y cortina, los cabellos son de oro, el peine de plata fina». ¿Qué hace la descripción de un peinado en un villancico? Hoy, después de haber vivido más de cuarenta navidades lo he llegado a entender: se describe no la actitud vanidosa de una mujer que procura estar guapa, sino el deseo que tienen los padres de presentarse lo mejor posible ante su Hijo, ante su Dios. Es una cuestión de honor: la Virgen se peina para rendir honor. Así se explica también por qué la gente buena acostumbra a vestirse lo mejor posible para la cena de Navidad. ¡El Niño lo merece, la familia lo merece, Dios lo merece!

Un establo con pocos animales fue la gran trampa que puso Dios a los soberbios. «Si supieras la entrada que tuvo el Rey de los cielos en Jerusalén no quiso ni coches ni calesas, sino un jumentito que “alquilao” fue. Quiso demostrar… que las puertas divinas del cielo tan solo las abre la Santa humildad» (Los campanilleros). Los soberbios tienen dificultad de descubrir las bondades de los pequeños, su afecto a los menores se ha enrarecido, y son incapaces de rendirles honor. Hace falta ser humilde para descubrir a Dios en lo pequeño. Por eso cantan los villancicos que «los pobres, los humildes, acuden los primeros» (Dilin, din, dan).

¿Y qué hay de la paga a quien se ha excedido por un chico? Quien hace algo en su favor, no suele esperar paga. La paga es el mismo chico y su alegría. «Cuando Dios me vio tocando ante Él, me sonrió» (El tamborilero). Esto también aplica al amor del Padre por el género humano. ¿Qué espera el Creador de cielos y tierra al darnos todo? Quizá solo una sonrisa. A la vez, solo quien da recibe. «Ábreme tu pecho niño, ábreme tu corazón, que aquí afuera hay mucho frío y ahí dentro hallo calor» (Ven conmigo pastorcito).

Nuestra vida de hijos

Etimológicamente “hijo” viene del latín filius, palabra estrechamente relacionada con felix, feliz, fecundo, y con el verbo felare (de raíz indoeuropea) que significa “mamar”. En la ruda mentalidad del hombre antiguo el hijo es el que amamanta, y amamantando es feliz. Casi se podría afirmar que quien no recibe[10] o quien no es feliz recibiendo, no es hijo. Al menos, cabe concluir que el infeliz adolece de algo importante en su filiación. A mí siempre me ha maravillado descubrir en las páginas del Evangelio cómo Jesús gustaba llamarse a sí mismo “Hijo del Hombre” o “Hijo de Dios”. ¡Gozaba con tales apelativos! Un villancico refleja bien ese orgullo que tenía de sus padres: «Mi Madre es del cielo, mi Padre también, yo bajé a la Tierra, yo bajé a la Tierra para padecer» (Madre, en la puerta hay un Niño). Pues bien, Él es el modelo a seguir.

Como antes hemos visto, somos hijos, nietos y tataranietos de Dios, porque hemos recibido de Él muchos dones de forma directa e indirecta. La iconografía cristiana suele pintar a Padre celestial como a un abuelo de largas barbas blancas, y ello manifiesta mucho. Un abuelo fácilmente hace la vista gorda frente a los defectos de sus nietos. ¡Es bueno saber cuánto somos queridos! Pero sobre todo es bueno saber que Dios es Padre, y que de Él procede toda paternidad, porque si no sería imposible cualquier posibilidad de crecimiento.

Atendamos a una frase difícil de la Escritura. Mateo escribe: «el discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor. Bástale al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor» (Mt 10, 24-25). Lo dicho contrasta con algo que es de nuestra experiencia. A todos nos consta que muchos discípulos superan a sus maestros con relativa facilidad, por ejemplo en el campo de las matemáticas o de la física, pues ellos parten de los conocimientos que los predecesores les dejaron. La frase bíblica, por tanto, sería falsa o debería tener un sentido más profundo. Yo me inclino por esta última solución. Solo un Padre que es eterno puede ofrecer una esperanza de crecimiento infinito al género humano. En el fondo, si podemos superar en algún sentido a nuestros padres y maestros, es solo porque todos tenemos en común alguien que puede más. «A la mañana siguiente el Niño se levantó y le dijo a la patrona (…) Que se iba al templo, que aquella es su casa, donde iremos todos donde iremos todos a darle las gracias» (Madre, en la puerta hay un Niño). Si nuestro Padre es eterno, nuestro límite es el infinito. Quizá este destino eterno al que estamos llamados puede servir para explicar el sentido de la muerte: es preciso despojarse de este cuerpo finito para seguir creciendo indefinidamente en la casa del Padre.

Suele decirse que la virtud que caracteriza al buen hijo no es la justicia, sino la piedad[11]. La justicia estricta exige devolver lo recibido: presté cien, debo pagar cien. Sin embargo, no es posible devolver la vida a quien nos la ha dado: con nuestros padres siempre estaremos en deuda. A ellos solo les podemos agradecer, rendir honor y tener todos los detalles de piedad que podamos. Por este argumento la piedad resulta más exigente que la justicia, porque lo reclama todo. Piedad, en primer lugar, es aceptar lo recibido. Luego, la piedad exige agradecer de palabra y con obras, pues «es de bien nacidos ser agradecidos». Quien recibe, debe agradecer. Piedad es la virtud que busca la sonrisa de los padres. «Arrorró le canta María, folías le canta José y el Niño les mira y sonríe, y son felices los tres» (Las Palmeras). Piedad es temor a contristar. Piedad es diálogo continuo con el padre, con o sin palabras. Piedad es prestar oídos a quien tiene más experiencia y abrirle sinceramente el corazón.

Piedad es también aferrarse a una mano poderosa, y esto no es baladí[12]. «La Virgen va caminando, va caminando solita, y va llevando al portal al Niño de la manita» (Los peces en el río). Los místicos hablan de “abandono espiritual”: es preciso dejarlo todo en las manos del Padre. Quien realmente pone todo en las manos paternas, quien de corazón lo deja todo en esas manos poderosas, puede dormir. Por eso los niños pueden dormir con profunda paz. «Dormido en su nido, su vestidito soplado por el viento, como el Rey del Cielo» (Ya nació el Niño).

El gesto de aferrarse requiere de dos manos y de dos voluntades. El padre debe extender la mano hacia abajo y el hijo la suya hacia arriba. Cualquiera puede tomar la iniciativa. Por eso, piedad es confiar en la mano que se ofrece, pero también es pedir auxilio. Solo pide quien confía. A ningún padre le sienta mal que su hijo le pida un beso. ¡Pero si todos quieren besarlo! «María dame ese niño que yo lo quiero besar» (Repiquen castañuelas). «Es tanto lo que te quiero que a besos te comería y si te volvieras pan siempre a poco me sabrías» (Alegría, alegría, alegría). «Ha nacido un niño, vamos a Belén, todos los canarios a besar sus pies» (Isa Navideña, villancico canario).

Para el niño perder la mano del padre o de la madre, es perder un punto de apoyo crucial en la vida. En las especies que tardan más en madurar, como la de los tiburones, chimpancés o humanos, la pérdida de los padres incluso entraña riesgo de muerte, porque las crías no poseen aún los recursos necesarios para valerse por sí mismas y defenderse de sus predadores. En todo caso, tal pérdida siempre es lamentable. «Estando el Niño cenando, las lágrimas se le caen. Dime Niño: ¿por qué lloras? Porque he perdido a mi Madre. (…) Si usted me dijera donde la encontrara, de rodillas fuera de rodillas fuera hasta que la hallara» (Madre, en la puerta hay un Niño).

Por otro lado, además de ser hijos, hemos de sabernos hijos. Saberse hijo es encontrarse, es descubrir quién somos, es mirarse al espejo y reconocer que detrás de nuestros rasgos hay un padre. Quien descubre su condición de hijo encuentra su origen y el camino a seguir: ese camino a la casa paterna, que puede recorrerse a pie, en una burra, o, si se es pequeño, en los brazos de la madre. Saberse hijo es saberse amado; comprender que somos hijos de un Dios omnipotente es comprender que todo lo podemos en familia. Este conocimiento es la fuente de la más genuina autoestima. San Josemaría solía afirmar que quien desconoce su condición de hijo de Dios, desconoce su realidad más radical[13].

En la ciudad de Angers hay una pequeña y modesta calle llamada Rue des Filles Dieu. ¿Cómo debería ser el camino de los hijos de Dios? Debería ser super optimista y audaz. ¡Cuántos hijos de embajadores que saben que su padre tiene inmunidad diplomática no se permiten ciertos excesos en el tráfico! Y si nuestros padres fueran más ricos que Bill Gates, ¿cuántas cosas no nos permitiríamos? Pues bien, Dios es nuestro Padre. ¡El mundo es nuestro! Debemos caminar por la vía de los hijos de Dios con una gran libertad de espíritu. Etimológicamente “libre” viene del latín “lîber”, palabra que también significa hijo. Cuando la esclavitud estaba permitida, la ley no permitía que ningún hijo sea esclavo de su padre. Así resulta que ser hijo es tanto como ser libre.

Por otro lado, solo el libre puede jugar. Algunos filósofos han puesto en relación el juego con la libertad. Los artistas suelen pintar a los niños jugando y a los mayores trabajando. «Los querubines del cielo hoy han bajado una estrella, para que alumbre la gruta y Jesús juegue con ella» (Alegría, alegría, alegría). No hay que tomarse tan en serio esta vida, como si no tuviéramos padre, como si todo fuera azar incontrolado o puras fuerzas malignas que pretenden destrozarnos. ¡Tenemos Padre! En Él se funda nuestra esperanza.

¡Qué bueno es ser hijo y saberse hijo! ¡Sobre todo hijo pequeño! El peque de la familia lo tiene todo solucionado. Todo el mundo está pendiente de él: «Ay del chiquirritín, ¡chiquirritín! ¡Queri queridín queridito del alma!», se canta al indefenso. Cuando faltan las fuerzas, es preciso hacerse pequeño y acudir al auxilio paterno. En realidad, no podemos hacer nada sin un Padre celestial que nos soporte.

Algunos villancicos concluyen con esta estrofa: «La Noche Buena ya viene, la Noche Buena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más» (por ejemplo, La Noche Buena ya viene, y Dime Niño). Aunque celebremos muchas navidades, cada Navidad es única, y a ella no se podrá regresar. También cada vida es única, solo se vive una vez. El tiempo para ser buenos hijos es corto. Pues aprovechemos estos instantes que se nos dan para descubrir que somos hijos y para procurar ser hijos pequeños delante de Dios.

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Nairobi, 25 de diciembre de 2020


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[1] La expresión es del apóstol San Pablo. Cfr. Ef 1,3-6.15-18.

[2] «La adopción, aunque sea común a toda la Trinidad, se apropia sin embargo al Padre como a su autor, al Hijo como a su ejemplar, al Espíritu Santo como al que imprime en nosotros la semejanza a ese ejemplar» (S. Th, III, q. 23, a. 2 ad 3).

[3] «Me arrodillo ante el Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra» (Efesios 3,15). Así como toda paternidad viene de Dios Padre, toda filiación tiene su origen en el Hijo Eterno.

[4] Por eso la mala conducta del hijo duele tanto al padre: es como quebrantar una promesa. Ella desvanece una montaña de esperanzas.

[5] Luego la reflexión continúa afirmando que si hasta los tigres no pueden olvidarse de sus cachorros, menos una madre buena puede olvidarse de sus hijos: «¿Acaso puede olvidarse la mujer de su niño sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti» (Is 49,15).

[6] Según entiendo, el villancico se refiere sobre todo a la nueva creación de gracia, de nuevas relaciones sobrenaturales con los seres humanos y quizá con los ángeles. Con todo, la frase poética ofrece más posibilidades, como las que aquí recogemos.

[7] Es claro que la concepción del sempiterno Hijo de Dios en el seno virginal de María no implicó una creación de la Persona, pero sí del alma (inteligencia y voluntad humanas).

[8] Sin metáforas, ni poesía se puede decir que los hijos mismos son amor personal. La explicación filosófica más profunda sobre cómo la persona es en sí misma amor, la encontramos en Leonardo Polo, quien señala que el amor activo es un radical de la persona, superior a la naturaleza.

[9] «Todas las cosas por Él fueron hechas; y sin Él nada de lo que es hecho, fue hecho» (Jn 1, 3).

[10] A la vez, cabe añadir que se deja de ser hijo cuando se deja de recibir, cuando los oídos se cierran a la voz del padre y ya no se escucha. Para dejar de ser hijos en absoluto de nuestros padres, tendríamos que perder la vida y la existencia, un verdadero acto de aniquilamiento de nuestra parte espiritual.

[11] Desde luego, toda virtud humana debe tener como base el amor (caridad), sin la cual no existe virtud alguna que merezca ese nombre. Además, toda virtud requiere edificarse sobre la verdad. Pero vista directamente la buena relación padre-hijo, o madre-hijo, lo distintivo ahí es la piedad.

[12] Desde luego, la confianza solo tiene sentido ante un buen padre, o ante las buenas cualidades de un padre imperfecto. Solo con Dios es posible una actitud de confianza total, lo que en la ascética se llama “abandono” en Dios.

[13] Veritas liberabit vos (Ioh VIII, 32); la verdad os hará libres. ¿Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas» (San Josemaría, Amigos de Dios, n° 26).

Filosofía del tiempo: (III) El futuro


Este capítulo es un extracto del libro Filosofía explicada con canciones

Disponible en ebook y físico, en Amazon.

¿Cómo se ha de mirar al futuro? ¿Qué hacer con él? Muchos lo miran con cierto pesimismo, como un ser real que inexorablemente llegará. ¿Pero acaso el futuro existe? ¿No será pura imaginación, pura proyección ideal de algo que quizá nunca llegue? El futuro es un fantasma lleno de incógnitas, a las que intentaremos hacer frente en estas líneas en las que reflexionamos junto a preclaros pensadores acudiendo, como siempre, a la sabiduría contenida en la música pop.

Un futuro incierto, un cúmulo de sensaciones

¡El futuro! ¡Qué difícil es el futuro! ¿Cómo figurárselo, proyectarlo, esperarlo? Muchas canciones hablan sobre el futuro que se espera, pero casi ninguna sobre qué es específicamente el futuro. En general las canciones no hacen sino proyectar los sentimientos presentes sobre el futuro. Se ponen en juego la imaginación y la cogitativa. Según Leonardo Polo, la imaginación capta el tiempo como una sucesión de instantes (no precisamente como el flujo del presente); contrapone uno y otro instante, quizá dando una sensación de continuidad, aunque se perciba todo al mismo tiempo, de forma instantánea. A la vez, la cogitativa proyecta la acción imaginada en el tiempo. En palabras sencillas: si imaginamos los buenos momentos buscamos cómo mantenerlos en el futuro, si son malos vemos la manera de evitarlos.

Ejemplo de un buen futuro lo da Abba en su canción Hasta mañana (1974): «Hasta mañana ‘til we meet again. / Don’t know where, don’t know when. / Darling, our love was much too strong to die». Entonces las potencias internas de la imaginación y la cogitativa recrean un mundo maravilloso que miramos embelesados. Con un lenguaje más poético y menos filosófico Humberto Tozzi lo dice: «Gloria, por quién espera el día, / y mientras todos duermen, / con la memoria inventa, / aroma entre los árboles, / en una tierra mágica. / ¿Por quién respira niebla?, / ¿Por quién respira rabia?» (Gloria, 1978).

¡Hemos de procurar mantener lo bueno que aparece en nuestra vida! Si no se ve claro cómo seguir adelante, al menos debemos mantenerlo en el ánimo. Franco de Vita lo expresa con estas palabras: «con las manos llenas de dudas / cual si fuera la primera vez (…). / Y será, será, como es, será. / Sé que sobraran las palabras» (Franco de Vita, Será, 1990). Si desafortunadamente se llegó a perder lo bueno, hay que recuperarlo. Por eso se canta que «cuando la luz del sol se esté apagando / y te sientas cansada de vagar / piensa que yo por ti estaré esperando / hasta que tú decidas regresar» (Luis Miguel, La barca).

En cambio, si las cosas van mal, en el futuro se ensombrece. «Well today is grey skies / tomorrow is tears. / You’ll have to wait til yesterday is here» (Tom Waits, Yesterday Is Here, 1987). Con todo, si de veras se ama, aún en los pesares se busca salvar lo amado aunque se caiga el mundo y uno se pierda. «Y allá en el otro mundo / en vez de infierno / encuentres gloria, / y que una nube de tu memoria / me borre a mí», canta Guaraná (Échame a mí la culpa, 2001).

Como vemos, las canciones simplemente proyectan un cúmulo de sensaciones en el futuro, un conjunto de luces y sombras en el más allá. Pero, ¿tiene esto algún sustento? ¿No será ingenuo creerse todo lo que imaginamos como si fuera un cuento de hadas? Esa es justamente la actitud de Abba: «I have a dream, a song to sing / to help me cope with anything. / If you see the wonder of a fairy tale / you can take the future even if you fail. / I believe in angels / something good in everything I see» (Abba, I have a dream, 1979). Se canta, porque se necesita cantar. La canción y la poesía están intrínsecamente relacionadas. Bien aplica a la música lo que Michael Radford decía de la poesía: «la poesía no es de quien la escribe, sino de quien la necesita».

Pero volvamos sobre la pregunta formulada: ¿es lícito creernos que «hay que tentar al futuro con el corazón» (Diego Torres, Color de esperanza, 2001)? ¿No sería más honesto cantar llanamente con Rosana: «no sé mañana, sé de hoy…» (No sé mañana, 1996)?

¿Acaso el futuro existe?

Aquí, la pregunta más de fondo es si existe realmente el futuro. Si la respuesta es afirmativa, ¿qué consistencia tiene? ¿No sería acaso pura imaginación, como lo sugiere John Lennon? Al final de su famosa canción Imagine él mismo se percata de que su curiosa idea del porvenir resulta poco verosímil, a lo que da una salida poética: «You may say I’m a dreamer, / but I’m not the only one; / I hope someday you’ll join us / and the world will be as one». La mayor acusación sobre la falsedad del futuro que un cantante ha alzado es la de Ministri, quien afirma que «il futuro l’avete inventato voi. / Il futuro è una trappola» (Ministri, Il futuro è una trappola, 2008).

Según los filósofos, el tiempo simétricamente igual no existe en la realidad. Un año no es igual a otro. Si el tiempo es la medida del cambio, y en la realidad todas las cosas que cambian son distintas en tamaño, peso, medida, etc. entonces todo tiempo es distinto. Por eso todos los relojes, incluso los atómicos, tienen su “margen de error”. Todo tiempo es distinto. Solo el ser humano, que solo ve una parte mínima de la realidad, se satisface con tiempos más o menos iguales, cambios y medidas estandarizadas: un año es una vuelta al sol, no importa a qué velocidad vaya la tierra; un mes era una vuelta de la Luna, pero hubo que cambiarlo para resolver el estándar solar. La especie humana es isocronizante: simetriza el tiempo desigual. El tiempo igual es una ficción. En cierta medida, nosotros damos el sentido al tiempo. ¿No sucede esto con el futuro?

Otra observación: solo el hombre puede proyectarse hacia el futuro, los animales no. Primero se es consciente de que uno existe, y luego de que uno existirá. Entonces aparecen los miedos sobre el futuro, las inseguridades de perder lo que tenemos y la esperanza de conseguir algo mejor. El presente sabe a poco, el pasado ya se fue. ¡Hay que lanzarse hacia el futuro! Esta es la actitud de muchos artistas. En su juventud, la pequeña Annie solo miraba hacia el mañana: «the sun will come out, tomorrow. / So you gotta hang on til tomorrow / come what may. / Tomorrow, tomorrow, I love ya, tomorrow / You’re always a day away» (Annie, Tomorrow, 1982).

Pero una cosa es prever que mañana saldrá el sol, y otra que el mañana exista. En rigor, aquello de que el futuro existe es una contradictio in terminis: el futuro no puede existir hoy, porque aún no ha llegado a existir. Sin embargo, es muy fuerte en el hombre la sensación de futuro, de algún futuro que inexorablemente llegará. Entonces, ¿el futuro es una simple sensación? Desde luego que no, porque las sensaciones engañan: uno puede esperar ser feliz y caer en un infierno. Esa es la triste experiencia recogida en el musical de Los Miserables: «when hope was high and life worth living / I dreamed, that love would never die, / I dreamed that God would be forgiving» (Les Miserables, I dreamed a dream, 2012). Y, sin embargo, con el pasar de los años vemos que esperanzas tan hondamente sentidas naufragan en la realidad. «I had a dream my life would be / so different from this hell I’m living, / so different now from what it seemed. / Now life has killed the dream / I dreamed».

¿Cuál podría ser entonces la entidad del futuro? Si el futuro no es, pero puede ser, entonces el futuro es “potencia”. Futuro y potencia coinciden en significados. Esto es muy profundo y tiene muchas consecuencias. La potencia es algo más que los sueños de una noche de verano. Es posibilidad real del hoy. Técnicamente, la potencia solo existe en aquello que está en acto, y depende del acto: a mayor acto, a mayor perfección, mayor potencia. El futuro de una piedra es limitado y predecible, porque una piedra es poca cosa. En cambio, el futuro de una persona tiene un mundo de posibilidades. A mayor acto, mayor potencia. ¿Y qué habrá que decir del Acto Puro, del Dios omnipotente? Pues qué Él es el futuro.

¿Qué futuro nos espera?

La inquietante pregunta sobre el futuro ha recibido muy diversas respuestas de los filósofos. Los griegos creían en un movimiento cíclico del universo, donde todo se repetirá algún día. También algunas religiones orientales panteístas lo sostienen: el año brahmánico se sucederá una y otra vez. Estas creencias chocan contra la evidencia. No conozco canción que considere que la gran historia de la humanidad se repetirá una y otra vez, aunque quizá la haya en oriente. Tampoco es evidente la visión hegeliana de una historia predeterminada, que acaba con el autoconocimiento del absoluto.

Los filósofos modernos pensaban que el progreso humano es irreversible, pero una y otra guerra mundial los puso en su lugar. Sin embargo, la idea ha seducido a muchos, que han llegado a albergar —sin ver siquiera la historia de sus vidas— un optimismo ciego sobre el futuro fundado en las solas fuerzas humanas. Estamos ante la quintaesencia del optimismo moderno. La canción que mejor plasma esta visión es la de Diego Torres, titulada precisamente Color de esperanza (2001):

(…) Sé que las ventanas se pueden abrir

Cambiar el aire depende de ti

Te ayudara vale la pena una vez más.

.

Saber que se puede querer que se pueda

Quitarse los miedos sacarlos afuera

Pintarse la cara color esperanza

Tentar al futuro con el corazón.

.

Es mejor perderse que nunca embarcar

Mejor tentarse a dejar de intentar

Aunque ya ves que no es tan fácil empezar (…)

Sé que lo imposible se puede lograr

Que la tristeza algún día se irá. (…)

Más la historia de la humanidad no depende exclusivamente de las previsiones humanas. Piénsese en el hoy llamado efecto mariposa, capaz de generar imprevisibles desastres al otro lado del globo terráqueo. Leonardo Polo da un ejemplo muy significativo: ¿qué hubiera sido del Imperio Romano y del Antiguo Egipto si Cleopatra hubiera nacido con un par de centímetros más de nariz? Si una variable tan pequeña puede hacer cambiar la historia de los pueblos, ¿qué no se podría decir de otras más grandes como los desastres naturales o las pandemias? Hay tantas variables en los pueblos y en el devenir cósmico, que materialmente es imposible que la historia humana tenga un rumbo cierto y un destino seguro. Solo podría tener sentido si existiera un Dios capaz de gobernar esa multitud inconmensurable de variables.

Para resolver qué futuro nos espera, conviene volver a las ideas antes expuestas. Si el futuro es potencia, y la potencia más pudiente se predica del acto más intenso, entonces quienes más han formalizado su esencia más futuro tendrán. En palabras sencillas: más posibilidades se abren a los virtuosos, a los que tienen más relaciones sociales y han trabajado más en esta vida, que al pusilánime que no ha hecho nada. Por eso los profesionales de trayectoria tienen más posibilidades de tener clientes que los que se acaban de graduar, y los escritores de edad suelen tener más fama y más posibilidades de vender sus novelas. En general, las personas con más recorrido tienen más futuro espiritual, aunque menos futuro tendrá su cuerpo, que por ley de vida va decayendo. ¡Qué vano resulta depositar todas las esperanzas en el cuerpo!

Más que en proyectos materiales o corporales (tener más bienes, estar fit), el futuro se forja sobre todo en proyectos interpersonales. En convivir con la gente querida, en amarla, acompañarla, comprenderla y ayudarla. Más futuro tendrá quien esté mejor relacionado con los demás. Y en esto sí que aciertan el 100% las canciones optimistas sobre el futuro: «si tengo tu amor, tengo esperanza / y gracias a ti voy a despertar» (Lali Espósito, Tengo esperanza, 2015). La voz más potente aquí la tiene Andrea Bocceli: «por ti volaré. / Espera que llegaré. / Mi fin de trayecto eres tú / para vivirlo los dos» (Por ti volaré, 1995).

¿Qué hacer con el futuro?

¿Qué hacer con el futuro conocido o desconocido? Varias actitudes se pueden adoptar. Muchas de ellas han quedado magistralmente plasmadas en la canción One day more (2012) del musical Les miserables, cantada antes de la guerra que los revolucionarios enfrentarán con el ejército del rey. Valjean, ya mayor ve a su familia en peligro y sufre: «One day more / another day, another Destiny; / this never-ending road to Calvary». Jean Valjean camina a la muerte y su actitud es la de soportar el futuro. Distinto es el caso de su hija adoptiva Cosette y de Marius, que la ama. La guerra representa el alejamiento de ambos, que los hace desesperar. «I did not live until today. / How can I live when we are parted? (…) Tomorrow you’ll be worlds away / and yet with you, my world has started».

También hay quien confía en sus propias fuerzas, como sucede con el general Javert. «One day more to revolution, / we will nip it in the bud. / We’ll be ready for these schoolboys, / they will wet themselves with blood», canta el general de las fuerzas reales. Pero Javert no es un moderno que confía en las fuerzas ciegas de un futuro bueno que llegará inexorablemente; él confía en su ejército, él ha cuantificado el número de efectivos que tiene cada bando y supone que vencerá. Esto es filosofía clásica: el futuro depende del hoy, y el hoy depende del pasado. Sin embargo, como vimos, no es admisible creer que el futuro está exclusivamente en las manos humanas. Sin Dios, el hombre no es más que un cuerpo para la tumba. Sin Dios la muerte es siniestra y esquelética. Aquí lo único que verdaderamente vale la pena hacer es esperar a que alguien superior nos salve de las inciertas fuerzas del futuro. Eso es lo que hacen millares de canciones cuando se plantean el tema de la muerte. «Heaven is one step away / and then there came the dawn» (Eric Clapton, Heaven is one step away, 1985). Esperar, esperar es lo más razonable en esta vida. Si algo debemos hacer aquí, es cantar esta canción: «I will always be hoping, hoping (…). When it will be right, I don’t know / What it will be like, I don’t know / We live in hope of deliverance from the darkness that surrounds us» (Paul McCartney, Hope of deliverance, 1993).

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Nairobi, 13 de noviembre de 2020


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Filosofía del tiempo: (II) El presente


Este capítulo es un extracto del libro Filosofía explicada con canciones

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“Carpe diem”, dice un antiguo dicho latino, que hoy resuena en muchas canciones. Y es verdad, el hoy es lo único que tenemos: el pasado es indisponible, ya escapó de nuestras manos, y el futuro es un fantasma que nadie sabe si llegará. ¿Pero qué sentido tiene el presente, si lo tiene…? Intentaremos aquí descifrar qué es el presente, cuál es su valor y su razón de ser, acudiendo a decenas de canciones populares y las mentes más brillantes de la filosofía. Temas que parecen fáciles, pero que en absoluto lo son.

No rara vez aparece en la música la obsesión por la brevedad del tiempo. Manzanero suplicaba: «reloj no marques las horas / porque voy a enloquecer» (El reloj, 1956). También en el musical de Los miserables aparece la queja amarga: «At the end of the day you’re another day older (…)One more day standing about, what is it for? / One day less to be living»; «At the end of the day you’re another day colder»; «At the end of the day you get nothing for nothing / sitting flat on your bum doesn’t buy any bread» (At the end of the day, 2013). Los segundos son centavos y los años billetes de una devaluada moneda con la que poco se puede comprar. Tempus breve est. Hay poco tiempo para amar.

Por otro lado, el tiempo aclara las cosas. Un grupo poco conocido por estas tierras decía que «night is the stealer and time is the test» (Men at work, No sign of yesterday, 1983). Y esto es muy agudo. «Time is the test». ¡Cuántas melancólicas canciones evidencian cuán poco se ha amado! «Silencios en donde había palabras, / dos sombras que no se mezclan nunca. (…) Me hablo de libertad robada, / costumbres que se van desgastando, siluetas que el tiempo va borrando» (Daniela Romo, Ayer Pensé, 1986). El tiempo prueba si en verdad se ha amado.

En realidad, el tiempo no es un valor. Más que un valor, el tiempo es un multiplicador del valor de las cosas: no es lo mismo tener un caballo por un año, que durante cinco o diez, ni merecer un año de cárcel que cinco o diez. La huella que deja un beso en la mejilla desaparece rápidamente. No es lo mismo haber amado una noche, que haber sacrificado una vida. Bien aparece esta idea en el musical El violinista en el tejado (1971), donde el viejo cascarrabias Tevye, después de ver el fogoso amor de sus hijas, le pregunta a su anciana esposa Golde si aún quedaba algo de amor entre ambos. Y ella, después de darle largas a la respuesta, ante la insistencia de Tevye, responde: «Durante veinticinco años te he lavado la ropa, te he preparado la comida y he limpiado nuestra casa… Cada noche te he esperado junto al fogón, con la mesa preparada… Durante veinticinco años he aguantado tus berrinches y tus borracheras, y también he saboreado tus abrazos… Durante veinticinco años he vivido contigo, he luchado contigo… Te he dado cinco hijas, y he compartido tu mesa, tu lecho y tu casa. Si eso no es amor, entonces ¿qué es amor?».

Pero el hoy no se entiende sin el ayer. No somos marcianos que caen en una tierra desconocida, que de repente se insertan en una historia que no guardaba relación con ellos. Las circunstancias en las que hoy vivimos son resultado del pasado: de muchos hoyes antes vividos. Y no sólo las circunstancias, sino la cultura, las ideas, los problemas, la riqueza, las costumbres, nuestra forma de ser… Polo destaca que es propio del ser humano “acumular”. Los animales propiamente no aprenden de sus errores, ni de su pasado; a lo sumo repiten conductas que les fueron propicias. En cambio, las personas sí pueden acumular bienes y conocimiento a lo largo de los siglos. Lo que hace uno deja huella en otro. Como dice la canción: «Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar, / pasar haciendo caminos, / caminos sobre la mar» (Joan Manuel Serrat, Cantares, 1969). Muchas veces las huellas no son tan evidentes. «Caminante no hay camino / sino estelas en la mar…». Pero las estelas llegan más lejos que las huellas, cada vida influye en la sociedad.

El “hoy” es lo único que tenemos

Carpe diem, dijo Horacio 23 años antes de Cristo. ¡Aprovecha este día! ¡Aprovecha este instante!El día de hoy es lo único que tenemos. El pasado es inmanejable, indisponible. Ya ha escapado de nuestras manos. «You can’t go on living in the past. / The one thing constant is that there is always change / There is a way / Yesterday is gone / It’s a new day» (Lenny Kravitz, Yesterday is Gone, 2001). El pasado bueno o malo, ya está petrificado, no se puede cambiar, no hay nada que hacer con él. A lo sumo podemos recordarlo, tratar de entenderlo, amarlo hoy o despreciarlo.

Tampoco tenemos el futuro, que aún no existe (nadie puede aferrar lo que no existe). Ninguno conoce en detalle cómo le vendrá el futuro. «Maybe yesterday’s rhyme / was for yesterday’s time / and the future’s not ours to see» (Neil Diamond, Yesterdays Song, 1981). En el hoy se pelean todas las batallas. En el hoy nos jugamos la vida. Solo en la hora que marca el reloj se resuelve todo o se fracasa. No se pueden pelear las luchas del futuro mientras el futuro no llegue. Tampoco podemos resolver las cuestiones filosóficas que habrá en 50 años, porque aún no sabemos qué inquietará a las generaciones futuras. Tom Waits ha sido preclaro en este asunto: «Well today is grey skies / Tomorrow is tears / You’ll have to wait til yesterday is here» (Tom Waits, Yesterday Is Here, 1987). Sin duda pensar en el futuro es importante: peleamos por un futuro mejor para nosotros y para los nuestros, nos preparamos para lo que venga. El futuro es el fin por el que luchamos, pero nadie pelea en el futuro. Solo hoy uno se las juega todas, no mañana. Hoy, no mañana. En realidad, “hoy” es lo único que tenemos.

Santos y teólogos confirman lo dicho, e incluso van más allá. Santa Teresita del Niño Jesús, por ejemplo, le decía a Dios: «para amarte sólo tengo hoy», y ello es muy cierto. «Hoy» es el tiempo más propicio para decirle a Dios que le amamos. Hoy, no mañana, que no sabemos si llegará. Hoy, no ayer, que ya pasó. Para amarle sólo tenemos hoy, porque quien no ama hoy, en definitiva no ama. El pasado y el futuro se pueden ofrecer a Dios, pero se ofrecen «hoy». Uno no se condena por los pecados pasados, sino por no arrepentirse «hoy». En el «hoy» uno se gana el cielo o el infierno. Y todavía cabe decir más, si nos elevamos al tercer cielo. Cristo murió en la Cruz «hoy», no mañana. Tampoco este sacrificio quedó recluido en el ayer. Ratzinger explicaba que el Sacrificio del Calvario se produjo en el eterno hoy del Dios inmutable y por eso podemos asistir a él cuando vamos a Misa. Esto último es ciertamente un misterio que sólo aplica a Cristo, a Cristo y a quienes se unen a su sacrificio sempiterno.

En el fondo, lo único importante es el “hoy”. Todo lo importante está en el hoy. Y lo más importante es el amor. Las canciones que se cantan a las personas queridas no expresan el amor en términos de pasado, ni de futuro, ni de un efímero presente, sino en términos de constante actualidad, es decir, de eternidad. Un amor que no pretenda ser eterno, poco de amor tiene. «Maybe yesterday’s rhyme / was for yesterday’s time / and the future’s not ours to see, / but there’s some things that always will be / like sayin’ “I love you”», canta Neil Diamond (Yesterdays Song, 1981). Cuando se ama se pierde la noción del tiempo. «Code of silence of a dying heart. / Don’t know where the end begins and the truth starts» (Black Country Communion, Song of Yesterday, 2010). Y «el tiempo parece distinto / cuando no estás junto a mi» recuerda Luis Miguel (Contigo en la distancia, 1991). Cada instante tiene su actualidad y su novedad. «I don’t remember what day it was / I didn’t notice what time it was / All I know is that I fell in love with you»; «Every day’s a new day in love with you / With each day comes a new way of loving you» (Spiral Staircase, I Love You More Today Than Yesterday, 1969). También los cantantes latinos lo han descubierto: «Ella borra las horas de cada reloj / y me enseña a pintar transparente el dolor / con su sonrisa» (Francis Cabrel, Je l’aime à morir, 1979).

Esto también aparece en la literatura: «La aflicción puede marchitar las mejillas, pero no abatir el amor» (Schakespeare, en Cuento de invierno, 1611). Y es que, como dice Marcel, amar reclama la inmortalidad.

La intensidad del hoy

El presente es lo más intenso que tenemos. No en vano la mayoría de canciones de heavy metal se cantan en presente. También el firmamento y las cosas bellas se contemplan en presente. Recordamos la canción Nessun dorma (1990) de la obra Turandot, espléndidamente ejecutada por Luciano Pavarotti, donde canta: «guardi le stelle / che tremano d’amore e di speranza». Ningún recuerdo es tan inmenso como una noche estrellada, ninguna memoria hace justicia a la lontananza del mar, ningún relato es capaz de transmitir la mitad de lo que es una caída del sol en la playa. La contemplación más alta solo se produce en el hoy.

Resulta extremadamente curiosa la definición que Tomás de Aquino da de cielo y de infierno. Para el Santo el infierno es «tiempo indefinido» y el cielo «eternidad». Sin una buena comprensión del tiempo, resulta difícil entenderlo. Para Aristóteles sólo hay tiempo donde hay cambio; de hecho, «el tiempo es el número [la medida] del movimiento según el antes y el después». Mientras halla cambio, habrá tiempo. El Estagirita estudió bien cómo opera el movimiento: algo que está en potencia de ser otra cosa, pasa a ser esa otra cosa (pasa al acto) por alguna causa (agente) con un fin determinado (causa final). Mientras halla cambio habrá tiempo (que es la medida del cambio) y habrá un fin por conseguir. Por eso, en el cielo no puede haber cambio, ni tiempo, sino fin alcanzado, vida lograda, meta conseguida. El cielo tomista siempre está en presente. El cielo no es un conjunto de «días sin término», sino «eternidad»: es un «hoy constante», un presente sin cambio, ni tiempo. El Apocalipsis lo expresa en su lengua: en el cielo los nombres quedan escritos para siempre, de forma imborrable, en el libro de la vida.

Repárese en que un amor que pretende ser eterno exige la existencia de un cielo eterno. El amor nos lanza a lo Alto. «Ooh yes, you will always be / my endless love»; «two hearts, two hearts that beat as one, / our lives have just begun forever» (Diana Ross & Lionel Richi, Endless love, 1981). Dios es siempre nuevo. El amor no admite fin en esta tierra, ni estancamiento. Si es verdadero amor, tiene que crecer. «I love you more today than yesterday, / but, darling, not as much as tomorrow (…) Cupid, we don’t need you now, be on your way / I thank the lord for love like ours that grows ever stronger» (Spiral Staircase, I Love You More Today Than Yesterday, 1969). En definitiva, si el amor existe, debe de haber cielo donde se realice. Solo en el cielo el amor encuentra su hogar.

Por el contrario, el infierno es «tiempo indefinido» pues ahí siempre hay cambio, siempre hay dolor (por tanto, siempre hay tiempo). Se trata de una existencia precaria, que languidece en el cambio constante del padecer. Quien «no se encontraba inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego» (como dice el Apocalipsis). En el infierno se desmorona todo lo que apreciamos en vida.

Y, pese a lo que queda escrito, en esta tierra el presente nos huye, se escapa el agua de las manos. Es «Luna que se quiebra sobre las tinieblas de mi soledad… / ¿Adónde vas?»; es una «noche de ronda» ante la que cabe la queja: «qué triste pasas, / qué triste cruzas / por mi balcón» (Agustín Lara & José Feliciano, Noche de ronda, 1967). O, como dice el musical, «At the end of the day there’s another day dawning» (Les miserables, At the end of the day, 2013). Ciertamente tempus fugit.

Buscar la razón del presente

Con los años se aprende cuánto vale el presente. «Yesterday, when I was young, / the taste of life was sweet as rain upon my tongue, / I teased at life as if it were a foolish game (…) And only now I see how the years ran away» (Shirley Bassey, Yesterday, when I was young, 1970). Quizá los años se hubieran podido aprovechar en mejores cosas: «so many lovely songs were waiting to be sung». El problema de fondo está claro: «I never stopped to think what life was all about». Por eso se llega a detestar el pasado y su música. «There are so many songs in me that won’t be sung» (ibid.).

A veces la vida se vida un poco a la loca. Living la vida loca (1999) es el título de una canción de Ricky Martin muy sonada de finales del siglo pasado, pero el tema es viejo. Ya constaba en el célebre himno universitario compuesto en Alemania a mediados del siglo XVIII: «Gaudeamus igitur, / iuvenes dum sumus. / Post iucundam iuventutem, / post molestam senectutem, / nos habebit humus» (Alegrémonos pues, / mientras seamos jóvenes. / Tras la divertida juventud, / tras la incómoda vejez, / nos recibirá la tierra). Una excelente reproducción de este clásico la hace Antré Rieu (Gaudeamus Igitur, 2020). Estas canciones no captan bien el sentido del presente, su proyección al futuro: el hoy solo sirve para conseguir el placer inmediato que se pueda, y después no queda más que la tumba.

Pero el presente en esta tierra no es nada si no se proyecta sobre el futuro. El hombre vive indagando el sentido de su existencia. Sin esa justificación, lo mismo vale tomar un vino que domar un potro, que casarse, que morir. ¿Cómo encontrarlo? Un buen consejo es nos lo da Cat Stevens: «It’s not time to make a change. / Just relax, take it easy. / You’re still young, that’s your fault / There’s so much you have to know» (Father and Son, 1970). Hay que tomarse tiempo para reflexionar, hay que aprender de los mayores. Tiene que haber una razón fuerte en la vida para no suicidarse. Y hay que encontrarla.

Si no se ha encontrado aún esa razón, conviene conectarse a Spotify y escuchar a Julio Iglesias que dice: «Siempre hay por quien vivir y a quien amar. / Siempre hay por qué vivir, por qué luchar. / Al final las obras quedan las gentes se van, / otros que vienen las continuaran la vida sigue igual» (Julio Iglesias, La vida sigue igual, 1969). Algo hay que dejar en esta vida. Algo hay que dejar a alguien.

Y en esto último sí que concuerdan muchas tonadas. El presente tiene sentido cuando se ama a alguien, cuando uno se da. «Y yo que hasta ayer solo fui un holgazán / Y hoy soy el guardián de sus sueños de amor», recita Francis Cabrel (Je l’aime à morir, 1979). También la canción más célebre de Hoobastank recoge este mismo pensamiento. «And so I have to say before I go / that I just want you to know / I’ve found a reason for me / to change who i used to be, / a reason to start over new / and the reason is you» (The Reason, 2003).

Cuando uno busca dejar algo en los demás, uno se complica la vida. Pueden las cosas no salir según lo planeado, como dice Coldplay: «Nobody said it was easy, / no one ever said it would be this hard. / Oh, take me back to the start» (The Scientist, 2002). En todo caso, salgan bien o salgan mal las cosas, uno se sabe útil. La vida tiene sentido.

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Nairobi, 8 de noviembre de 2020


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Filosofía del tiempo: (I) El pasado


Este capítulo es un extracto del libro Filosofía explicada con canciones

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¿Qué es el pasado? Parece una pregunta sencilla, pero no lo es. ¿Qué significa el pasado para cada persona? ¿Qué debemos hacer con el pasado? Las respuestas dependen de las circunstancias de cada uno: puede ser un pasado para recordar, un pasado para olvidar, o un pasado para valorar. ¡Qué importante son estas preguntas, porque somos quienes somos por el pasado que tuvimos! Ofrecemos aquí una reflexión donde citamos decenas de canciones populares y un buen número de egregios pensadores que han estudiado el tema.

Quería un día como hoy hablar sobre el pasado para homenajear a un amigo de memoria prodigiosa, que todo lo recuerda —o que todo lo cree recordar. Y quería escribir sobre el pasado hilando las letras de algunas canciones. No le cantaremos canciones sobre la vejez como «viejo mi querido viejo, ahora ya caminas lento / como perdonando al viento» (Piero, Mi viejo, 1969), ni lasque evocan la muerte, como «And now, the end is near / and so I face the final curtain» (Frank Sinatra, My way, 1983); más bien entonaremos de melodías que hablan sobre el pasado.

En realidad toda buena canción pasada nos habla del pasado. Existen ciertos sucesos mágicos, ciertas imágenes, palabras o notas que son capaces de encontrar eco en alguna recóndita neurona del cerebro donde se guardan especiales recuerdos. Entonces el recuerdo se dispara y se vuelve a vivir. Esto sucede especialmente con la música. ¡Qué poder tienen las canciones de revivir el pasado! «When I was young I’d listen to the radio / waitin’ for my favorite songs (…) / Those were such happy times and not so long ago» (The Carpenters, Yesterday Once More, 1973). ¿A quién no le ha sucedido que al oír una vieja melodía le viene a la memoria una etapa de la vida, un suceso, una persona? Y una canción lleva a otra… «they’re back again just like a long lost friend / all the songs I loved so well» (ibid.). Entonces el pasado revive, lo cantado conmueve. «It can really make me cry, just like before / it’s yesterday once more» (ibid.).

Pero dejemos este tema de lado. Más bien, pasemos revista de las canciones que hablan directamente del pasado.

Un pasado para recordar

¿Cuánto aprecian los cantantes el pasado? ¿Cómo valoran los años que la historia devoró? Ello depende. Depende de cómo haya sido ese pasado. Si fue bueno, el pasado se apreciará bastante y se buscará mantenerlo. En cambio, si estuvo tamizado de sombras, el pasado se procurará olvidar, o hasta aniquilar si fuera posible.

Todo lo que fue bueno se agradece. Mercedes Sosa daba «gracias a la vida, que me ha dado tanto, / me ha dado la marcha de mis pies cansados / con ellos anduve ciudades y charcos / playas y desiertos, montañas y llanos / y la casa tuya, tu calle y tu patio» (Gracias a la vida, 1971). Estas y otras muchas cosas se agradecen, y se agradecen con sinceridad. Sin embargo, cuando lo pasado fue amor, la actitud es más intensa, más pasional: no solo se agradece, sino que el recuerdo obnubila. El cantante se niega a perder lo amado; el amor se ha de recuperar a toda costa. Al menos se deja abierta una puerta para que vuelva a nacer en algún momento de la vida, aunque no se sepa bien cuando.

En efecto, el mejor pasado, el más celebrado por las canciones de todos los idiomas y de todos los tiempos, es el pasado en el que se experimentó el amor. «Que no diera yo / por un día volver / a los días de amor, días del ayer. / Volverte a encontrar, / volverte a querer» repite con insistencia Juan Gabriel (Qué no diera yo, 1984). Entonces «los días del ayer» se extrañan como «días divinos» (ibid.). Se aspira a resucitar el pasado, se aspira y se suspira, se vive y se revive lo que un día fue. «Vivirás en mis sueños, / como tinta indeleble / como mancha de acero», escribe el poeta merenguero Juan Luis Guerra (Estrellitas y duendes, 1990). La imagen de la amada se queda tan fuerte en nuestra memoria que es como si aún permaneciera sobre nuestros ojos, sobre nariz, sobre nuestra boca. «Me quedé en tus pupilas mi bien / ya no cierro los ojos. / Me tiré a los más hondo / y me ahogo en los mares / de tu partida, de tu partida», dice la misma canción. «¿Cómo olvidar su pelo? / ¿Cómo olvidar su aroma, / si aun navega en mis labios / el sabor de su boca?», recuerda otra canción, esta vez de Leonardo Fabio (Fuiste mía un verano, 1997).

En ocasiones la añoranza del amor pasado la torna casi trágica. Es un tema predilecto de los boleros. Suena terrible en mis oídos la conocidísima canción de Luis Miguel: «Tú, la misma siempre tú. / Amistad, ternura, ¿que sé yo? / Tú, mi sombra has sido tú, / la historia de un amor / que no fue nada» (Tú, la misma de ayer, 1988). Son gemidos de alguien sumamente herido. «Tú, la misma de ayer / la que no supe amar, no sé por qué». Quizá la parte más triste de esta canción —de esta y de muchas semejantes— es el lamento por no haber sabido aferrar lo bello, por haberlo dejado escapar, quizá por mezquindad, quizá por estupidez, o por lo que sea. «No existe un lazo entre tú y yo, / no hubo promesas, ni juramentos, / nada de nada». Es estúpido dejar escapar lo que se quiere.

Se suele ser consciente de que el pasado ya ha pasado. En el poema «caminante no hay camino» (Cantares, 1969), Joan Manuel Serrat nos enseña que «al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar». También Leonardo Fabio sabe que el pasado ya quedó atrás: «Tierno amanecer, / sé que nunca más» (Fuiste mía un verano, 1997). Pero las vivencias intensas quedarán grabadas en la memoria a tal punto, que marcarán la forma de ver lo cotidiano. «Cada piba que pase / con un libro en la mano / me traerá su nombre / como en aquel verano», dice la misma canción de Leonardo Fabio. Y la idea se repite en el musical Westside Story (1961): «I just met a girl named Maria / and suddenly that name / Will never be the same to me». La letra repite cincuenta veces el nombre de María. «Maria / say it loud and there’s music playing. / Say it soft and it’s almost like praying. / Maria. / I’ll never stop saying Maria». Es que, aunque sabemos muy bien cómo funciona el tiempo, el corazón se niega a que el pasado pase.

Y aun así, el tiempo termina alejándonos de aquello que un día quisimos. De una forma inexorable nos distancia del pasado, querámoslo o no. «Dicen que la distancia es el olvido / pero yo no concibo esa razón», canta Luis Miguel (La barca, 1991). Entonces aparece la nostalgia, la difícil nostalgia. ¡Qué difícil entender este sentimiento! ¿Por qué existe la nostalgia? ¿Por qué Dios la puso en el corazón del hombre? Pienso que este sentimiento no tendría sentido, si no se nos hubiera ofrecido un cielo en donde podamos reencontrarnos con aquellas cosas verdaderamente bellas que un día amamos en la tierra (cfr. 1 Cor 15; Is 11 y 65). Sin cielo la nostalgia resulta absurda.

Un pasado para olvidar

Pensemos ahora en los pasados borrascosos, en los tiempos llenos de problemas y de dolor. Con frecuencia, la distancia de los años nos permite ver que ciertos acontecimientos no tenían la entidad que pensábamos que tenían. «Yesterday / all my troubles seemed so far away. / Now it looks as though they’re here to stay / oh, I believe in yesterday» (Ayer todos mis problemas parecían estar tan lejos / y ahora parece como si estuvieran aquí para quedarse / Oh, en verdad creo en el ayer) (John Lennon, Yesterday, 1965). El tiempo quita al pasado su veneno, al menos en parte. Todo tiempo pasado fue mejor, dice el dicho. Todo se ve más fácil. «Yesterday / love was such an easy game to play» (el amor era como un juego fácil de jugar). Y, sin embargo, los problemas de amor no se borran de la memoria. «Why she had to go, I don’t know / she wouldn’t say. / I said something wrong / now I long for yesterday» (¿por qué ella tuvo que irse?, no lo sé, no lo dijo; quizá dije algo malo, / y ahora anhelo el ayer).

Si el mejor pasado es aquel donde hubo amor, el peor pasado será aquel donde el amor se perdió. Tal pérdida se puede dar de muchas maneras: por muerte del ser querido, por no haber sido correspondido o por haber sido defraudado. Los efectos son muy distintos en cada caso.

Pensemos primero en la muerte del ser querido. El evento conmueve tanto que hasta las lágrimas llegan al cielo. «Tears in heaven» (Eric Clapton, 1992). La experiencia la sufrió en la vida real Alberto Aguilera (más conocido como “Juan Gabriel”), quien recibió en 1974 durante su estancia en Acapulco la noticia de la muerte de su madre. Por este motivo Juan Gabriel compuso Amor eterno en ese mismo. La cantará luego con Rocío Durcal, y será su canción más afamada. La letra es muy sentida y describe con lujo de detalles lo que estos acontecimientos pueden producir. «Obligo a que te olvide el pensamiento, / pues siempre estoy pensando en el ayer. / Prefiero estar dormida que despierta / de tanto que me duele que no estés». «Como quisiera, ay, que tu vivieras, / Que tus ojitos jamás se hubieran cerrado nunca, / y estar mirándolos». La muerte causa un dolor imborrable, pero el amor —que cuando es verdadero, siempre es eterno— clama por la otra vida. «Amor eterno, e inolvidable. / Tarde o temprano estaré contigo / para seguir… amándonos». La muerte es el drama de los dramas.

El amor no correspondido suele recordarse con cierta tristeza, pero también con cierta esperanza. Franco de Vita ha compuesto una canción a una mujer llamada “Soledad” (1999). El nombre ya dice mucho. Es como él la ve a ella: sola. La letra termina con estas palabras: «Y yo te esperaré / todo el tiempo que quieras, da igual / si quieres busca en otro lugar / y si lo encuentras te puedes quedar / Te veo venir Soledad». Los mismos sentimientos aparecen en La barca de Luis Miguel (1991): «Cuando la luz del sol se esté apagando / y te sientas cansada de vagar, / piensa que yo por ti estaré esperando / hasta que tú decidas regresar». Obsérvese, como en estas canciones la tristeza siempre se mezcla con la esperanza, aunque aquí tales sentimientos no bullen con tanta fuerza como en las canciones que lamentan la pérdida de los seres queridos.

En cambio, cuando el amor ha sido defraudo, cuando uno se siente «el santo cachón» (vallenato de Los Embajadores, 2002), las reacciones son muy distintas. El pasado se recuerda con odio, con rabia, con iras. «Ódiame por piedad yo te lo pido» canta Julio Jaramillo en su famoso pasillo, y la razón por la que pide odio es «porque solo se odia lo querido». Las más tristes canciones han sido dedicadas al amor que parecía eterno, pero que se malogró o se perdió. Y ello emponzoña el corazón de la persona. El rumbero Bienvenido Granda dice: «hoy se mas que ayer, que diferencia / el engaño me ha enseñado a distinguir (…). He visto la verdad, me ha dicho tanto / que ya ningún amor me hará sufrir» (canción Hoy sé más). Más tarde un par de reguetoneros repetirán la idea: «Ay baby me dañaste el corazón, / ya no creo en el amor, / ahora por ti soy peor» (Wolfine y Maluma, Bella, 2017). Resulta curioso cómo las letras de la rumba y del reguetón suelen versar sobre los amores rotos.

Si se ha amado mucho, el fraude se siente demasiado y nos inmoviliza, tal como si hubiéramos visto un fantasma. «At first, I was afraid, I was petrified / kept thinking I could never live / without you by my side» (Al principio tenía miedo, / estaba petrificada. / me mantenía pensando que nunca podría vivir / sin ti a mi lado) (Gloria Gaynor, I Will Survive, 1978). No se sabe qué hacer y el pensamiento se arremolina sobre las ofensas recibidas en el pasado, hundiendo el alma cada vez más en un océano que no parece tener fondo. «(…) then I spent so many nights / thinking how you did me wrong» (pasé muchas noches / pensando cómo me hiciste tanto daño) (ibid.). Hasta que al final se ve necesario armarse de coraje para salir adelante, ver que la vida sigue corriendo y se sigue consumiendo. «I know I’ll stay alive! / I’ve got all my life to live / I’ve got all my love to give / And I’ll survive! I will survive! / Hey, Hey!» (sé que seguiré con vida. / Tengo toda mi vida por vivir, / y tengo todo mi amor por dar, / y yo sobreviviré, yo sobreviviré) (ibid.). El gran problema es aquí es que no siempre se guarda una reserva de coraje para vivir la vida. No es para nada bueno dar rienda suelta a la memoria, dejarla que cabalgue sin rumbo sobre el triste pasado.

Un pasado para valorar

La poesía, la literatura y las canciones suelen recurrir a metáforas para hablar del pasado. Dos de ellas me han parecido especialmente significativas: la metáfora del vino y la de los zapatos viejos.

El vino añejo evoca el pasado y el vino en abundancia nos estimula a hablar de la vida. «So sit down beside me / and tell me your story, / if you think / you’ll like yesterday’s wine» (Willie Nelson, Yesterday’s wine, 1971). El vino desata los respetos que se tienen para hablar, para contar lo que duele. Con un par de copas resulta más fácil soltar lo que uno ha acumulado durante años. Además, el vino parece identificarse con nosotros. «I’m yesterday’s wine / aging with time» (ibid.). Nos vamos avejentando como el vino en las barricas de la vida.

¿De qué sirve el pasado? El pasado determina quiénes somos hoy. Conocer el pasado es conocernos. Recordemos la metáfora de los zapatos viejos. En una vieja canción italiana que ya no se escucha en la radio, titulada Vecchio Scarpone (de Luciano Tajoli), se rinde homenaje a un par de botas militares viejas. «Vecchio scarpone quanto tempo è passato / quante illusioni fai rivivere tu. / quante canzoni sul tuo passo ho cantato / che non scordo più» (viejo zapato, ¡cuánto tiempo ha pasado!, ¡cuántas ilusiones revives!, ¡cuántas canciones he cantado a tu paso, que ya no recuerdo más!). La letra termina diciendo: «vecchio scarpone fai rivivere tu / la mia gioventù» (oh bota vieja, revive tú mi juventud).

En realidad esta preciada prenda no solo ha sido testigo de nuestro andar, sino que ha soportado nuestro peso. «Sopra le dune del deserto infinito, / lungo le sponde accarezzate dal mar, / per giorni e notti insieme a te ho camminato / senza riposar» (sobre las dunas del desierto infinito, a lo largo de la orilla acariciada por el mar, por días y noches junto a ti he caminado sin reposar) (ibid.). En verdad, unos zapatos rotos y roídos evidencian que sirvieron para recorrer muchos caminos, sus arrugas manifiestan que bien se amoldaron a los pies del dueño para hacer más grato su caminar. En cambio, un par de botines que aún lucen intactos, sin pliegues, ni fisuras, manifiestan que no han servido para nada. ¿Acaso no podríamos decir lo mismo de tantos tereques que guardamos en el armario? ¿Acaso no cabe repetirlo de nuestra misma piel, que los años van cavando? En una plaza de la legendaria Cartagena de Indias se ha levantado un monumento de grandes proporciones a los zapatos viejos. ¡Qué entrañable! ¡Qué justo rendirles homenaje!

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Nairobi, 28 de octubre de 2020


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La música, los filósofos y la amistad


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Tres clases de personas son las que mejor parecen captar el valor de la amistad: los filósofos, los artistas y los amigos. Los filósofos desde la hondura de su pensamiento descubren la esencia de la amistad, su peso, causas y efectos. Así, por ejemplo, Aristóteles ha observado que «el amigo es el más valioso entre todos los bienes exteriores, puesto que sin amigos nadie puede vivir» (Ética nicomaquea, VIII). Desde otra perspectiva muy distinta los artistas también han sabido recoger muchos aspectos de intimidad y camaradería que se dan en una atmósfera de aparente naturalidad, como «esos buenos momentos que pasamos sin saber» (Enanitos Verdes, Amigos). La misma Oda de la Alegría fue compuesta para celebrar a «quien logró el golpe de suerte de ser el amigo de un amigo». Frente a la visión teórica de los filósofos y a la emotiva de los artistas, está la perspectiva vivencial. ¿Quién puede decir mejor qué es la amistad sino el amigo? Quizá éste no sea muy agudo de cabeza, ni sepa expresar la amistad en canciones, pinturas o poemas, pero será él quien mejor la defina con sus abrazos y sus risas, con sus desvelos y sacrificios, y hasta con sus mismas quejas. Más vale tener un amigo, que saber qué es la amistad.

Dentro de los millones de “amigos” que hay en el mundo, hemos escogido uno con una vida absolutamente extraordinaria. Este es Juan Larrea Holguín. Al hilo de sus conmovedoras anécdotas, de la música y de la filosofía atravesaremos las tres etapas de la amistad: su nacimiento, su cultivo y la eternidad.

Abrirse a nuevos mundos

«Do you need anybody? I need somebody to love», cantaban los Beatles (en With a little help of my friends). Todos desean amar y ser amados. Fuimos creados para amar y nuestro espíritu está inquieto hasta saciar este apetito. La amistad no es un accésit, ni un artículo de consumo, ni menos un producto de lujo. Nadie puede vivir sin amigos, decía Aristóteles, pues representan una imperiosa necesidad de naturaleza. Quien tiene menos amigos es menos humano; el solitario o es un dios o una bestia. Por eso da tanta alegría encontrar un amigo. Quien lo encuentra, como dice el refrán, halla un tesoro: descubre un nuevo mundo de sorpresas, un pozo lleno de proyectos de vida, «un plan para que se hagan realidad los sueños que soñábamos antes de ayer» (La oreja de Van Gogh, Nadie como tú). En el amigo se cumple a la letra el «build my world of dreams around you, I’m so glad that I found you» (Jackson Five, I’ll be there).

Lo primero en la amistad es el encuentro. En la calle aguardan multitudes «just waiting on a friend» (Rolling Stones, Waiting on a friend). Todos quieren tener Un millón de amigos (Roberto Carlos). Y, sin embargo, la gente a veces tiene pocos amigos porque no sale al encuentro. Se cierran, claudican como personas, ya sea por soberbia, ya por simpleza, ya por pusilanimidad. No nos referimos aquí al sentimiento de pequeñez que, según C.S. Lewis, se siente frente al amigo: un amigo siempre es grande en algún sentido. Nos referimos, más bien, a la pusilanimidad que cohíbe, que frena e impide proponer una conversación a un político importante, a una celebridad o a un empresario de caudales. Otras veces lo que imposibilita la amistad son las ínfulas de grandeza y la pedantería. El que de entrada mira hacia abajo a quienes le sirven, a las personas de menor prestigio, cultura o escala social, o a quienes cuentan menos años, en el acto levanta una barrera insalvable para la amistad. Por último están los simplones, aquellos a quienes simplemente no les interesa la vida de los demás: ya están cómodos, ya nada necesitan. Sólo para un condenado «el infierno son los demás» (Sartre).

Juan tenía muchos amigos porque mucho los buscaba. La gente que más le trató afirmaba que dos eran sus principales virtudes: su enorme preocupación por los demás y su extremada delicadeza en el trato. Juan fue todo: abanderado (por ser el mejor alumno en el colegio), Premio La Salle, Premio Nacional Eugenio Espejo, Premio Tobar… (los premios más significativos del Ecuador) escritor de más de cien libros, abogado ilustre, mejor jurista del país, doctor honoris causa varias veces… a media vida recibió las órdenes y fue obispo de importantes diócesis, etc. Pese a tanto título siempre supo tratar a pobres y ricos, a cultos e ignorantes, a jóvenes y viejos con la mayor sencillez, «con ambiente festivo, con buen humor, sin ningún empaque de solemnidad», según había aprendido de san Josemaría. Desde niño supo hacerse amigo de los amigos de sus padres, hacerle conversa a aquellos que coincidían con él en el barco o en el avión, interesarse por la vida de sus compañeros de profesión, pasarlo bien con sus estudiantes, con sus feligreses y con gente de toda edad y condición. Se interesaba por todos, conocidos y desconocidos. Sin presentación previa escribió a muchos políticos, obispos y empresarios para felicitarles por las obras desarrolladas en servicio de la sociedad. Lo hacía pensando que «cuando uno hace algo mal, todos le caen; pero cuando se hacen obras buenas y hasta heroicas, nadie dice nada». Con tal convencimiento les escribía para animarles y afianzarles en sus decisiones. De esas cartas nacieron muchas valiosas amistades.

Quien desconfía no se acerca, ni llega nunca a encontrar un amigo. ¡Cuántos por ahí no suplican «to have a little faith in me» (Joe Cocker, Have a little faith in me)! Juan confiaba en la gente y la gente se hallaba a gusto a su lado. Se sentían tan a sus anchas que con frecuencia le discutían cualquier asunto jurídico, sin arredrarse ante su prestigio intelectual. Muchos estudiantes y abogados objetaron su parecer en la clase o en el foro nacional, sosteniendo incluso tesis contrarias a la moral. Nada de esto fue obstáculo para que terminaran siendo buenos amigos. Tanto llegaron a estimarle, que un buen día los miembros del partido opuesto a sus convicciones le pidieron que les redactara sus propios estatutos. Juan sabía cosechar amistad hasta de los encuentros más hostiles.

Pero aún esto es decir poco. La preocupación de Juan por el prójimo le desbordaba. Un día iba en su pequeño Volkswagen por la sierra ecuatoriana y divisó dos indígenas que en el camino peleaban furiosamente, piedra en mano. Ya corría sangre por la cara de uno. Paró, se bajó y con prisa fue a separarlos. Al acercarse percibió que apestaban a alcohol. A pesar de su ebriedad, reconocieron la presencia del sacerdote y repusieron: «perdonarás, no más, padrecito, borrachos estamos». Juan dio fin, a las bravas, a esa pelea que pudo terminar en crimen. Otro día, en el mismo camino vio un grupo de campesinos apiñados en torno a algo o alguien. Intrigado paró el carro y averiguó que una indiecita acababa de dar a luz una niña ahí en el camino; iba apresurada al pueblo, caminando, y no alcanzó a llegar. Monseñor recogió a la madre y a la recién nacida, y las llevó a su humilde casita a dos o tres kilómetros del lugar. Ambas quedaron sumamente agradecidas. Para encontrar amigos muchas veces hay que frenar a raya el carro de la vida, bajarse un segundo e interesarse por los demás.

Viendo tan buenos ejemplos, a aquellos timoratos, simplones o soberbios que recelosos aún no se abren a los demás, cabría preguntarles «¿por qué no ser amigos, estar unidos, vivir sin miedo y en libertad?» (Hombres G, Por qué no ser amigos). ¡Basta de ponernos barreras!

I’ll be there for you

El encuentro del amigo es lo primero, pero es solo un instante, una pequeña semilla capaz de germinar o morir. Para que eche raíces se ha de contar con el tiempo: tiempo para compartir, tiempo para ayudar, tiempo para pelear, tiempo para consolar… Sin tiempo no hay más que futuribles, amigos probables, compañeros de ocasión.

La frase que más se repite en las canciones de amistad es «I’ll be there» (The Rembrandts, Divas, Jackson Five, Bon Jovi, etc.). Muchas veces se puntualiza «I’ll be there for you». Y esto es esencial a la amistad: estar ahí, gastar el tiempo. Aristóteles señalaba que «es connatural a la amistad compartir la vida con los amigos» (Ética nicomaquea, IX). Por eso suena tan normal oírles decir: «te estaré escuchando aunque no te pueda ver» (Alex Ubago, Aunque no te pueda ver), «no estarás ya solo, yo estaré» (Laura Pausini, Las cosas que vives), «sé que es difícil, pero yo estaré aquí» (Belanova, Toma mi mano).

Quien sólo mira sus cosas no tiene amigos. «Son mis amigos, en la calle pasábamos las horas; son mis amigos por encima de todas las cosas», canta Amaral (Marta, Sebas, Guille y los demás). Y en verdad, quien desea tener amigos, debe ponerlos como fin, dejando otras cosas: ha de salir temprano del trabajo, dormir algo menos las noches, dedicarles parte del fin de semana, dejar otras actividades para ir con la pandilla a echar unas risas.

Sin descuidar los estudios, desde joven Juan aprendió a gastar horas, tardes y fines de semana con sus compañeros; a visitarles, a escribirles, a estar pendiente de sus grandes y pequeños sucesos. Especialmente intensa tornó su vida social en Roma, al cursar la carrera de leyes en la famosa Universidad de la Sapienza. Ahí tuvo la fortuna de conocer a san Josemaría, quien le cambió la vida. Con él intimó, dio paseos por la Ciudad Eterna y aprendió a profundizar en la amistad buscando lo que une, evitando lo que separa. Como a Juan le gustaba escalar montes, durante toda su vida llevó a muchos de sus amigos a este plan. Era la ocasión para charlar horas y horas sobre temas humanos y divinos. La conversación se iba al cielo… Una vez tuvo un despiste. Mientras subía sintió un dolor en los costados de ambos pies, que fue incrementando a cada paso. En la cima descubrió el motivo: ¡se había puesto los zapatos al revés! Estaba tan metido en la conversación, que esta “pequeñez” se le había pasado…

En las Navidades no escatimaba tiempo para tener detalles con los amigos. En estas fechas escribía tarjetas de felicitación —durante años a mano— a más de 200 personas. También procuraba llamarles en su cumpleaños y dedicar tiempo a todos en las reuniones. Una vez fue condecorado en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador por su aporte a la ciencia del Derecho. En el agasajo fue llamativo verle no sólo con las grandes eminencias y figuras del momento, sino también con los estudiantes que se le acercaban y con todo el que quería hablar con él. La verdadera amistad no mide fuerzas. «Tal vez hay seres más inteligentes, más fuertes y grandes también (tal vez); ninguno de ellos te querrá como yo a ti, mi fiel amigo» (Toy Story, Soy tu amigo fiel).

La amistad se manifiesta «alegrándose con el que se alegra y condoliéndose con el afligido», decía Santo Tomás, porque «cuando alguien ve a otros contristados de su propia tristeza, se hace como una ilusión de que los otros llevan con él aquella carga, como si se esforzaran en aliviarle del peso, y, por eso, lleva más fácilmente la carga de la tristeza» (Suma Teológica I-II, q. 3, a. 3). En ese sentido Juan procuró asistir a los entierros de los parientes de sus amigos, sabiendo lo que para ellos significaba, y nunca entendió a un individuo que por norma decidió jamás asistir a estos eventos. Quizá en la visita no se cruzaban muchas palabras, pero era el hecho de estar ahí. En esas ocasiones, como dice Roberto Carlos, «no preciso ni decir todo esto que te digo, pero es bueno así sentir que yo tengo un gran amigo» (Amigo). Además, como sacerdote asistió a gente de toda clase, fama y posición social en el lecho de muerte, incluso aunque hubieran sido sus “enemigos políticos” —de corazón Juan no los tenía—, logrando verdaderas conversiones de último momento.

El néctar de la amistad

El núcleo más primordial, la quintaesencia de la amistad, su extracto más puro, es buscar el bien del amigo. De ahí que los amigos de borracheras no sean tan amigos que digamos. Un amigo de veras nos empuja, nos lanza hacia la cima, nos mueve a dar lo mejor. Uno “se las arregla” (get by) «with a little help from my friends» (The Beatles, With a little help from my friends); uno se eleva (get high), se anima a intentarlo (I’m gonna try) con ellos. La amistad se cifra en un crecimiento moral. Siguiendo a los filósofos griegos, Leonardo Polo afirmaba que los hombres justos y virtuosos eran los más capaces de amistad, porque quieren el bien verdadero (en primer lugar el bien del hombre) y porque son más capaces de darlo. Así se entiende por qué resulta tan común equiparar los hombres buenos a los amistosos, y por qué resultaba tan fácil a Juan ganarse amigos: tenía una cabeza prodigiosa, una conducta intachable, se desvivía por los demás… Si «un amigo es una luz brillando en la oscuridad» (Enanitos Verdes, Amigos), él era esa luz. ¿A cuántas personas no aconsejó para que reformaran su vida? ¿A cuántas no animó a dar lo mejor de sí, a emprender proyectos profesionales ambiciosos, a ser generosos con Dios y con la Patria? Piénsese en las decenas de libros que sus amigos escribieron con él, en la atención sacerdotal que mantuvo con miles de personas, en todas esas confidencias personales tan alentadoras… A todos decía con sus gestos «toma mi mano» (Belanova, Toma mi mano), «cuenta conmigo cuando ni contar pudieras», «somos amigos tócame a la puerta» (Juan Luis Guerra, Amigos). A la vez, quienes se le acercaban podían contestar: «tienes ese don de dar tranquilidad, de saber escuchar, de envolverme en paz» (La oreja de Van Gogh, Nadie como tú), o simplemente «you make me live… I’m happy, happy at home. You’re my best friend » (Queen, You’re my best friend).

No se crea que Juan sólo buscaba los bienes celestiales para sus amigos. En realidad deseaba que todos estuvieran bien en todos los sentidos imaginables. Su cariño descendía a los detalles más nimios. Por modestia, Juan no solía hablar de sus hazañas, ni de sus títulos, ni de nada que le produjera vanagloria. Pero cuando lo nombraron Obispo Castrense vio que el montañismo interesaba tanto a los militares, que por hacerles amena una y cien tardes se pasó largos ratos narrándoles cómo había escalado los más altos picos ecuatorianos. Su amistad no conocía rigorismos, no tenía nada de acartonado. Otra anécdota. Unas horas antes de morir quien le ayudaba con el oxígeno estaba muy tenso, pues el paciente respiraba pésimo. José recuerda que Juan tomó un recipiente metálico pequeño que había sobre la cama y se lo puso a manera de casco, mientras decía: «soy un pequeño soldadito de Cristo». Ambos rieron y el que le acompañaba en el lecho de muerte tuvo un rato de paz.

Pero la amistad es más que una limosna al pobre. Lo esencial de la amistad es el amor recíproco (Sócrates, Platón, Aristóteles). A diferencia de la benevolencia, implica un dar y recibir bienes, un regalar y dejarse regalar. «I’ll be there for you… cause you’re there for me too» (The Rembrandts, I’ll be there for you). «De todos modos, no es noble estar ansioso de recibir favores, por más que igualmente hemos de evitar ser displicentes por rechazarlos» (Ética nicomaquea, IX). Tampoco aquí Juan padeció del rigorismo del “perfecto” que no acepta ningún favor. De buen gusto agradecía los regalos que le hacían aunque con frecuencia no los usara él; si le ofrecían condecoraciones y elogios no los rehuía, aunque alguna vez se le escapó que todo eso le costaba. En cierta ocasión, siendo ya obispo, asistió a una reunión de gente de abolengo ante las que aceptó beber un licor de muchos grados, por insinuación de un amigo. Paquito le ofreció una grappa, que Juan aceptó y hasta repitió una vez. Señaló que aunque había vivido muchos años en Italia y Argentina, jamás había probado ese licor típico de aquellos lugares, con lo cual Paco salió el doble de feliz por haber podido dar este gusto a su invitado.

C.S. Lewis observa que los artistas pintan a los amantes «face to face», mientras a los amigos «side by side». Y esto es lo propio de la amistad: compartir gustos, proyectos, aspiraciones, enojos… Sólo es amigo el que busca lo que une, las cosas guardadas en común. Un amigo puede decir: «en las cosas que vives, yo también viviré» (Laura Pausini, Las cosas que vives). Un gesto muy apreciado en el mundo intelectual es leer lo que escriben los amigos. Juan leía los libros que sus conocidos publicaban con gran interés y les hacía llegar su comentario por escrito. Hoy se conservan cientos de estas cartas. Un gesto heroico fue el que tuvo por su amigo José Rumazo: Juan se leyó los siete tomos que escribió sobre “La Parusía”, de unas ochocientas páginas cada uno, le hizo los respectivos comentarios, luego promovió y logró su publicación, y muchos años más tarde animó a otros a que reactivaran ese proyecto del amigo, que ya iba quedando en el olvido. Los escritores notaron mucho su afecto. Por eso no extraña que de los 1264 libros que tenía en su biblioteca al morir, más de la quinta parte tuvieran dedicatorias muy sentidas de los autores dirigidas a “Juanito”.

«We share memories», cantan Brightman y Carreras en Friends for life, y Celine Dion titula a una de sus canciones Je ne vous oublie pas (no te olvidaré; Gloria Estefan tiene otra semejante). En ella añade: «Je ne vous oublie pas, non, jamais, Vous êtes au creux de moi» (jamás te olvidaré, estás en lo más profundo de mi). Los amigos no olvidan. «De tantas cosas que perdí, diría que sólo guardo lo que fue mágico tiempo que nació en abril» (Alex Ubago, Aunque no te pueda ver). Y es que algo muy característico de quienes se aprecian es sentir ese «you are always on my mind» (Elvis Presley, Always on my mind). Muchos se han sorprendido al ver que decenas de años más tarde Juan seguía recordando pequeñas anécdotas sucedidas en la oficina, en la calle o en el aula. En cierta reunión él se le acercó a un diputado que había sido su alumno y que cuarenta años atrás había defendido en clase el divorcio. Esta persona, que no había cambiado de parecer, estaba ahí con la única mujer de su vida. «¡Viste, Enrique, cómo el matrimonio era para siempre!» dijo, y ambos sonrieron.

La amistad es una varita mágica que transforma lo aburrido, lo estúpido y sin sentido, en el momento más sensacional de la existencia. Los amigos invitan a «vivir la vida de emoción en emoción» (Timbiriche, Somos amigos). La pobreza de la juventud, las incomodidades del vecindario, un funesto paseo en donde todo sale mal se convierten en las más simpáticas anécdotas que recordarán los amigos matándose de risa. Hasta las disputas llegan a ser ocasión de unión y crecimiento. «Es mala señal que la amistad no sea capaz de mantenerse con opiniones diversas; o que el disidente (hostis) pase a ser inimicus. El contraste de opiniones no es enemistad, sino ocasión de rectificar, de corrección práctica» (Polo). Un verdadero amigo quita hierro a las contrariedades, sabe poner un punto de broma en la discusión. Alguna vez Juan comentó que una noche tuvo que sufrir las ruidosas campañas electorales de un famoso político del partido Liberal Radical, el Dr. Raúl Clemente Huerta en Ibarra. Como no conciliaba el sueño, tuvo que cambiarse de cuarto. Cuando vio al candidato le comentó en broma que sus campañas le habían sacado de la habitación «y él recogiendo la broma, se daba un pequeño golpe de pecho cuando nos encontrábamos. Pasado el tiempo, mi amigo se encontraba muy enfermo en Guayaquil; lo visité varias veces llevándole consuelo cristiano y finalmente recibió los sacramentos y murió ejemplarmente», escribió Juan.

Un amigo para la eternidad

Al final de su vida Juan anotó que había aprendido de san Josemaría «el amor a la libertad, el respeto a la opinión ajena y, consiguientemente, la necesidad de comprender a las personas como son, tratarlas a todas con respeto y procurar su amistad, convencidos de que ésta es un tesoro apreciabilísimo. Con la amistad, se puede hacer mucho bien a los demás y recibimos también magníficos ejemplos de toda clase de personas». Y se ve que aprendió bien la lección, porque cuando falleció el 27 de agosto de 2006 muchísimas personas le lloraron, mientras la banda del ejército entonaba la marcha fúnebre. «I won’t cry, I won’t cry; no, I won’t shed a tear, just as long as you stand, stand by me» (Ben E. King, Stand by me). Juan había partido. Ya no estaba. Sobraban motivos para llorar.

Pero el amor no puede morir. El amor reclama la eternidad, no tolera el fin del tiempo. «Amigos para siempre, means you’ll always be my friend. Amics per sempre, means a love that cannot end. Friends for life, not just a summer or a spring» (Sarah Brightman y José Carreras, Friends for life). Allá en la eternidad los verdaderos amigos nos esperan con los brazos abiertos. Allá, desde la eternidad, aún nos pueden ayudar.

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Quito, 6 de diciembre de 2014