Filosofía de la naturaleza: (II) La madre tierra


Este capítulo es un extracto del libro Filosofía explicada con canciones

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Para referirse a la naturaleza los mayas utilizaron el término “Akna” que significa “nuestra madre”, de modo semejante a cómo los nativos de Hawai la llamaban “Papa”, los Huicholes (o Wixarika) de México “Tatéi Yurianaka”, y las culturas autóctonas andinas “Pacha mama”. Al otro lado del mundo, los indígenas de Sikkim (India) también han adorado a “Nozyongnyu”, la madre creadora, y para los maorís de Nueva Zelanda el vientre materno y el vientre de la tierra son considerados “casa de la humanidad”. Tal como esos pueblos, muchos filósofos, científicos y artistas han teorizado sobre ella, según veremos aquí.

La madre tierra

Sin duda hay algo divino en la naturaleza. Es demasiado grande, demasiado bella; tiene un poder trillones de veces superior al poder físico humano; la naturaleza siempre nos puede enseñar más, aún hay demasiadas cosas desconocidas en ella; tiene una organización tan extremadamente cuidada, tanto en los astros del espacio sideral como en los más diminutos elementos microscópicos, con una novedad tan extraordinaria que causa siempre la fascinación de sus espectadores. Demos al menos un dato del macrocosmos para mostrar de qué estamos hablando. El universo tiene unas big strings, las grandes constantes cósmicas, que son exactamente las necesarias para que pueda existir la vida. Todo indica que alguien diseñó todo para que en algún momento ella pudiera existir. Si en un inicio hubiera habido solo un poco más de energía o de materia en el universo, de la explosión del Big Bang hubiera resultado un confeti cósmico de energía que continuamente se expandiría sin fuerza para formar estrellas, planetas o astros. Por el contrario, si hubiera habido solo un poco menos de energía o de materia, la gravedad enseguida hubiera causado un massive crunch. El físico Michael Turner observó que el grado de precisión que existió en un primer momento para que luego pudiera existir nuestro planeta, es el necesario para «lanzar un dardo a través de todo el universo y dar en el otro lado a una diana de un milímetro de diámetro»[1]. Tal parece que no todo es casualidad o golpe de suerte. Diseñar algo así requiere la intervención de una inteligencia sobrehumana.

Por otro lado, es simplemente imposible que exista la naturaleza sin el infinito. Muchos han intentado explicar el origen de la naturaleza y de la vida. Quienes niegan la existencia de Dios dicen que el cosmos es infinito. Al hacerlo, no se percatan que aquí abajo «todo pasa y todo queda», según canta Juan Manuel Serrat (Cantares, 1996). «Todo pasa», porque el movimiento de este universo es continuo y el conjunto de sus cambios exige una primera causa que no sea cambio, ese “primer motor inmóvil” del que hablaba Aristóteles. En estricto sentido, nada es causa del propio existir. A la vez, «todo queda»: que el cosmos exista y se mantenga existiendo, que la masa y las big strings del universo se mantengan en el ser, exige un sustentador del ser, aquel al que todos llaman “Creador”.

Diversos pueblos indígenas del norte y del sur, del este y del oeste, del presente y del pasado, llaman a la naturaleza “Madre tierra”, y con frecuencia la deifican rindiéndole culto. Los museos conservan muchas estatuas del mundo antiguo dedicadas a la diosa de la fertilidad. Para referirse a la naturaleza los mayas utilizaron el término “Akna” que significa “nuestra madre”, de modo semejante a cómo los nativos de Hawai la llamaban “Papa”, los Huicholes (o Wixarika) de México “Tatéi Yurianaka”, y las culturas autóctonas andinas “Pacha mama”. Al otro lado del mundo, los indígenas de Sikkim (India) también han adorado a “Nozyongnyu”, la madre creadora, y para los maorís de Nueva Zelanda el vientre materno y el vientre de la tierra son considerados “casa de la humanidad”. Al parecer, todos se han percatado de que la naturaleza muestra poderes sobrehumanos, de que nos supera en muchos sentidos y “está viva”. «Toda roca, planta o criatura / viva está, / tiene alma / es un ser», canta Pocahontas (Alan Menken, Colores en el viento, 1995). Por estos poderes sobrehumanos resultó fácil a muchos pueblos endiosarla, tal como hoy algunos científicos ateos lo hacen creyéndola infinita.

En general, hoy se ha dejado de considerar a la naturaleza como un ser divino o absolutamente infinito. Los físicos han calculado el espacio, la masa y las medidas del universo, el tiempo que tiene de vida y el posible año de su extinción. La Tierra tiene sus días contados. Hoy lo más común es que se considere a la naturaleza como algo creado. Puesto en términos aristotélicos, ella sería fruto de un primer motor que mueve sin ser movido, de una energía infinita estable, de un ser Omnipotente inmutable capaz de darle el ser y de sustentarlo: solo un dios podría conferir esos poderes y esa belleza exuberante que la naturaleza posee de forma magnánima y dinámica.

A la naturaleza suele vérsela como algo sagrado. Al menos yo no guardo dudas de ello. «Yo te agradezco / porque aquí estoy; / vos sos mi única madre / con alma y vida hoy venero tu jardín…», canta Bersuit a la naturaleza (Madre hay una sola, 2005). Ella merece un gran respeto. Como vimos, muchas tribus la han endiosado, y alguna verdad se puede extraer de ello, no porque la naturaleza sea increada o infinita, sino que es sagrada por su origen y destinación. “Sagrado” es aquello que guarda alguna relación íntima con Dios o está destinado a Él. Así, por ejemplo, se dice que un templo, un sacerdote o un sacrificio son sagrados porque ellos están destinados al servicio divino. De igual modo, la naturaleza es sagrada porque es regalo divino, altar y ofrenda grata. Ella es el primer gran regalo que toda criatura terrenal ha recibido del Creador. Ella es el altar que tenemos para ofrecer nuestro sacrificio a Dios. Y ella misma es ofrenda agradable al Altísimo cuando le ofrecemos a él todo lo que somos y poseemos, toda vida, todo fruto, todo cuanto pulula sobre la faz de la tierra.

Somos cosmos, estamos en el cosmos y somos libres en él

Somos cosmos. En uno de los escritos más antiguos de la Tierra se lee: «con el sudor de tu rostro comerás pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás» (Génesis 3, 19). La sabiduría bíblica es muy profunda. Venimos del polvo, vivimos en el polvo, y al polvo volveremos. Carl Sagan decía que somos «polvo de estrellas». Cada una de nuestras células contiene una minúscula parte de esas grandiosas estrellas que se han enfriado durante billones de años. Y hoy «soy un pedazo de tierra que vale la pena», según canta Calle 13 (Latinoamérica, 2010).

Somos cosmos y estamos inmersos en él. «El mar me contiene, la espuma me besa» (Aterciopelados, Agua, 2010). El sol nos baña, el viento nos refresca, y nuestra sombra nos persigue. Aunque lo quisiéramos, no podríamos deshacernos de ella. «Cando penso que te fuches / negra sombra que me asombras / ó pé dos meus cabezales / tornas facéndome mofa», escribía Rosalía de Castro en gallego a finales del siglo XIX (Negra Sombra, entre 1890 y 1892, interpretado por Luz Casal y Carlos Núñez, Negra sombra, 1996)[2]. El poema termina con estas palabras: «en todo estás e ti es todo/ para min i en min mesma moras / nin me deixarás ti nunca»[3]. Así como la sombra nos sigue dondequiera que vayamos, también la naturaleza está presente en cada paso que damos en esta tierra. Ella es la «que nos aguanta y nos vio crecer» (Macaco, Mama Tierra, 2006). Ella acompaña cada evento de nuestra vida, sea triste o alegre. «And the songbirds are singing, / like they know the score, / and I love you, I love you, I love you / like never before» (Fleetwood Mac, Songbird, 1977)[4].

Pero el gran Dios ha soplado sobre nosotros y nos ha dado su aliento. Nuestros primeros padres bien pudieron cantar: «lleno mi pecho por primera vez con libertad, / hoy formo parte de algo más, vuelvo a mi hogar» (Nunatak, Susurro en el viento, 2018). Creados a imagen divina, tenemos razón y libertad, podemos comprender dónde estamos y atisbar el sentido de nuestro existir. Ya hablaremos más adelante de la diferencia entre casa y hogar. Aquí solo adelantaré la tesis poliana de que los seres humanos no solo “están” en un lugar, sino que “lo habitan” con su libertad, transformándolo, volviéndolo suyo, acomodándolo a sus necesidades, gustos estéticos y caprichos. Todo el sistema solar es “nuestro hogar”, y lo es en un sentido mucho más profundo que el de un nido, madriguera, hormiguero, hoyo, o casa de cualquier animal. El ser humano le dota de un sentido personal al lugar donde mora. La canción de Nacho Vegas es testimonio de ello: «mientras en el norte te encuentres tú / y al oeste nos quede Nueva York. / Mientras se pueda tejer y tejer / o se pueda llorar en un solo rincón. (…) no, no, yo no me voy a Marte / mientras quede amor en la Tierra» (No me voy a Marte, 2020).

Estamos en el cosmos y aquí somos libres, aquí es donde podemos ejercer nuestra libertad. Si esto es posible y cierto, entonces ha de entenderse al cosmos como un espacio de libertad. Digo “un espacio” porque podría haber varios. A la vez, es evidente que el cosmos nos impone sus límites. «We move like caged tigers. / Oh, we couldn’t get closer than this» (The Cure, The Lovecats, 1983)[5]. Podemos saltarnos las leyes de tránsito, pero no la ley de la gravedad. «You can try / but it is useless to ask why/ cannot control her own. She goes her own way. She rules until the end of time» (Within Temptation, Mother Earth, 2000)[6]. La cuestión tiene un segundo ángulo muy interesante. La naturaleza nos impone sus límites porque ella misma es limitada. ¡Es evidente que no es infinita! Cada vida, cada ecosistema y cada astro tienen unas dimensiones determinadas y un tiempo limitado. La libertad terrestre está limitada. Ella solo puede crecer indefinidamente a la sombra de un Ser infinito.

La pérdida de lo bello

La pérdida de lo bello, de lo propio y de lo querido siempre causa pena en quien la padece. Quejidos como el de Simón Díaz son frecuentes en la música: «Se me aprieta el corazón… / no ver más… tu amanecer… / ni al cimarrón, ni la mata, / ni la garza que levanta…» (Simón Díaz, Sabana, 1974). Estas quejas por el deterioro ambiental no son para nada nuevas. Los anales de la historia recogen numerosas prohibiciones impuestas siglos atrás para evitarlo. Recuérdense, por ejemplo, las normas del siglo XVII que castigaban a quienes talaban el manglar guayaquileño con cincuenta azotes que debían darse en medio de la plaza mayor, para, entre otras cosas, aleccionar al pueblo sobre la maldad de tales actos. Daños ambientales han existido siempre y protestas también. Lo nuevo hoy es que tales daños han adquirido dimensiones globales.

Existen muchas canciones que lamentan la destrucción de las especies. La muerte de algún gran héroe de la vida es una espléndida ocasión para componerlas. Una de ellas es Mi amigo felix (1980). La escuché cientos de veces durante mi niñez porque fue incluida en la película “Las aventuras de Enrique y Ana” (1981) y a mis padres les gustaba mucho. Se compuso en homenaje a Félix Rodríguez de la Fuente, quien dedicó su vida a luchar por la fauna del planeta. La sencilla letra comienza con el dato de que «esta mañana está más triste el sol»; la noticia corre de boca en boca, de un animal a otro, para finalizar con la inocente petición: «amigo Félix / cuando llegues al cielo, / amigo Félix, hazme solo un favor: / quiero ir contigo / a jugar un ratito / con el osito / de la Osa Mayor». Otro ejemplo es Cuando los ángeles lloran de Maná (Fher OIvera, 1995), un homenaje musical a Cico Mendes, quien después de dedicar sus mejores años a evitar la extracción masiva de madera y la destrucción de la selva amazónica para la expansión de pastizales, fue nefastamente asesinado en la puerta de su casa en 1988. «A Chico Mendes lo mataron. / Era un defensor y un ángel / de toda la Amazonía. / Él murió a sangre fría. / Lo sabía Collor de Melo / y también la policía (…). Un ángel cayó, / un ángel murió, / un ángel se fue / y no volverá», dice la canción.

A veces la ocasión de la queja es alguna catástrofe. Mago de Oz compuso La costa del silencio (Txus di Fellatio, 2004) para protestar contra el naufragio del buque petrolero Prestige, cargado con unas 80.000 toneladas de crudo, que se derramaron ocasionado la muerte de más de 230.000 aves[7], y de innumerables mamíferos y peces marinos. El evento, que pudo evitarse, sucedió el 19 de noviembre de 2002 frente a las costas de Galicia. «El mar escupía un lamento / tan tenue que nadie lo oyó. / Era un dolor de tan adentro / que toda la costa murió (…). Y una gaviota cuentan que decidió / en acto suicida inmolarse en el sol». Lo triste es que «(…) la ambición y el poder (…) germina en la tierra / que agoniza por interés».

Otras veces los compositores prefieren centrarse en una temática determinada. Es el caso de la canción de Julián Hernández y Javier Soto (banda Siniestro Total), Alégrame el día (1988), alineada con el movimiento antitaurino. La letra festeja la muerte del torero. «Si las vacas enviudan a las cinco / tú morirás a media tarde / te vestiré de sangre y oro / sin rabo y sin orejas arderás / en la plaza que arde». Es obvio que por salvar al toro no cabe matar al torero. Aunque ambas son vidas, la humana lo es por doble título (vida corporal y vida espiritual). El texto de la letra ha de tomarse como un “grito de guerra” proferido en lenguaje de protesta, más que como una incitación a delinquir.

Sin embargo, lo más común en la música ecológica es escuchar quejas genéricas contra el daño ambiental. Desde los setenta ha ido tomando cuerpo este nuevo género musical. De esos años tenemos, por ejemplo, la canción de Joni Mitchell, que acusa a los poderosos porque «they paved paradise and put up a parking lot» (Big yellow taxi, 1970)[8], o la del cantautor brasileño Roberto Carlos, que dice: «yo quisiera no ver tantas nubes oscuras arriba. / Navegar sin hallar tantas manchas de aceite en los mares / y ballenas desapareciendo por falta de escrúpulos comerciales (…). Yo quisiera no ver tanto verde en la tierra muriendo / y en las aguas del río los peces desapareciendo» (El progreso, 1977). A inicios de los ochenta tenemos la canción Earth song (1982), donde Michael Jackson se cuestiona: «What about sunrise? / What about rain? (…) What about flowering fields? / Is there a time? (…) Did you ever stop to notice / this crying Earth, these weeping shores?»[9]. La protesta genérica no ha cesado en el siglo XXI. En la primera década, por ejemplo, sonó en la radio: «y es que no hay respeto por el aire limpio; / y es que no hay respeto por los pajarillos; / y es que no hay respeto por la tierra que pisamos; / y es que no hay respeto ni por los hermanos» (Bebe, Ska de la Tierra, 2004), así como la denuncia de Bersuit: «se ven las marcas de la muerte / por las ventanas del avión / el progreso fue un fracaso / fue un suicidio» (Bersuit, Madre hay una sola, 2005).

Para expresar su pena por el daño ambiental, los autores suelen recurrir a la retórica de la contradicción y de la comparación. Joaquín Sabina es un experto de la contradicción. Después de presentar un collage de ideas apenas esbozadas, sin conclusión alguna, recita: «las sirenas de los petroleros / no dejan reír ni volar», «desafiando el oleaje sin timón ni timonel», y habla de una lamentable «playa sin mar» en Peces de ciudad (2002). Vicentico, en cambio, compara el presente con el pasado —recurso clásico en la poesía ecológica— cuando canta: «en otro tiempo / y en este mismo lugar / había un río de verdad (…). Tenía piedras / tantos colores que mirar (…) ¿Dónde fue el río aquel / que hoy no puedo encontrar?» (La deuda, 2006). La técnica de la comparación surte bien sus efectos dramáticos, atizando la nostalgia de unos años dorados que ya no volverán. También Maná la usa en una de sus canciones: «cuenta el abuelo que de niño él jugó / entre árboles y risas, y alcatraces de color; / recuerda un río transparente y sin olor / donde abundaban peces, no sufrían ni un dolor». A continuación la canción pone el contraste: «se está pudriendo el mundo (…) la tierra está a punto de partirse en dos / el cielo ya se ha roto, ya se ha roto el llanto gris», para finalmente preguntarse: «¿Dónde diablos jugarán / los pobres niños? / ¡Ay ay ay! / ¿En dónde jugarán?» (Dónde jugarán los niños, 1992).

“Todo pasado fue mejor”, recita un dicho popular. Aunque objetivamente esto no siempre sea cierto, subjetivamente podría serlo: las penas pasadas ya no se viven a flor de piel, pues lo pasado pasado está. En la memoria las penas son más sufribles que sobre la piel; con el paso del tiempo la razón suele encontrar más explicaciones, más datos o más sentido a lo vivido, muchos detalles se olvidan y todo suele estar cubierto con un cierto sabor a melancolía. En temas ambientales el dicho popular tampoco resulta apodíctico. Nadie desearía volver al Cretáceo, a aquel momento en se extinguieron más de la mitad de las especies del planeta, incluidos los dinosaurios. Según la tesis más plausible, tal desaparición se debió a un enorme asteroide de unos 11 kilómetros de diámetro que impactó en la península de Yucatán hace 66 millones de años, creando una explosión semejante a la de mil millones de bombas atómicas. Poco tiempo después de ese catastrófico evento floreció de nuevo la vida y aparecieron entonces nada menos que los mamíferos; y tras un largo período de evolución, hoy contamos con más especies que nunca en el planeta. ¿Volver atrás? No lo sé, no sé a qué fecha. Lo que es cierto es que hemos de procurar proteger y, si es posible, rescatar todo lo bueno que alguna vez existió en la vida vegetal, en la vida animal, y en nuestra propia vida. Esta es la aspiración de muchos cantantes. «Ven, quiero oír tu voz, / y, si aún nos queda amor, / impidamos que esto muera. / Ven, pues en tu interior / está la solución, / de salvar lo bello que queda» (Txus di Fellatio, La costa del silencio, 2004).

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Nairobi, Diciembre 2021


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[1] En Schroeder, 1997, p. 5.

[2] «Cuando creo que te has ido / sombra negra que me asombra / al pie de mi cabeza / vuelve burlándome de mí».

[3] «En todo eres y eres todo / para mí y en mí moras / ni me dejarás jamás».

[4] «Y los pájaros cantores están cantando, / como si supieran la partitura, / y te amo, te amo, te amo / como nunca antes».

[5] «Nos movemos como tigres enjaulados. / Oh, no podríamos acercarnos más que esto».

[6] «Puedes intentarlo / pero es inútil preguntar por qué / no puedo controlar el suyo. Ella sigue su propio camino. Ella gobierna hasta el fin de los tiempos».

[7] SEO/Birdlife estima que en ese accidente pudieron morir, de forma directa, unas 230.000 aves, cifra que la Fundación Barrié de la Maza elevó hasta las 300.000.

[8] «Pavimentaron el paraíso y pusieron un estacionamiento».

[9] «¿Y el amanecer? / ¿Qué pasa con la lluvia? (…) ¿Y los campos de flores? / ¿Hay acaso un tiempo? (…) ¿Alguna vez te has parado a contemplar / esta Tierra que llora, estas costas que lloran?».

Publicado por Juan Carlos Riofrío

Jurista, filósofo, escritor, descendiente lejano del primer novelista ecuatoriano, Miguel Riofrío. Abogado, autor de trece libros, y profesor de derecho en varios países del mundo.

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