Dime niño ¿de quién eres? (la noción de hijo en los villancicos)


Este capítulo es un extracto del libro Filosofía explicada con canciones

Disponible en ebook y físico, en Amazon.

«Dime Niño, ¿de quién eres, todo vestidito de blanco?», canta un villancico español. Se trata de una pregunta sencilla, una indagación que apunta al misterio de lo que cada uno somos: hijos. Muchos villancicos han profundizado en lo que significa ser hijo, y de ellos nos valemos en este escrito de Navidad para indagar sobre nuestra filiación.

«Dime Niño, ¿de quién eres, todo vestidito de blanco?», comienza un villancico español. Se trata de una pregunta sencilla, una indagación que apunta al misterio de lo que cada uno somos. Tal pregunta se repite con insistencia cada nochebuena: «dime Niño, ¿de quién eres?», ¿quién es ese que «hoy descendió del Cielo» (Hermano, Dios ha nacido)? «¿De qué tierra y de qué patria?» (Madre, en la puerta hay un niño). La respuesta es tan sencilla como profunda: es el Hijo. Volvemos aquí, una vez más, sobre esta importante cuestión. Importante, sin duda, porque todos los misterios de la teología viven dentro de la piel de este Niño. Allí está el misterio del «Verbo encarnado, en la humanidad velado» (Oí un son), así como el misterio de lo que somos y seremos. Somos hijos “en el Hijo”[1] y hemos sido creados y recreados a ejemplo del Hijo eterno,[2] pues toda filiación viene de Él[3]. Viéndole descubrimos quiénes somos.

Intentaremos desentrañar estos misterios —hasta donde nos dé la cabeza— acudiendo a la mejor filosofía y teología, y pasando revista a más de setenta villancicos. Será solo un intento, nada más que eso: un asomarse a la ventana para ver «al Niño en la cuna», como se oye en un villancico andaluz muy conocido, Campana sobre campana.

Lo esencial de la filiación

Así como lo más propio del padre es dar, lo más propio del hijo es recibir. Los distintos animales pueden continuar la especie, porque los hijos reciben de sus padres en el código genético propio de la especie. En el mundo animal, la descendencia además copia los comportamientos que ven en los progenitores, por aquello de las neuronas espejo que nos hacen repetir lo que vemos. También los discípulos son como hijos de sus maestros, porque reciben de ellos los conocimientos. Incluso, a los adoptados se los califica de “hijos” en un sentido superior al meramente ficticio, en cuanto ellos reciben alimento, educación y afecto de los adoptantes.

Los hijos son como una prolongación de la vida de sus padres, ellos son su esperanza, promesa de lo que quizás no se pudo ser.[4] Muchos villancicos identifican al Niño del pesebre como el Salvador y la esperanza. «Alegres de corazón, llenos de esperanza, venimos hasta Belén para ver a Jesús», canta un villancico compuesto en 1797, Adeste fideles. Los padres pueden cantar: «nuestra esperanza es un Niño» (Navidad en mi tierra). En realidad, todos los miembros de la «familia de Nazaret» son «fuente de esperanza y vida» (Familia de Nazareth). También para el Padre eterno, el Hijo es esperanza de vida eterna: justamente será Él quien la propague dentro del mundo de las tinieblas.

Los mejores hijos son los que reciben más fidedignamente todo lo que el padre entrega. «A tal palo, tal astilla». Jesús es perfecto hombre y perfecto hijo por ser igual al Padre. La idea consta en una estrofa de Vamos pastores vamos (siglo XVI), que dice: «es tan lindo el chiquito, que nunca podrá ser, que su belleza copien, el lápiz y el pincel, pues el eterno Padre, con su inmenso poder, quiso que el Hijo fuera, inmenso como Él».

Demos otra vuelta a la idea original: si lo más propio del hijo es recibir, lo más propio de los hijos pequeños es recibirlo todo. Esto implica una cierta indefensión y desamparo cuando se está sin los padres. Las canciones navideñas enfatizan cómo Jesús en la cuna es hijo muy pequeño. «Ay del chiquirritín, que ha nacido entre pajas. Ay del chiquirritín, ¡chiquirritín! ¡Queri queridín queridito del alma!» (Timbiriche, ¡Ay! del Chiquirritín). No sé si se habrán percatado, pero de todas las especies vegetales, animales y angelicales que viven en el micro y macrocosmos, la que más honda tiene grabada la condición de hijo, es la especie humana. Ya dice mucho que seamos mamíferos, que tengamos dos progenitores y debamos amamantarnos durante la etapa inicial de nuestra vida. Pero incluso dentro de los mamíferos, somos los más débiles. Los búfalos y los toros nacen de pie, envistiendo al viento, y los felinos en días o meses ya pueden correr a gran velocidad y exhibir sus colmillos y garras ante el enemigo. En cambio, el ser humano es la especie más desvalida al momento de nacer, y la que más se tarda en educarse y generar recursos para poder sobrevivir.

¡Es sorprendente que Dios haya escogido nuestra especie para nacer! Además, ha querido reforzar la idea de la indefensión al nacer en un miserable portal de las afueras de un desconocido pueblo, dentro de una gran escasez. «Su calvario principiado, en aquel pobre Pesebre; sintió frío por primero por la helada que cayó» (Nacimiento). «Noche de frío y de nieve, el Niño llora en la cuna» (Alegría, alegría, alegría). «Familia pobre y divina, pobre mesa, pobre casa» (Familia de Nazaret).

La verdad es que eso del nacimiento de un Rey poderoso en medio de tan gran miseria no es algo fácil de explicar, no es muy “racional” que digamos. «Pobre y sencillo fue su nacimiento, Dios confundió el corazón de los soberbios» (Hermano, Dios ha nacido). Los teólogos y muchos villancicos acuden a la fácil respuesta del amor. «Por tu amor al hombre, bajas a la tierra, ¡oh Niño Dios!» (Gloria in excelsis Deo), pero eso no es sino patear la pregunta más allá: ¿y qué es el amor? ¿por qué Dios ama al pecador? ¿No tendrá que ver esto con que somos sus hijos? Tomás de Aquino y san Ambrosio observan que no hay precepto expreso que obligue a los padres a amar a sus hijos, porque el amor hacia ellos está impreso en la naturaleza con tal fuerza que las mismas fieras no pueden dejar de amar a sus crías. Así, según cuentan los naturalistas, los tigres, al oír los gritos de sus cachorros presos por los cazadores, hasta se arrojan al agua en persecución de los barcos que los llevan cautivos[5]. Quizá nuestra condición de hijos puede adelantar algún argumento en el misterio de Belén.

El hijo como don

Cada hijo es una “nueva creación”. «El Niño ha traído paz y reconciliación a una madre muy tierna y una nueva creación» (Noche grandiosa en Belén)[6]. La filosofía distingue dos tipos de “creación”: una creación débil, que solo trans-forma lo existente dándole una nueva forma, y una creación fuerte que saca algo de la nada (ex nihilo, en términos técnicos). En estricto sentido, esta última creación que da el ser y el existir es solo propia de Dios. Dios crea y mantiene en el ser. Un ejemplo puede ayudar a entenderlo. Si cerramos los ojos y pensamos en un punto, hemos creado algo que no existía antes; pero si dejamos de pensarlo, ese punto desaparece. El universo entero existe y se mantiene en la existencia porque Dios lo piensa y sigue pensándolo, y quiere que exista, y sigue queriéndolo. Si se olvidara de nosotros, no nos iría mal: ¡simplemente desapareceríamos! Los padres biológicos “crean” a sus hijos solo en un sentido débil, aportando el material biológico que tras la fecundación se transformará en el hijo. Ellos solo aportan la base material que será transformada en el hijo. Pero en cada concepción Dios crea el espíritu de ese ser (que por definición carece de materia, y no puede ser aportado por sus padres); tal creación del alma se produce ex nihilo, de la nada. Por eso Dios es tan padre de cada individuo humano, como sus padres biológicos: mientras ellos aportan el cuerpo, Él aporta el alma. Incluso podemos decir que es doblemente padre, porque a más de dar el alma, sostiene la existencia del cuerpo. Y todavía cabe añadir que también es tátara tátara abuelo, porque al crear todo el universo Él mismo previó, planeó y proporcionó la información genética de nuestra especie.[7]

Un hijo siempre es don, bendición, dulzura, adorno. «Niño lindo, ante ti me rindo. Niño lindo, eres tú mi bien» (Niño lindo). Probablemente el hijo no se dará cuenta de lo que él significa para sus padres, sino muchos años más tarde en la vida, o quizá nunca. Los villancicos repiten «dulce Jesús mío, mi Niño adorado», o «mi dulce Niño ha nacido» (Navidad en mi tierra). «Entrad, entrad pastorcitos, entrad y venid a ver, al niño tan rebonito que ha nacido en Belén» (jota Entrad pastorcitos). Los hijos engalanan a la madre. «La Virgen está tan guapa con el niño entre sus faldas (…). La Virgen lleva una rosa en su divina pechera, que se la dio San José el día de noche buena» (La Virgen está tan guapa).

El hijo es luz. «En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna» (Una pandereta suena). En el hijo restalla la luz del Padre. «Su linda carita más bella que el sol, da luz a la tierra, es faro de amor, despiden sus ojos mil rayos de amor» (Un rústico lecho). Un sinnúmero de cuadros pintan al Niño Jesús como un foco de luz que ilumina la escena navideña. Recuérdense, por ejemplo, los óleos de Geertgen tot Sint Jans (1490), Sandro Boticcelli (1501), Rubens (1609/1629) Matthias Stomer (1632), Louis Cretey (x. XVII) y Bartolomé Murillo (1670). También los villancicos recurren a la misma técnica. Así, se oye: «luz en el rostro del niño Jesús, en el pesebre del mundo la luz» (Noche de paz). «Una estrella se ha perdido y en el cielo no aparece, se ha metido en el portal y en Su rostro resplandece» (La marimorena). «Las flores de los campos adornan su belleza y brilla su esplendor» (villancico venezolanoEl Niño Jesús llanero). «Jesús va a venir, a regalarnos la luz de la Luna» (villancico sobre el nacimiento de Jesús). La Luna, aquel astro que es poesía en el cielo oscuro y que se roba las miradas, es precisamente este Hijo. Es luz sobre todo para sus padres: «el padre lo acaricia, la madre mira en él, y los dos, extasiados, contemplan a aquel ser» (Vamos pastores vamos). Solo un Niño que es luz puede crear una «Blanca Navidad».

Pero el hijo no es cualquier luz, es gloria. La luz excesiva puede sofocar e irritar la mirada. En cambio, un antiquísimo himno litúrgico que justamente se titula Gloria in excelsis Deo, canta al Niño: «“Gloria”, decían con voz suave, gloria a Jesús, Rey del Amor, paz en la tierra a aquel que sabe servir a Dios con santo ardor (…) gloria canta el firmamento y la tierra canta amor». El niño es gloria de Dios y de sus padres. Muchísimos villancicos lo repiten una y otra vez, usando las mismas palabras angélicas que anunciaron la llegada del Salvador; son tantos que huelga citarlos aquí.

Por muchos capítulos, el hijo —todo hijo— es salvación y esperanza. El hijo es salvación de la especie. Cualquier hijo de cualquier ser humano, animal, planta o microbio, permite subsistir a la especie. Sin hijos las especies simplemente se extinguen. Esto aplica máximamente al Hijo celestial, al Cristo salvador del género humano. Con suma justicia a Él se dedican estas frases: «y cantemos aleluya, y cantemos gloria a Dios, que ha nacido Jesucristo, que ha nacido el Salvador» (Caminando). «El Señor de los señores, el Ungido celestial. A salvar los pecadores bajó al seno virginal» (Oí un son).

Además, cada hijo es fuente de “clemencia y perdón” en la familia. «Nochebuena, noche hermosa de clemencia y perdón; gloria canta el firmamento y la tierra canta amor», dice el mismo villancico (Gloria in excelsis Deo). Esto que se aplica en primer lugar al Hijo eterno, cabe extenderlo a todo hijo. ¡Cuántos conflictos matrimoniales no se solucionan con la llegada de un hijo! Muchos problemillas se relativizan y la pareja centra la atención en lo importante. «De los cielos han venido mil alas hasta su cuna, hoy mueren todos los odios y renace la ternura», canta otro villancico (Hermano, Dios ha nacido). En verdad, en muchas familias cabe repetir que «el Niño ha traído paz y reconciliación a una madre muy tierna» (Noche grandiosa en Belén).

Por lo mismo y por muchos motivos más, el hijo es fuente de unión en la familia. «Familia pobre y divina, pobre mesa, pobre casa, mucha unión, ninguna espina y el ejemplo que culmina en un amor que no pasa» (Familia de Nazareth). «Cantemos, cantemos, todos en unión. (bis) Al niño y la Virgen con gran devoción» (Cantemos, cantemos).

El Hijo puede ser clemencia y perdón, porque Él ha sido fruto del amor, produce amor, y es en sí mismo “amor”. Es evidente que los hijos atizan la hoguera del amor. «San José dichoso contempla al Dios Niño y mira orgulloso arder su cariño», canta un villancico (Ha nacido el Niño Dios). Son capaces de atizar el amor, porque ellos mismos son amor[8]. Lo dice explícitamente un villancico español: «Dime niño, de quién eres, y si te llamas Jesús. Soy amor en el pesebre, y sufrimiento en la Cruz» (Dime Niño). Los hijos son amor que nace del amor de sus padres. «No te canses de sonar, porque es Nochebuena, noche pura en que el Señor, con la paz, nació el amor» (Campanita del lugar). El amor genera más amor, y los amores más altos generan amores que son persona.

En esta misma línea, el hijo es paz. «No más, no más sufrir, dejad las penas ya, que el rey de los cielos viene a nosotros a darnos su amor y paz» (Alegres vamos). Ciertamente un hijo significa cuidados y desvelos. «La mula lo acosa, el niñito llora, la virgen se angustia» (Ya nació Jesús). Si hasta «al bueno de San José le han roído los calzones» (La marimorena), ¿qué no sucederá con los demás padres? Aun así, junto al recién nacido siempre se hablará de una «noche de paz, noche de amor, entre los astros que esparcen la luz (…) brilla la estrella de paz», según se oye en una canción compuesta allá en el año 1818. Y no la única que lo enfatiza. De hecho, una de las palabras más repetidas en los villancicos, es precisamente esta: “paz”. Así oímos: «hoy descendió del cielo la Paz verdadera» (Humilde nacimiento). Lo más frecuente es que los villancicos repitan las palabras angelicales escritas en el Evangelio: «paz a los hombres de buen corazón» (Lc 2, 14; frase repetida, por ejemplo, en el villancico peruano Noche grandiosa en Belén). Se sobreentiende que solo genera paz a los de “buen corazón”, porque tal paz no puede tenerla el asesino de Herodes ni quienes han matado a sus hijos. No somos de la especie de las víboras que se sacian comiéndose a sus crías apenas rompen el cascarón.

La paz que da el hijo no es una paz acordada, fruto de la negociación y del equilibrio de fuerzas. Es, por el contrario, una paz existencial alegre, serena y festiva. «La alegría llena los corazones, nuestro niñito Dios nos ha traído la paz, la paz que tanto ansiamos, la felicidad, la felicidad» (Mi estrellita). «Alegría, alegría, alegría, alegría, alegría y placer, porque ha nacido el Niño, en el Portal de Belén» (Alegría, alegría, alegría).

Finalmente, el Hijo es fiesta y genera fiesta. Para muchos el nacimiento del hijo es el acontecimiento más trascendental de su vida. Por ello, se siente la necesidad de celebrarlo. Las melodías navideñas enfatizan con fuerza esta necesidad vital. «Toquen guitarras, laúdes, bandurria, bombo y demás, para festejar al niño que ha nacido en el portal» (Repiquen castañuelas). «Arre borriquito vamos a Belén, que mañana es fiesta y al otro también» (Arre borriquito). «Pastorcitos, pastorcitos, venid todos juntos vamos a bailar, para festejar al niño gracioso y bonito que está en el portal» (Pastorcitos). La aparición del hijo es un evento extremadamente importante en la vida familiar, que merece recordarse cada año. Tales festejos son los cumpleaños. Esta es la Navidad. «Navidad, que de humildes belenes se llena mi tierra para celebrar a ese niño, Jesús, el Mesías» (Navidad). Entonces, todo se llena de música y de fiesta. «Los palmeros corazones festejamos su llegada, cantando en la madrugada ecos de la Navidad» (Los enanos). «Navidad que con dulce cantar celebran las almas» (Campanitas). «Una pandereta suena yo no sé por dónde irá, ay, ay, ay. Camino de Belén lleva hasta llegar al portal, ay, ay, ay» (Una pandereta suena). «Canta, ríe, bebe, que hoy es Nochebuena, y en estos momentos no hay que tener pena» (Canta, ríe, bebe).

El hijo como fin del camino

Una gran cantidad de villancicos centran su atención en el camino a Belén. ¡Hay que ir a ver al niño! Con abrumadora diferencia, el concepto que más se repite en los villancicos es “vamos” (o sus variantes, ve, va, venid, voy, etc.). Otras palabras muy repetidas también son “camino”, “caminando” y “burro”. Incluso podríamos afirmar que la mayoría de villancicos contienen, al menos implícitamente, la noción de misión: ha sucedido algo extraordinario y hay que hacer algo. ¡Hay que ir! ¡Hemos de empujar a otros para que vayan a verlo! Hay que ir «con mi burrito sabanero», e invitar a todos: «vamos, pastores, vamos, vamos a Belén, a ver en aquel Niño la gloria del Edén» (La gloria del Edén). «Soy un pobre pastorcito que camina hacia Belén, voy buscando al que ha nacido, Dios con nosotros Manuel» (Soy un pobre pastorcito). Algún villancico incluso añade que «todo lo que Dios creó, a su encuentro va, / feliz, feliz a su encuentro va» (Mundo feliz).

Con gran frecuencia se percibe un tono de urgencia en la música navideña. Veamos unos pocos ejemplos: «volad a Belén… que os espera un niño chiquito, que el Rey de los Cielos y la Tierra es» (Los campanilleros). «Corre, corre al portalito que ha nacido ya el niñito, yo he de llegar el primero y el primero lo he de ver» (Corre, corre al portalito). «Los pastores que supieron que el niño estaba en Belén, dejaron sus ovejitas y empezaron a correr» (Los pastores que supieron). «Vayamos presurosos por la ruta de Belén y saludemos al niño que nos trae nuestro bien» (Caminando). «Vayamos presurosos, ansiosos de llevar ofrendas y consuelos al Dios, al Dios de paz» (Venid pastores). «Iban caminando (…) y le han preguntado si para Belén hay mucho que andar. Antes de las doce, Belén, Belén, Belén llegar» (Iban caminando).

Después de “vamos”, el segundo verbo más repetido en los villancicos es “ver” (o sus variantes, “mirar”, contemplar, etc.). Para mi ese “vamos a ver” refleja bastante bien nuestra condición terrena. Aquí uno simplemente se pone a caminar sin ver bien la meta. Quizá se ha vislumbrado algo, una pequeña luz que nos llena de esperanzas. Basta ver una luz en el horizonte, aunque sea tan tenue como la de una estrella, para poder caminar hacia ella. «El corazón más perdido sabe ya que alguien le busca, el hombre ya no está solo, ya la tierra no está a oscuras», dice el villancico Hermano, Dios ha nacido. Lo importante es mantenerse caminando. «Caminando, caminando, no dejemos de caminar, que ha nacido Jesucristo, que ha nacido el Dios de paz» (Caminando).

Solo al final del camino se podrá decir «ya llegamos a Belén a ver al niño Jesús» (Que vengan los Reyes Magos). Solo entonces se podrá propiamente “ver”. Las canciones expresan un deseo enorme de ver a ese Niño que es Dios, a ese rostro de paz que de alguna manera misteriosa resplandece en el rostro de todo niño. «Alegres de corazón, llenos de esperanza, venimos hasta Belén para ver a Jesús» (Adeste fideles). «Din, don, din, don… A un cielo azul de silencio mil campanas dan su voz, y han de perderse en la noche a los ojos del amor» (Dilin, din, dan).

La vista descifra el misterio. Los padres encuentran su razón de ser en el hijo: él da sentido a su amor y a su trabajo. En el hijo todos los antecesores cifran sus esperanzas. «Un taller de carpintero y un gran misterio de fe, manos callosas de obrero, justas manos de hombre entero: es la casa de José», canta el villancico Familia de Nazareth. Ya dijimos que el hijo es salvación porque salva a la especie; ahora añadimos que también es salvación porque da sentido a la existencia. «Ya hay Salvador, Cristo, para vivir hay razón» (El Hijo de Dios).

En realidad, el Hijo da sentido no solo a los padres, sino a todo lo que existe bajo el sol. «Arbolito, arbolito, campanitas te pondré, quiero que seas bonito que al recién nacido te voy a ofrecer» (Arbolito). «La tierra, el cielo y el mar, palpitan llenos de amor» (Anunciar). Los teólogos observan que desde el acontecimiento de la encarnación todo el universo ha comenzado una nueva etapa en su existir; desde entonces, todo, hasta la más diminuta partícula de este cosmos tiende a recapitularse en la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Del Logos salimos y a Él volveremos[9]. Un villancico chileno expresa estos profundos conceptos en palabras más sencillas: «una estrellita pasó caminando para’ Belén, era tan linda y tan joven que el niño la quiso ver (…) entre el mar y las montañas del cielo quiso caer» (La Ronda de la Estrella).

Reacciones ante un niño

Un niño pequeño tienta el amor y la compasión de quien lo ve. ¡Más compasión aún suscita un recién nacido, pobre, con frío, que es Dios! Muchos villancicos destacan estas características. «Madre, en la puerta hay un Niño, más hermoso que el sol bello, parece que tenga frío, porque viene medio en cueros» (Madre, en la puerta hay un niño). «Buen José, cuide bien de ese niño que hace mucho frío dentro del portal. Mire usted, que su madre no tiene pañales ni mantas que pueda abrigar» (Navidad). «Sus padres con gran cuidado con las pajas lo cubrieron» (Nacimiento). Tal compasión nos mueve a prestarle ayuda. Un niño pequeño está hecho para cuidarlo. Aquí hay algo no solo racional, sino hasta instintivo. «Niño lindo, ante ti me rindo. Niño lindo, eres tú mi bien. Esa hermosura, ese tu candor, (…) el alma me roba, me roba el amor» (Niño lindo).

Encontrar un niño es encontrar un amor, alguien a quien regalar, alguien con quien no hay barreras. «Los pastores y las pastoras, le dan su amor», dice, por ejemplo, el Bolero Mallorquín. El amor tiene dos patas: el dar y el recibir. No hay amor posible sin alguien que quiera recibir nuestros regalos, sonrisas, cantos y juegos. Cada niño —y más este Niño que es Dios— es un clamor del cielo que suplica Amor. Resultaría sencillamente imposible que existiera el Hijo de Dios si no existiera un Espíritu que fuera Amor.

Dios se despoja de su inmensidad y gloria, y se convierte en niño indefenso, para que le llevemos todo: «voy a llevar al portal requesón, manteca y vino» (Campana sobre campana). «Le traen al Niño lo que pueden dar: lana de alpaca y de oveja, opa de quinua y torrejas de maíz» (Navidad en mi tierra). «Desde Lima he traído mazamorra para el Niño, para’ María y para’ José: miel turrón y camotillo (…) cuatro quesos le he traído porque yo lo quiero mucho (…) a Jesús le he traído tejas, uvas y un buen vino» (Regalos a Jesús). «Llevémosle todos ovejas y flores» (Ha nacido el niño Dios). «Lleva su chocolatero, rin, rin… su molinillo y su anafre» (Rin, rin). «Aunque soy pobre le llevo un blanquecino bellón para que su madre le haga un pellico de pastor» (Canción de Navidad). ¡Qué cantidad de víveres se le lleva! Cada quien los que puede. «Los reyes le traen oro, los pastores su bondad» (Pastorcito de Belén).

Pero en la fría cueva de Belén, lo primero que un recién nacido necesita es “calor”. La primera que se lo da es su madre. «Su padre mira contento, su madre le da calor» (Pastorcito de Belén). Luego, «una vaca y un burrito hacen feliz al Niño dándole calor. ¡Yo quiero ir a ese establo, para abrigar con mi poncho al Niño Dios!» (Navidad en mi tierra). Todos podemos darle calor a ese niño. «En el Portal de Belén hacen Luna los pastores para calentar al niño que ha nacido entre las flores» (La marimorena). Obviamente, con la distancia de los siglos nuestros cuerpos hoy no pueden transmitir físicamente calor a este Niño, ni los villancicos lo pretenden. Más bien, ellos nos sugieren poéticamente brindarle ese otro “calor” más profundo que el niño quiere, el calor del corazón. En ocasiones los mismos villancicos prescinden de metáforas y manifiestan sin circunloquios: «vamos a Belén a adorar al Niño Dios, a llevarle unos regalos, yo le doy mi corazón» (Regalos a Jesús). «Colgadito aquí en el pecho yo le llevo el bello amor, al niñito que ha nacido le llevo mi corazón» (Canción de Navidad).

¿Para qué se camina hacia un pueblo perdido de Belén? ¿A qué van los reyes y los pastores? No solo a ver, ni a regalarle víveres, sino sobre todo a rendirle honor a un Niño que es Dios. «A Belén pastorcitos daos prisa en llegar, al Niño Dios que ha nacido con gran fervor adorad» (A Belén pastorcitos). Llevarle cantos y presentes es la forma que tenemos de rendirle honor. Todo está hecho para ser regalo, para rendir honor al Hijo. «Las palmeras de mi tierra se inclinaron a saludar a mi niño que es tu niño que ha nacido en un portal» (Las Palmeras). El canto es la posibilidad que tiene el pobre de rendir honor. Hasta el más pobre de este mundo puede decir: «en tu honor frente al portal tocaré con mi tambor (…) su ronco acento es un canto de amor, ropompompom, ropompompom» (El tamborilero).

Yo me tardé muchos años hasta entender el sentido de la primera estrofa del villancico Los peces en el río, que dice: «la Virgen se está peinando entre cortina y cortina, los cabellos son de oro, el peine de plata fina». ¿Qué hace la descripción de un peinado en un villancico? Hoy, después de haber vivido más de cuarenta navidades lo he llegado a entender: se describe no la actitud vanidosa de una mujer que procura estar guapa, sino el deseo que tienen los padres de presentarse lo mejor posible ante su Hijo, ante su Dios. Es una cuestión de honor: la Virgen se peina para rendir honor. Así se explica también por qué la gente buena acostumbra a vestirse lo mejor posible para la cena de Navidad. ¡El Niño lo merece, la familia lo merece, Dios lo merece!

Un establo con pocos animales fue la gran trampa que puso Dios a los soberbios. «Si supieras la entrada que tuvo el Rey de los cielos en Jerusalén no quiso ni coches ni calesas, sino un jumentito que “alquilao” fue. Quiso demostrar… que las puertas divinas del cielo tan solo las abre la Santa humildad» (Los campanilleros). Los soberbios tienen dificultad de descubrir las bondades de los pequeños, su afecto a los menores se ha enrarecido, y son incapaces de rendirles honor. Hace falta ser humilde para descubrir a Dios en lo pequeño. Por eso cantan los villancicos que «los pobres, los humildes, acuden los primeros» (Dilin, din, dan).

¿Y qué hay de la paga a quien se ha excedido por un chico? Quien hace algo en su favor, no suele esperar paga. La paga es el mismo chico y su alegría. «Cuando Dios me vio tocando ante Él, me sonrió» (El tamborilero). Esto también aplica al amor del Padre por el género humano. ¿Qué espera el Creador de cielos y tierra al darnos todo? Quizá solo una sonrisa. A la vez, solo quien da recibe. «Ábreme tu pecho niño, ábreme tu corazón, que aquí afuera hay mucho frío y ahí dentro hallo calor» (Ven conmigo pastorcito).

Nuestra vida de hijos

Etimológicamente “hijo” viene del latín filius, palabra estrechamente relacionada con felix, feliz, fecundo, y con el verbo felare (de raíz indoeuropea) que significa “mamar”. En la ruda mentalidad del hombre antiguo el hijo es el que amamanta, y amamantando es feliz. Casi se podría afirmar que quien no recibe[10] o quien no es feliz recibiendo, no es hijo. Al menos, cabe concluir que el infeliz adolece de algo importante en su filiación. A mí siempre me ha maravillado descubrir en las páginas del Evangelio cómo Jesús gustaba llamarse a sí mismo “Hijo del Hombre” o “Hijo de Dios”. ¡Gozaba con tales apelativos! Un villancico refleja bien ese orgullo que tenía de sus padres: «Mi Madre es del cielo, mi Padre también, yo bajé a la Tierra, yo bajé a la Tierra para padecer» (Madre, en la puerta hay un Niño). Pues bien, Él es el modelo a seguir.

Como antes hemos visto, somos hijos, nietos y tataranietos de Dios, porque hemos recibido de Él muchos dones de forma directa e indirecta. La iconografía cristiana suele pintar a Padre celestial como a un abuelo de largas barbas blancas, y ello manifiesta mucho. Un abuelo fácilmente hace la vista gorda frente a los defectos de sus nietos. ¡Es bueno saber cuánto somos queridos! Pero sobre todo es bueno saber que Dios es Padre, y que de Él procede toda paternidad, porque si no sería imposible cualquier posibilidad de crecimiento.

Atendamos a una frase difícil de la Escritura. Mateo escribe: «el discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor. Bástale al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor» (Mt 10, 24-25). Lo dicho contrasta con algo que es de nuestra experiencia. A todos nos consta que muchos discípulos superan a sus maestros con relativa facilidad, por ejemplo en el campo de las matemáticas o de la física, pues ellos parten de los conocimientos que los predecesores les dejaron. La frase bíblica, por tanto, sería falsa o debería tener un sentido más profundo. Yo me inclino por esta última solución. Solo un Padre que es eterno puede ofrecer una esperanza de crecimiento infinito al género humano. En el fondo, si podemos superar en algún sentido a nuestros padres y maestros, es solo porque todos tenemos en común alguien que puede más. «A la mañana siguiente el Niño se levantó y le dijo a la patrona (…) Que se iba al templo, que aquella es su casa, donde iremos todos donde iremos todos a darle las gracias» (Madre, en la puerta hay un Niño). Si nuestro Padre es eterno, nuestro límite es el infinito. Quizá este destino eterno al que estamos llamados puede servir para explicar el sentido de la muerte: es preciso despojarse de este cuerpo finito para seguir creciendo indefinidamente en la casa del Padre.

Suele decirse que la virtud que caracteriza al buen hijo no es la justicia, sino la piedad[11]. La justicia estricta exige devolver lo recibido: presté cien, debo pagar cien. Sin embargo, no es posible devolver la vida a quien nos la ha dado: con nuestros padres siempre estaremos en deuda. A ellos solo les podemos agradecer, rendir honor y tener todos los detalles de piedad que podamos. Por este argumento la piedad resulta más exigente que la justicia, porque lo reclama todo. Piedad, en primer lugar, es aceptar lo recibido. Luego, la piedad exige agradecer de palabra y con obras, pues «es de bien nacidos ser agradecidos». Quien recibe, debe agradecer. Piedad es la virtud que busca la sonrisa de los padres. «Arrorró le canta María, folías le canta José y el Niño les mira y sonríe, y son felices los tres» (Las Palmeras). Piedad es temor a contristar. Piedad es diálogo continuo con el padre, con o sin palabras. Piedad es prestar oídos a quien tiene más experiencia y abrirle sinceramente el corazón.

Piedad es también aferrarse a una mano poderosa, y esto no es baladí[12]. «La Virgen va caminando, va caminando solita, y va llevando al portal al Niño de la manita» (Los peces en el río). Los místicos hablan de “abandono espiritual”: es preciso dejarlo todo en las manos del Padre. Quien realmente pone todo en las manos paternas, quien de corazón lo deja todo en esas manos poderosas, puede dormir. Por eso los niños pueden dormir con profunda paz. «Dormido en su nido, su vestidito soplado por el viento, como el Rey del Cielo» (Ya nació el Niño).

El gesto de aferrarse requiere de dos manos y de dos voluntades. El padre debe extender la mano hacia abajo y el hijo la suya hacia arriba. Cualquiera puede tomar la iniciativa. Por eso, piedad es confiar en la mano que se ofrece, pero también es pedir auxilio. Solo pide quien confía. A ningún padre le sienta mal que su hijo le pida un beso. ¡Pero si todos quieren besarlo! «María dame ese niño que yo lo quiero besar» (Repiquen castañuelas). «Es tanto lo que te quiero que a besos te comería y si te volvieras pan siempre a poco me sabrías» (Alegría, alegría, alegría). «Ha nacido un niño, vamos a Belén, todos los canarios a besar sus pies» (Isa Navideña, villancico canario).

Para el niño perder la mano del padre o de la madre, es perder un punto de apoyo crucial en la vida. En las especies que tardan más en madurar, como la de los tiburones, chimpancés o humanos, la pérdida de los padres incluso entraña riesgo de muerte, porque las crías no poseen aún los recursos necesarios para valerse por sí mismas y defenderse de sus predadores. En todo caso, tal pérdida siempre es lamentable. «Estando el Niño cenando, las lágrimas se le caen. Dime Niño: ¿por qué lloras? Porque he perdido a mi Madre. (…) Si usted me dijera donde la encontrara, de rodillas fuera de rodillas fuera hasta que la hallara» (Madre, en la puerta hay un Niño).

Por otro lado, además de ser hijos, hemos de sabernos hijos. Saberse hijo es encontrarse, es descubrir quién somos, es mirarse al espejo y reconocer que detrás de nuestros rasgos hay un padre. Quien descubre su condición de hijo encuentra su origen y el camino a seguir: ese camino a la casa paterna, que puede recorrerse a pie, en una burra, o, si se es pequeño, en los brazos de la madre. Saberse hijo es saberse amado; comprender que somos hijos de un Dios omnipotente es comprender que todo lo podemos en familia. Este conocimiento es la fuente de la más genuina autoestima. San Josemaría solía afirmar que quien desconoce su condición de hijo de Dios, desconoce su realidad más radical[13].

En la ciudad de Angers hay una pequeña y modesta calle llamada Rue des Filles Dieu. ¿Cómo debería ser el camino de los hijos de Dios? Debería ser super optimista y audaz. ¡Cuántos hijos de embajadores que saben que su padre tiene inmunidad diplomática no se permiten ciertos excesos en el tráfico! Y si nuestros padres fueran más ricos que Bill Gates, ¿cuántas cosas no nos permitiríamos? Pues bien, Dios es nuestro Padre. ¡El mundo es nuestro! Debemos caminar por la vía de los hijos de Dios con una gran libertad de espíritu. Etimológicamente “libre” viene del latín “lîber”, palabra que también significa hijo. Cuando la esclavitud estaba permitida, la ley no permitía que ningún hijo sea esclavo de su padre. Así resulta que ser hijo es tanto como ser libre.

Por otro lado, solo el libre puede jugar. Algunos filósofos han puesto en relación el juego con la libertad. Los artistas suelen pintar a los niños jugando y a los mayores trabajando. «Los querubines del cielo hoy han bajado una estrella, para que alumbre la gruta y Jesús juegue con ella» (Alegría, alegría, alegría). No hay que tomarse tan en serio esta vida, como si no tuviéramos padre, como si todo fuera azar incontrolado o puras fuerzas malignas que pretenden destrozarnos. ¡Tenemos Padre! En Él se funda nuestra esperanza.

¡Qué bueno es ser hijo y saberse hijo! ¡Sobre todo hijo pequeño! El peque de la familia lo tiene todo solucionado. Todo el mundo está pendiente de él: «Ay del chiquirritín, ¡chiquirritín! ¡Queri queridín queridito del alma!», se canta al indefenso. Cuando faltan las fuerzas, es preciso hacerse pequeño y acudir al auxilio paterno. En realidad, no podemos hacer nada sin un Padre celestial que nos soporte.

Algunos villancicos concluyen con esta estrofa: «La Noche Buena ya viene, la Noche Buena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más» (por ejemplo, La Noche Buena ya viene, y Dime Niño). Aunque celebremos muchas navidades, cada Navidad es única, y a ella no se podrá regresar. También cada vida es única, solo se vive una vez. El tiempo para ser buenos hijos es corto. Pues aprovechemos estos instantes que se nos dan para descubrir que somos hijos y para procurar ser hijos pequeños delante de Dios.

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Nairobi, 25 de diciembre de 2020


Mira en YouTube el playlist de Filosofía explicada con canciones
Podcast “Filosofía explicada con canciones”
Encuéntralo también en SpotifyPocket CastBreakerGooglePodcast y Apple Podcast

[1] La expresión es del apóstol San Pablo. Cfr. Ef 1,3-6.15-18.

[2] «La adopción, aunque sea común a toda la Trinidad, se apropia sin embargo al Padre como a su autor, al Hijo como a su ejemplar, al Espíritu Santo como al que imprime en nosotros la semejanza a ese ejemplar» (S. Th, III, q. 23, a. 2 ad 3).

[3] «Me arrodillo ante el Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra» (Efesios 3,15). Así como toda paternidad viene de Dios Padre, toda filiación tiene su origen en el Hijo Eterno.

[4] Por eso la mala conducta del hijo duele tanto al padre: es como quebrantar una promesa. Ella desvanece una montaña de esperanzas.

[5] Luego la reflexión continúa afirmando que si hasta los tigres no pueden olvidarse de sus cachorros, menos una madre buena puede olvidarse de sus hijos: «¿Acaso puede olvidarse la mujer de su niño sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti» (Is 49,15).

[6] Según entiendo, el villancico se refiere sobre todo a la nueva creación de gracia, de nuevas relaciones sobrenaturales con los seres humanos y quizá con los ángeles. Con todo, la frase poética ofrece más posibilidades, como las que aquí recogemos.

[7] Es claro que la concepción del sempiterno Hijo de Dios en el seno virginal de María no implicó una creación de la Persona, pero sí del alma (inteligencia y voluntad humanas).

[8] Sin metáforas, ni poesía se puede decir que los hijos mismos son amor personal. La explicación filosófica más profunda sobre cómo la persona es en sí misma amor, la encontramos en Leonardo Polo, quien señala que el amor activo es un radical de la persona, superior a la naturaleza.

[9] «Todas las cosas por Él fueron hechas; y sin Él nada de lo que es hecho, fue hecho» (Jn 1, 3).

[10] A la vez, cabe añadir que se deja de ser hijo cuando se deja de recibir, cuando los oídos se cierran a la voz del padre y ya no se escucha. Para dejar de ser hijos en absoluto de nuestros padres, tendríamos que perder la vida y la existencia, un verdadero acto de aniquilamiento de nuestra parte espiritual.

[11] Desde luego, toda virtud humana debe tener como base el amor (caridad), sin la cual no existe virtud alguna que merezca ese nombre. Además, toda virtud requiere edificarse sobre la verdad. Pero vista directamente la buena relación padre-hijo, o madre-hijo, lo distintivo ahí es la piedad.

[12] Desde luego, la confianza solo tiene sentido ante un buen padre, o ante las buenas cualidades de un padre imperfecto. Solo con Dios es posible una actitud de confianza total, lo que en la ascética se llama “abandono” en Dios.

[13] Veritas liberabit vos (Ioh VIII, 32); la verdad os hará libres. ¿Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas» (San Josemaría, Amigos de Dios, n° 26).

Publicado por Juan Carlos Riofrío

Jurista, filósofo, escritor, descendiente lejano del primer novelista ecuatoriano, Miguel Riofrío. Abogado, autor de trece libros, y profesor de derecho en varios países del mundo.

Deja un comentario

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar