Filosofía de la vida: (III) Preparar la partida


Este capítulo es un extracto del libro Filosofía explicada con canciones

Disponible en ebook y físico, en Amazon.

Los seres que pululan sobre la faz de la Tierra nacen, crecen, se reproducen y mueren. Ya hemos hablado de las primeras fases, analicemos ahora los últimos momentos de la existencia. Algún día tendremos que poner punto final a la biografía que escribimos en los anales de la historia. ¿Estaremos orgullosos de lo que hemos escrito? ¿Cómo preparar un final magistral? Sobre estos y otros temas trataremos en las siguientes líneas.

Esta vida es un juego contra el reloj que hay que saber jugar. ¿Cómo se lo juega? Eso hay que preguntárselo a nuestra familia y a quienes nos quieren. En todo caso, Kenny Rogers nos da algunos tips: «every gambler knows / that the secret to survivin’ / is knowin’ what to throw away / and knowin’ what to keep» (Kenny Rogers, The gambler, 1978)[1]. Hemos de conservar lo bueno y despojarnos de lo malo. Hay que saber escupir las pepas amargas de la vida para no agriar el alma. Saber jugar la vida es reconocer que toda circunstancia es buena para vivir; no importa como vengan las cartas, la astucia podrá más. «‘Cause every hand’s a winner / and every hand’s a loser»[2]. Finalmente, también hay que saber retirarse. «You’ve got to know when to hold ‘em, / know when to fold ‘em; / know when to walk away / and know when to run» (Kenny Rogers, The gambler, 1978)[3].

Nadie nace sabiendo cómo retirarse de esta vida. Por suerte se tiene toda una vida para aprender[4]. Aun así, hay a quienes no les basta una vida. «Living through a million years of crying / until you’ve realized the art of dying» (George Harrison, The art of dying, 1970)[5]. Veamos, pues, en qué consiste el arte de morir.

El arte de vivir y el arte de morir

La vida está estrechísimamente relacionada con la muerte; tal relación dura, literalmente, hasta la muerte. Una máxima de Confucio muestra lo que ello significa: «aprende a vivir y sabrás morir bien» (Analecta, s. VI a.C.). Después de Confucio la idea ha sido repetida innumerables veces, con variados matices. Leonardo Da Vinci, por ejemplo, comparó la vida buena con una productiva jornada de trabajo: «así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien usada causa una dulce muerte»[6]. Y José Martí, fijándose más en el legado que el difunto deja a la posteridad, afirmó que «la muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida».

Y, sin embargo, “se muere”. Uno se muere. Leonardo Polo observó que «hay dos maneras de morir. La primera es morir porque uno es mortal, o sea, porque el tiempo humano termina. Normalmente uno se muere, a no ser que antes se acabe la historia. Pero también se puede morir como un imbécil. El que ha procurado ejercer éticamente su existir, no se puede decir que muera como un imbécil. Su muerte tiene sentido. O, como dice San Pablo, “cursum consumavi”, he terminado mi carrera (lo dice meses antes de que lo degollaran en Roma). He terminado, es decir, no he perdido el tiempo, lo he completado»[7]. En esta carrera contra el reloj se puede avanzar mucho, poco, o nada, y hasta hay torpes que se salen de la pista, que frenan a los demás y van en retroceso. Pierden el tiempo y lo hacen perder; pierden su vida y la de los demás. Desde luego, morirán sin llegar a la meta; es decir, morirán dos veces y morirán matando.

Hace algunos años Laura Pausini dedicó una bella canción a la muerte de su abuelita. La letra describe en tonos dramáticos cuán breve es el tiempo para amar. «Y no tiene sentido, ahora que no estás / ahora, ¿dónde estás? (…) no, hoy no hay tiempo de explicarte / ni preguntar si te amé lo suficiente» (Laura Pausini, En cambio no, 2008). Tempus breve est, el tiempo durante el cual brilla la luz en nuestra mirada es breve. Con frecuencia en los entierros se oyen frases como esta: «yo he sufrido mucho por tu ausencia, / desde ese día hasta hoy, no soy feliz, / y aunque tengo tranquila mi conciencia / yo sé que pude haber yo hecho más por ti» (Juan Gabriel, Amor eterno, 1990). Es mejor manifestar el cariño a quienes queremos mientras están en vida. En vida se ayuda, en vida se aconseja, en vida se hacen las paces, en vida se demuestra el amor. Calzan aquí al milímetro los versos de Ana María Rabatté y Cervi, llenos de sabiduría y consejo:

Si quieres hacer feliz,

a alguien que quieres mucho,

dícelo hoy, sé muy bueno …

en vida, hermano, en vida.

Si deseas dar una flor

no esperes a que se mueran,

mándala hoy con amor …

en vida, hermano, en vida.

Si deseas decir: “Te quiero”

a la gente de tu casa,

al amigo cerca o lejos …

en vida, hermano, en vida. (…)

Decirlo es muy fácil, hacerlo no tanto. Ya nos consta que en el camino hay obstáculos, que incluso queriendo hacer bien las cosas las hacemos mal, y que en ocasiones queriendo acariciar aruñamos. Al menos esta es mi experiencia, y quizá también la sea de otros. En fin, es claro que hay obstáculos en el camino. ¿Qué razón de ser tienen? ¿Acaso se deben a un fallo o a una imposibilidad divina de crear un mundo más perfecto? Esa era la tesis de Leibniz, para quien Dios era un ser “optimizador”: este mundo que tenemos, decía, es el mejor de los mundos posibles[8]. Muchos filósofos se burlarán luego de tal ingenuidad. Sea como fuere, sí que se acepta que del mal se puede sacar bien. «Forjarán mi destino / las piedras del camino», canta Nino Bravo (Un beso y una flor, 1972). Hay piedras en el camino. Ellas existen para saltárselas, para ejercitar nuestros músculos y para desarrollar nuestras habilidades. Nos crecemos ante las dificultades. Es justamente en las grandes crisis cuando maduramos más. Nino Bravo dice que las piedras «forjan» nuestro destino, y ello es muy profundo: hay piedras en el camino porque hay destino. No hay meta sin carretera, ni cumbre sin ladera que subir.

Pensar en la muerte

Hoy se evita pensar en la muerte. En algunas ciudades europeas incluso se han prohibido las procesiones y los cantos funerarios en el espacio público, no vaya a ser que recordemos lo evidente. En esta loca sociedad se prefiere vivir como si la muerte no existiese. Tal disparate se ha prestado a muchas bromas, como la de Federico García Lorca: «como no me he preocupado de nacer, no me preocupo de morir». También un grupo cómico argentino, Les Luthiers, le sacó punta al absurdo: «no te tomes la vida tan en serio, a fin de cuentas, no saldrás vivo de ella».

Vivir una vida efímera como si no hubiera muerte es un absurdo con todas sus letras. Ningún maratonista se sienta a descansar sin pensar en el tiempo, ni corre por donde sea sin pensar en llegar a la meta. Pues bien, esta vida también tiene su tiempo y su meta. Quien vive como si fuera eterno al final ha de decir: «too late, my time has come. (…) Goodbye, everybody, I’ve got to go. / Gotta leave you all behind and face the truth» (Queen, Bohemian rhapsody, 1975)[9].

En el Alcázar de Segovia cuelga un viejo cuadro donde aparece un grupete de gente dándose la buena vida. Festejan en un jardín comiendo y bailando. Al bajar la mirada se descubre que ese jardín es la copa de un inmenso árbol que está a punto de caer. La muerte lo está talando. Aparecen también allí dos figuras más, un buena y otra mala: un pequeño diablillo que tira de una soga amarrada a lo alto del árbol, para acelerar su caída, y un santo que martillea una campana tratando de dar aviso. Tal aviso aparece escrito en la esquina: «Miraqve teasdmorir / miraqve no sabesqvando / mira qvete mira Dios / miraqvete esta mirando». Es la misma campana que suena en los entierros. En 1663 Francisco Santos explicaba que «cuando tocan la campana al muerto, no es por el muerto sino porque estés despierto, que será por ti mañana»[10].

En el último día seremos juzgados: por la sociedad, por nosotros mismos y por quien nos ve en lo alto. Los leñadores suelen decir que el árbol se mide mejor cuando ha caído, pues ya no se esconden sus ramas en el cielo. ¿Cuánto vale nuestra vida? Pensemos por unos instantes en el día de nuestro entierro. ¿Cuánta gente vendrá a velarnos? ¿Cuántas flores posarán sobre nuestro ataúd? ¿Cuántas lágrimas caerán? ¿Cuántos y qué recuerdos dejaremos? Ojalá no seamos aquel de quien se canta: «era del barrio tumba sin flores, / un pobre diablo con dientes de oro» (Fabulosos Cadillacs, El muerto, 1997). ¿De qué sirve el oro en la tumba? De nada. En nuestro entierro se manifestará cuánto valemos. «Poco vales si tu muerte no es deseada por muchas personas», escribió Santiago Ramón y Cajal[11]; una enigmática frase a la que cabe dar muchas lecturas.

«La muerte sólo será triste para los que no han pensado en ella», decía François Fenelón. ¿Cuándo hemos de comenzar a pensarla? ¡Cuánto antes! Si no se ha comenzado, en este preciso segundo. Muchos solo piensan en ella al recibir el diagnóstico de una enfermedad mortal. «Too late!», cantaremos con Queen. ¡Muy tarde! ¡Peor si de improviso nos visita la muerte repentina! El pensamiento de la muerte nos lleva a prepararla.

Preparar la despedida a corto y mediano plazo

Hay una extraña enfermedad psicológica relacionada con la hipocondría, denominada “síndrome de Cotard”. Quienes lo padecen están convencidos de que son inmortales, o que ya han muerto, o ambas cosas a la vez. Nosotros sabemos que algún día nos tocará cantar el tango argentino: «adiós muchachos, compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos. / Me toca a mí hoy emprender la retirada, / debo alejarme de mi buena muchachada» (Carlos Gardel, Adiós muchachos, 1927). No somos inmortales.

Mientras estamos “vivitos y coleando” lo más conveniente es pensar a mediano plazo. Los adolescentes saben que «a largo plazo todos estaremos muertos»[12], en un futuro que lo perciben tan remoto, que pocas veces se lo toman en serio. La cosa cambia radicalmente cuando el doctor nos informa que nos quedan dos o tres años de vida. ¡Entonces sí que las neuronas y los músculos se ponen a trabajar! No hay tiempo que perder. «Gonna live while I’m alive / I’ll sleep when I’m dead» (Bon Jovi, I´ll sleep when I´m dead, 1992)[13].

A mediano plazo se piensa un poco más en lo que dejaremos en esta tierra de polvo y ceniza, y un poco menos en el más allá. ¿Qué familia y amores dejamos? ¿Qué cabe hacer por ellos? ¡Al menos un par de lágrimas y un bonito recuerdo hemos de dejarles! «Dos lágrimas sinceras derramo en mi partida / por la barra querida que nunca me olvidó, / y al dar a mis amigos mi adiós postrero / les doy con toda mi alma, mi bendición» (Carlos Gardel, Adiós muchachos, 1927). «Al partir un beso y una flor / un te quiero una caricia y un adiós» (Nino Bravo, Un beso y una flor, 1972).

Por otro lado, ¿cómo pagaremos tanto que hemos recibido? Todo ser humano ha recibido de Dios, de su familia y de su patria más de lo que da. Con ellos tiene una deuda impagable. ¿Qué es lo más grande que dejamos? Wilkie Collins (1824-1889) pidió que se grabara en su lápida de mármol blanco el siguiente epitafio: «Wilkie Collins, the author of The Woman in White». “La dama de blanco” era su tercera novela, aparecida en forma de serial durante el año 1850. De las treinta novelas que escribió, aquella era la que más le enorgullecía. San Josemaría Escrivá de Balaguer también escribió muchos libros; al recordarlo decía con gracia que debía hacer honor a su nombre. Sin embargo, eso no le llenaba de orgullo, era como un deber. Otra cosa le llenaba de contento y, como Wilkie Collins, él también pidió que quedara escrito en su tumba: Genuit filios et filias. Ese era su principal gozo: haber engendrado en la vida espiritual a muchos hijos e hijas. Leyendo estos y otros epitafios podemos preguntarnos: ¿de qué cosa estamos orgullosos en nuestra vida? O, más importante aún, ¿qué legado queremos dejar?

Centrémonos ahora en la preparación próxima de nuestra despedida. A corto plazo las inquietudes humanas suelen ser distintas: ¿dónde descansarán nuestros huesos? ¿cómo será el entierro? y, sobre todo, ¿qué aparecerá al descorrer el velo de la muerte? Es edificador observar la naturaleza: cuando las abejas presienten que les llegó la hora, salen de la colmena a fin de no obstruir sus pasadizos y buscan un lugar externo para morir. Como ellas, también nosotros podemos dejar la casa organizada y ver el lugar donde descansaremos. Un par de canciones populares recogen este tipo de planes. «Yo quiero que a mí me entierren / como a mis antepasados: / en el vientre oscuro y fresco / de una vasija de barro», dice un clásico de la música ecuatoriana (Vasija de barro, 1950). De una forma más lírica Óscar Chávez pide «que entierren mi cuerpo / junto a la ventana / que mi novia tiene / mirando hacia fuera. (…) Plante allá mismito / junto a esa ventana / unas rosas húmedas / y una enredadera. / Para cuando muera / quiero que mi tumba, / que mi tumba huela, / hay, huela a primavera» (Para cuando muera, 1986).

¿Qué habrá después de la muerte?, se pregunta tanto del agonizante fervoroso, como el ateo, y la curiosidad crece paulatinamente conforme se avecina el fin. ¿Qué hay más allá? ¿Nos espera alguien? ¿Quién? «Ya voy a ir, voy a subir / cuando me toque a mí. / Mientras, te canto esta canción / en tu voz, en tu honor, o en la voz / de los que estén durmiendo allí» (Vicentico y Los Fabulosos Cadillacs, Basta de llamarme así, 1986). Pero solo para el creyente la muerte es luz, solo él puede cantar: «voy a seguir una luz en lo alto, / voy a oír una voz que me llama, / voy a subir la montaña y estar / aún más cerca de Dios y rezar» (Roberto Carlos Braga, La montaña, 1988).

El último día de nuestra vida puede ser tan simple como el de la canción de Nino Bravo. «Al partir un beso y una flor, / un te quiero una caricia y un adiós / es ligero equipaje / para un tan largo viaje. / Las penas pesan en el corazón» (Nino Bravo, Un Beso y Una Flor, 1972). A la vez, es el más importante. En algunos casos incluso puede llegar a ser el día con más consecuencias o frutos de toda la existencia. Recuérdese la muerte de Sansón o la del ladrón arrepentido que acompañó a Cristo en el Calvario. Conviene no olvidarlo.

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Nairobi, Diciembre 2021


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[1] «Todo jugador sabe / que el secreto para sobrevivir / es saber qué tirar / y saber qué guardar».

[2] «Porque cada mano es ganadora y cada mano es perdedora».

[3] «Tienes que saber cuándo retenerlos, / saber cuándo doblarlos; / saber cuándo alejarme / y saber cuándo correr».

[4] «Es que la muerte está tan segura de vencer, que nos da toda una vida de ventaja» (La Renga).

[5] «Vivir un millón de años llorando / hasta que te des cuenta del arte de morir».

[6] Leonardo Da Vinci, 1965, aforismo 65.

[7] Polo, 1991, p. 111.

[8] Leibniz, 2004.

[9] «Demasiado tarde, ha llegado mi hora. (…) Adiós a todos, me tengo que ir. / Tengo que dejarlos a todos atrás y enfrentar la verdad».

[10] Francisco Santos, Día y noche de Madrid, discursos de lo más notable que en él pasa (1663).

[11] Ramón y Cajal, 2016, cap. IV.

[12] Frase del gran economista John Maynard Keynes.

[13] «Viviré mientras esté vivo / dormiré cuando esté muerto».

Publicado por Juan Carlos Riofrío

Jurista, filósofo, escritor, descendiente lejano del primer novelista ecuatoriano, Miguel Riofrío. Abogado, autor de trece libros, y profesor de derecho en varios países del mundo.

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