Por la paz de la Sicilia (II)

Extracto del libro Juegos de pluma (2015)

— Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

La superstición acompaña al hombre donde vaya. En occidente el número de la mala suerte es el 13 porque trece fueron los integrantes de la última cena, y al rato dos murieron (Jesús y Judas); trece es el capítulo del Apocalipsis donde aparece el anticristo; trece fue el número de la misión Apolo que resultó fallida… En varios hoteles, edificios y restaurantes se omite el local, apartamento o puesto número trece; también en la Fórmula 1 los monoplazas dejaron de llevar este número por muchos años. Correspondía a Office 2010 ser la versión 13, pero por arte de magia pasó a ser la versión 14. En Japón y China el número detestado es el 4 porque cuatro se pronuncia “shi”, palabra que significa muerte. Allá encontramos edificios que carecen de los pisos 4, 14, 24, 34… y en sustitución se pone 3A, 13A… En otros países europeos se elude el 17, que en números romanos se escribe XVII, cuya reordenación VIXI significa en latín “viví”, es decir, “mi vida es pasado. ¡La superchería llega a todo!

Esta historia gira alrededor del número supersticioso. Además juega con los cambios de tiempo, de ritmo, con las frases cliché y con las típicas escenas de acción. Viene a ser un “thriller” de cuento. Lo original es el orden de la composición: la historia se cuenta en zigzag, y cada capítulo se narra de atrás para adelante, comenzando por la última escena y terminando en la primera. También se juega con la intensidad narrativa: en cada capítulo la narración se redacta a una velocidad diferente. Lo sepa o no, cada lector ―y cada escritor― tiene su propio ritmo interno. Esta historia ayudará a todos los que la lean a identificar cuál es el ritmo con el que cada uno se siente más a gusto.


13 semanas para conocer a Ana

Capítulo 1 (2) 34567

1 de noviembre de 2007, 0h05 de la noche

A grandes trazos, la historia de Ana acabó como acaban las buenas películas de acción: una rubia de piel tostada y grandes ojos azulados en los brazos de un héroe encapuchado que la abrazaba y la besaba, sin soltar de su mano un enorme revolver. Pero solo a grandes trazos, porque cuando Ana sintió en su espalda que las manos del encapuchado apretaban el gatillo, y más aún cuando su espinazo padeció el potente culatazo del disparo de la mágnum 45, adolorida volteó la mirada y cambió inexorablemente el rumbo de sus sentimientos. Al percatarse de lo sucedido a sus espaldas se desenlazó de los brazos del encapuchado, le dijo que era un imbécil, un monstruo, un repugnante, y se largó para nunca más volver.

Nuestro héroe quedó compungido por su mala acción. A lo lejos, en la casa, se oyeron gritos. Unos segundos después el encapuchado comenzó a andar, a trotar cansinamente hacia el lugar por donde Ana había escapado. Entonces en la perezosa persecución el hombre se frenó, alzó su magnum 45 y disparó a varios árboles cercanos a Ana. Su familiaridad con el arma le facilitaba no errar. Al fin se sacó la capucha, la tiró al suelo y suspiró. Sobre la capucha dejó activada una granada, y corrió a la caseta de la jaula. Después de la explosión trotó hacia la casa gritando que los habían atacado.

Y ahí acabaron trece semanas de miradas. Ahí acabó una breve, pero intensa, historia de amor.

 

31 de octubre de 2007, 11h59 de la noche

No siempre las noche de brujas son mágicas, pero ésta noche sí lo era. Justamente esa noche, cuando el reloj marcara las doce, Moore obtendría su redención. Las campanas iban a sonar.

Moore echó un vistazo a la más o menos lejana casa. La música de Humberto Tossi sonaba a todo volumen. Con toda seguridad Giovanni Grieco seguía pasando un buen rato en la sobremesa, charlando con sus amigos, mofándose. En el otro extremo de la casa se observaba la ventana de la cocina. El cocinero Paulo hacía esfuerzos para sacar de la boca de un horno de leña un enorme pez espada recubierto de papel de aluminio. Los esfuerzos se debían a que del horno salía más fuego y más humo que el acostumbrado.

En el bosque el panorama era muy distinto. Los robles escondían una caseta, la caseta escondía a tres guardias, y los guardias escondían a tres prisioneros. Los libres eran Moore, Luca y el pinche, ayudante del cocinero Paulo. Los prisioneros eran Ana y dos hombres que no habían ejercido bien su profesión de guardaespaldas. Eran las 11h59 cuando Moore guiñó el ojo a Luca.

—Parece que necesitan ayuda en la cocina… —comentó Luca—; me voy con el pinche para ayudar al estúpido cocinero.

Cuando Moore asintió, los dos salieron hacia la cocina de la gran casa. Apenas se perdieron de vista, Moore metió sus manos en el bolsillo, sacó las llaves de las habitaciones y abrió la de los hombres. Al verlos les pidió silencio y sin muchas palabras les señaló por dónde correr. En el acto los guardaespaldas se internaron por los señalados matorrales. Luego Moore abrió la habitación de Ana y repitió el gesto. Ella, en cambio, se detuvo.

—Ya ves, linda, una acción absolutamente buena —dijo Moore.

Ana se conmovió al oír esas palabras, abrazó a Moore, lo miró y dejó que la besara.

Mientras tanto en la cocina Luca había tenido la mala suerte. Resultó que el pinche no era tan pinche. Al llegar a la cocina observó que el fogonazo expedido por la boca del horno no tenía más importancia que la de un exceso de carbones mal acomodados y excesivamente atizados. Entonces, consideró que era deber suyo regresar a la caseta para seguir cuidando de los rehenes. Luca no supo detenerlo y en un minuto estuvo donde Moore. Descubrió las puertas de la suite abiertas y el apasionado beso de Ana. Los miró con pánico. Moore ya sabía que los pinches son siempre unos aguafiestas, unos entrometidos en las historias de amor, unos indiscretos que no saben guardar secretos; por eso, antes de que esa mirada de horror terminara en un grito, le disparó. No creo que sufriera, o al menos, no mucho.

Ana se volteó alarmada para ver lo sucedido, y al ver al pinche desplomado en el suelo, botando sangre por un grueso hueco que adornaba la mitad de su frente, se le cayó el alma a los pies.

 

24 de octubre de 2007

—Para eso están los amigos —repitió Luca tratando de sacudirse los agradecimientos de Moore.

Durante varios días habían estado buscando el momento apropiado para lo de Ana, pero ese momento no llegaba nunca. De repente, siete días antes de Halloween, se abrió el cielo. Por la tarde Grieco había manifestado su deseo de invitar a algunos amigos el 31 de octubre para divertirse con su familia en una fiesta italiana. Halloween, como todo lo gringo, es muy italiano. Moore consideró, y no le faltaba razón, que durante esa noche la música, el alboroto y la diversión facilitarían el escape de los rehenes.

Esa misma noche a la hora del sueño, cuando ambos se sentían libres para hablar sobre temas que podían costarles la vida, concretaron los pormenores de la liberación. En esa noche trazaron el plan A por si todo salía perfecto, el plan B por si algo fallaba y el plan C por si todo fracasaba. Nada podía fallar.

 

17 de octubre de 2007

Corría una hora cualquiera de la noche. Como de costumbre, la guardia era de dos. Moore que fumaba el último cigarrillo de la cajetilla y Luca que escuchaba pacientemente sus disquisiciones. Ana dormía tras las rejas de su habitación. Ello permitía que en la conversación se tocaran ciertos temas.

—¿Conoces lo que es el síntoma de Estocolmo? —preguntó Moore.

­—¿Síntoma o fenómeno?

—¡Da igual! Eso de que los rehenes les cogen aprecio a sus secuestradores. Sí, sí. Pues a mí me pasa lo contrario: esa chica me causa un no sé qué…

Luca sonrió ante la mueca de ojos perdidos de Moore. Este, para obviarlo, concentró la vista sobre su cigarrillo y lo aspiró profundamente.

—Olvídate de esa mujer. Es un imposible.

Moore ya lo sabía, pero a nadie le gusta que le recuerden sus imposibles. Luca intentó justificarse.

—Ni siquiera la ley permite que un secuestrador se case con su secuestrada. Lo dice el Código Civil.

Moore se quedó perplejo. Pensó en esa y en otras de las tantas conversaciones que había tenido con Luca durante los últimos días y expresó su admiración.

—¡Caray que sabes de leyes! ¿Dónde aprendiste eso?

El rumbo que tomaba la conversación inquietó a Luca.

—¿Cómo que dónde las aprendí? ¡Todo el mundo sabe que el secuestro es un impedimento del matrimonio! ¡Todos! ¡Parece mentira que no lo sepas! Pero, pero… —retomó con urgencia las riendas de la conversación— mejor volvamos a lo tuyo. Si algo pretendes con esa mujer, yo te apoyaré. Sí, yo te apoyaré. Sea lo que sea. Para eso están los amigos.

Luca fue astuto al decir lo que decía, pues ya intuía lo que su amigo traía entre manos. En seguida olvidó lo de las leyes. Aunque Moore intentó disimularlo, Luca sabía que había pegado en el clavo. Para hacerlo Moore regresó la vista sobre el cigarrillo y lo aspiró profundamente, pero esta vez se quedó sin fuerzas para contenerse, y mientras intentaba refrenar su risa, el humo salía por entre los dientes.

—¡Ah pillo!… Sí, sí. Ya habrá ocasión de hacer algo por un amigo. Sí, sí.

La risotada despertó a Ana y la conversación tuvo que volver a los habituales temas: la absurda política, las fuerzas de los bandos mafiosos, los últimos crímenes… ¡la paz de la Sicilia!

 

21 de septiembre de 2007

Una vez más volvieron al tema de la paz de la Sicilia, pero esta vez la conversación derivó por inesperados derroteros. Cuando Ana repetía que las actos malvados marcaban de por vida a la persona, Moore le preguntó si era posible que una persona cambiase su pasado.

—¿Es posible una redención?

Moore estaba inquieto, pues no se refería a cualquier redención. Por eso vigiló la reacción de la fémina y al ver que no entendía intentó aclararse.

—Hablo de mí redención. ¿Qué debo hacer, linda, para demostrar que no soy tan malvado como piensas?

Ana se quedó desconcertada por un momento, sin saber qué pensar. Quizá tantas explicaciones que había dado al fin habían surtido su efecto, quizá sus encantos los habían hechizado… En fin, se le iluminó el rostro y quién sabe qué habrá pensado cuando respondió lo que respondió.

—No lo sé… quizá debería ver que hicieras algo bueno —Ana acentuó lentamente la palabra y la enfatizó aún más con las manos—: algo realmente bueno, algo incuestionablemente bueno. Pero no serías capaz. Para eso hace falta ser hombre, y tú no lo eres.

Sea lo que hubiere pensado Ana al decir eso, Moore lo interpretó como una súplica de que la liberara. La única acción realmente buena que él tenía en su cabeza era liberar a un inocente. Por eso solo esbozó una pequeña sonrisa a la que siguió un gesto de condescendencia.

—Lo haré. Serás testigo.

 

19 de septiembre de 2007

Conversaciones como la de quién podía ser Papá, en qué banda se ocultaba, sobre si la mafia era buena o mala para la Sicilia, ya habían sido agotadas en aquella pequeña suite enésimas veces. Después de cinco semanas de secuestro todos repetían lo mismo, todos conocían los argumentos de oro del adversario, todos incluso sabían qué respuestas recibirían. No obstante, sin que apenas ellos lo notasen, algo había cambiado. Ana ya no lo trataba de “monstruo” a Moore, ni de “imbécil”, ni de “renegado”. Incluso hasta había mostrado algún afecto, alguna de esas muestras que las chicas coquetas dejan escapar sin querer, y que en los hombres suscitan aspiraciones mayores a las que ellas realmente están dispuestas a obsequiar.

Moore insistía en que la mafia y el secuestro, si bien malos en sí, eran necesarios para la paz de la Sicilia.

—Los hechos lo demuestran, linda. Desde que estás aquí secuestrada nadie más ha muerto. Sí, sí, quizá los medios que usamos son horripilantes, bárbaros, pero sin ellos la gente en la Sicilia seguiría matándose, haciendo justicia por mano propia. Debe existir una mano fuerte, una mano dura que ponga orden, alguien que haga lo que no hacen los corruptos jueces, ni la corrupta policía. Piénsalo, es por una buena causa.

—¡Ah! ¡Como la policía no mata a los malos, tú los matas! ¡Como el juez no hace justicia, tú secuestras! ¿En verdad crees que una buena causa justifica toda acción mala?

G. M. Moore se sacó el cigarrillo de la boca y asintió con la cabeza.

—Sí, sí. El fin justifica los medios.

Ana volvió al ataque con los argumentos que ya había expuesto siete veces.

—¿Pero no te das cuenta que las malas acciones inciden en lo que eres? No es que matas a fulano y ya pasó; ¡no!, es que te conviertes en asesino. No es que torturas a mengano y ya pasó; ¡no! La tortura no queda fuera de ti: torturando te conviertes en torturador, matando en asesino, robando en ladrón, violando en violador… —Moore ya había escuchado todo esto muchas veces y las palabras rebotaban; sin embargo, la última línea que Ana añadió sí le golpeó, y muy fuerte—: …y así no te quiero yo.

Como se puede suponer, la conversación, agotada como estaba y con los tonos cursis que tomaba, no se prolongó más. Luca prefirió retirarse a la cocina para dejarlo a Moore solo con Ana… bueno, con Ana y los otros dos rehenes. Una soledad a medias. Un par de horas más tarde regresó, cuando los secuestrados dormían. Así Moore y Luca montaron una vez más la guardia nocturna. Cada uno pensaba lo suyo en silencio: Luca en si sería descubierto algún día y Moore en la cantidad de adjetivos que había ido acumulando en su pellejo durante los últimos años: ladrón, mujeriego, torturador, asesino, mafioso… ¡Tenía para estar orgulloso!

 

20 de agosto de 2007

—Parece que al fin ha llegado la paz a la Sicilia —dijo Moore a Luca bajo las estrellas, pero no pudo acabar la frase, pues enseguida se escuchó una voz que venía desde dentro de la suite.

—¡Monstruo! ¿Quién entiende a los hombres? Por un poco de poder están dispuestos a privarse de todo, a no dormir, a permanecer intranquilos el resto de su vida, siempre con miedo a que los maten en cualquier instante… dispuestos a vivir de la mentira, de un falso orgullo, de la apariencia de fuerza… ¡todo es una farsa!

Moore no alzó la voz, ni le reprochó nada. Cuando Ana lo trataba así él callaba, e incluso asentía:

‒Sí, sí, linda.

La trataba bien no solo por sus ojos azules, ni por su pelo rubio, ni por su piel tostada, ni tampoco porque Grieco se lo hubiera pedido, ni mucho menos porque era la hija de Doménico. La trataba bien sobre todo porque Ana le recordaba a Antonella, su antigua mujer; Ana resucitaba la nostalgia de un pasado en que pudo amar a alguien y ser amado de verdad, un pasado libre de robos, sin mujeres baratas, ni torturas, ni asesinatos… ¡Qué hubiera dado por volver a aquellos tiempos!

—Mira linda, desde que te hemos secuestrado, ya no ha habido más matanzas entre nuestras bandas.

Esto fue lo último que acotó esa noche. Se quedó mirando a la Luna y la Luna también lo miró.

 

16 de agosto de 2007, a la tarde

Trece Land Rover negros de vidrios obscuros y llantas rechinantes perseguían a un Alfa Romeo Spider, escoltado por un par de Lamborgini. No fue larga la persecución, ni digna de la pantalla gigante. Pronto los perseguidores sacaron sus bazucas e hicieron volar en mil pedazos a los Lamborgini. En nada los vehículos imposibilitaron el escape del Alfa Romeo, lo encerraron y detuvieron. Se bajó el conductor, otro hombre y una mujer. No recibieron malos tratos, pero fueron conducidos con rapidez hasta los aposentos de Grieco.

—Buen trabajo muchachos —les dijo—; y tú, Ana, ¡qué gusto tenerte aquí! Espero que tu estadía en mi casa llegue a ser de tu agrado. Pondré todo de mi parte para que te encuentres a gusto durante estos días.

Ana leyó sus líneas: protestó con furia femenina e insultó repetidas veces a Grieco. Éste se entristeció. Pocos en esa estancia se percataban de lo difícil que había sido para Grieco tomar la decisión de secuestrar a Ana, la hija del banquero Domenico. Sin embargo, la paz de la Sicilia lo exigía: solo así Doménico se calmaría..

Otros capítulos: 1 – (2) 34567

Publicado por Juan Carlos Riofrío

Jurista, filósofo, escritor, descendiente lejano del primer novelista ecuatoriano, Miguel Riofrío. Abogado, autor de trece libros, y profesor de derecho en varios países del mundo.

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