La música, los filósofos y la amistad


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Tres clases de personas son las que mejor parecen captar el valor de la amistad: los filósofos, los artistas y los amigos. Los filósofos desde la hondura de su pensamiento descubren la esencia de la amistad, su peso, causas y efectos. Así, por ejemplo, Aristóteles ha observado que «el amigo es el más valioso entre todos los bienes exteriores, puesto que sin amigos nadie puede vivir» (Ética nicomaquea, VIII). Desde otra perspectiva muy distinta los artistas también han sabido recoger muchos aspectos de intimidad y camaradería que se dan en una atmósfera de aparente naturalidad, como «esos buenos momentos que pasamos sin saber» (Enanitos Verdes, Amigos). La misma Oda de la Alegría fue compuesta para celebrar a «quien logró el golpe de suerte de ser el amigo de un amigo». Frente a la visión teórica de los filósofos y a la emotiva de los artistas, está la perspectiva vivencial. ¿Quién puede decir mejor qué es la amistad sino el amigo? Quizá éste no sea muy agudo de cabeza, ni sepa expresar la amistad en canciones, pinturas o poemas, pero será él quien mejor la defina con sus abrazos y sus risas, con sus desvelos y sacrificios, y hasta con sus mismas quejas. Más vale tener un amigo, que saber qué es la amistad.

Dentro de los millones de “amigos” que hay en el mundo, hemos escogido uno con una vida absolutamente extraordinaria. Este es Juan Larrea Holguín. Al hilo de sus conmovedoras anécdotas, de la música y de la filosofía atravesaremos las tres etapas de la amistad: su nacimiento, su cultivo y la eternidad.

Abrirse a nuevos mundos

«Do you need anybody? I need somebody to love», cantaban los Beatles (en With a little help of my friends). Todos desean amar y ser amados. Fuimos creados para amar y nuestro espíritu está inquieto hasta saciar este apetito. La amistad no es un accésit, ni un artículo de consumo, ni menos un producto de lujo. Nadie puede vivir sin amigos, decía Aristóteles, pues representan una imperiosa necesidad de naturaleza. Quien tiene menos amigos es menos humano; el solitario o es un dios o una bestia. Por eso da tanta alegría encontrar un amigo. Quien lo encuentra, como dice el refrán, halla un tesoro: descubre un nuevo mundo de sorpresas, un pozo lleno de proyectos de vida, «un plan para que se hagan realidad los sueños que soñábamos antes de ayer» (La oreja de Van Gogh, Nadie como tú). En el amigo se cumple a la letra el «build my world of dreams around you, I’m so glad that I found you» (Jackson Five, I’ll be there).

Lo primero en la amistad es el encuentro. En la calle aguardan multitudes «just waiting on a friend» (Rolling Stones, Waiting on a friend). Todos quieren tener Un millón de amigos (Roberto Carlos). Y, sin embargo, la gente a veces tiene pocos amigos porque no sale al encuentro. Se cierran, claudican como personas, ya sea por soberbia, ya por simpleza, ya por pusilanimidad. No nos referimos aquí al sentimiento de pequeñez que, según C.S. Lewis, se siente frente al amigo: un amigo siempre es grande en algún sentido. Nos referimos, más bien, a la pusilanimidad que cohíbe, que frena e impide proponer una conversación a un político importante, a una celebridad o a un empresario de caudales. Otras veces lo que imposibilita la amistad son las ínfulas de grandeza y la pedantería. El que de entrada mira hacia abajo a quienes le sirven, a las personas de menor prestigio, cultura o escala social, o a quienes cuentan menos años, en el acto levanta una barrera insalvable para la amistad. Por último están los simplones, aquellos a quienes simplemente no les interesa la vida de los demás: ya están cómodos, ya nada necesitan. Sólo para un condenado «el infierno son los demás» (Sartre).

Juan tenía muchos amigos porque mucho los buscaba. La gente que más le trató afirmaba que dos eran sus principales virtudes: su enorme preocupación por los demás y su extremada delicadeza en el trato. Juan fue todo: abanderado (por ser el mejor alumno en el colegio), Premio La Salle, Premio Nacional Eugenio Espejo, Premio Tobar… (los premios más significativos del Ecuador) escritor de más de cien libros, abogado ilustre, mejor jurista del país, doctor honoris causa varias veces… a media vida recibió las órdenes y fue obispo de importantes diócesis, etc. Pese a tanto título siempre supo tratar a pobres y ricos, a cultos e ignorantes, a jóvenes y viejos con la mayor sencillez, «con ambiente festivo, con buen humor, sin ningún empaque de solemnidad», según había aprendido de san Josemaría. Desde niño supo hacerse amigo de los amigos de sus padres, hacerle conversa a aquellos que coincidían con él en el barco o en el avión, interesarse por la vida de sus compañeros de profesión, pasarlo bien con sus estudiantes, con sus feligreses y con gente de toda edad y condición. Se interesaba por todos, conocidos y desconocidos. Sin presentación previa escribió a muchos políticos, obispos y empresarios para felicitarles por las obras desarrolladas en servicio de la sociedad. Lo hacía pensando que «cuando uno hace algo mal, todos le caen; pero cuando se hacen obras buenas y hasta heroicas, nadie dice nada». Con tal convencimiento les escribía para animarles y afianzarles en sus decisiones. De esas cartas nacieron muchas valiosas amistades.

Quien desconfía no se acerca, ni llega nunca a encontrar un amigo. ¡Cuántos por ahí no suplican «to have a little faith in me» (Joe Cocker, Have a little faith in me)! Juan confiaba en la gente y la gente se hallaba a gusto a su lado. Se sentían tan a sus anchas que con frecuencia le discutían cualquier asunto jurídico, sin arredrarse ante su prestigio intelectual. Muchos estudiantes y abogados objetaron su parecer en la clase o en el foro nacional, sosteniendo incluso tesis contrarias a la moral. Nada de esto fue obstáculo para que terminaran siendo buenos amigos. Tanto llegaron a estimarle, que un buen día los miembros del partido opuesto a sus convicciones le pidieron que les redactara sus propios estatutos. Juan sabía cosechar amistad hasta de los encuentros más hostiles.

Pero aún esto es decir poco. La preocupación de Juan por el prójimo le desbordaba. Un día iba en su pequeño Volkswagen por la sierra ecuatoriana y divisó dos indígenas que en el camino peleaban furiosamente, piedra en mano. Ya corría sangre por la cara de uno. Paró, se bajó y con prisa fue a separarlos. Al acercarse percibió que apestaban a alcohol. A pesar de su ebriedad, reconocieron la presencia del sacerdote y repusieron: «perdonarás, no más, padrecito, borrachos estamos». Juan dio fin, a las bravas, a esa pelea que pudo terminar en crimen. Otro día, en el mismo camino vio un grupo de campesinos apiñados en torno a algo o alguien. Intrigado paró el carro y averiguó que una indiecita acababa de dar a luz una niña ahí en el camino; iba apresurada al pueblo, caminando, y no alcanzó a llegar. Monseñor recogió a la madre y a la recién nacida, y las llevó a su humilde casita a dos o tres kilómetros del lugar. Ambas quedaron sumamente agradecidas. Para encontrar amigos muchas veces hay que frenar a raya el carro de la vida, bajarse un segundo e interesarse por los demás.

Viendo tan buenos ejemplos, a aquellos timoratos, simplones o soberbios que recelosos aún no se abren a los demás, cabría preguntarles «¿por qué no ser amigos, estar unidos, vivir sin miedo y en libertad?» (Hombres G, Por qué no ser amigos). ¡Basta de ponernos barreras!

I’ll be there for you

El encuentro del amigo es lo primero, pero es solo un instante, una pequeña semilla capaz de germinar o morir. Para que eche raíces se ha de contar con el tiempo: tiempo para compartir, tiempo para ayudar, tiempo para pelear, tiempo para consolar… Sin tiempo no hay más que futuribles, amigos probables, compañeros de ocasión.

La frase que más se repite en las canciones de amistad es «I’ll be there» (The Rembrandts, Divas, Jackson Five, Bon Jovi, etc.). Muchas veces se puntualiza «I’ll be there for you». Y esto es esencial a la amistad: estar ahí, gastar el tiempo. Aristóteles señalaba que «es connatural a la amistad compartir la vida con los amigos» (Ética nicomaquea, IX). Por eso suena tan normal oírles decir: «te estaré escuchando aunque no te pueda ver» (Alex Ubago, Aunque no te pueda ver), «no estarás ya solo, yo estaré» (Laura Pausini, Las cosas que vives), «sé que es difícil, pero yo estaré aquí» (Belanova, Toma mi mano).

Quien sólo mira sus cosas no tiene amigos. «Son mis amigos, en la calle pasábamos las horas; son mis amigos por encima de todas las cosas», canta Amaral (Marta, Sebas, Guille y los demás). Y en verdad, quien desea tener amigos, debe ponerlos como fin, dejando otras cosas: ha de salir temprano del trabajo, dormir algo menos las noches, dedicarles parte del fin de semana, dejar otras actividades para ir con la pandilla a echar unas risas.

Sin descuidar los estudios, desde joven Juan aprendió a gastar horas, tardes y fines de semana con sus compañeros; a visitarles, a escribirles, a estar pendiente de sus grandes y pequeños sucesos. Especialmente intensa tornó su vida social en Roma, al cursar la carrera de leyes en la famosa Universidad de la Sapienza. Ahí tuvo la fortuna de conocer a san Josemaría, quien le cambió la vida. Con él intimó, dio paseos por la Ciudad Eterna y aprendió a profundizar en la amistad buscando lo que une, evitando lo que separa. Como a Juan le gustaba escalar montes, durante toda su vida llevó a muchos de sus amigos a este plan. Era la ocasión para charlar horas y horas sobre temas humanos y divinos. La conversación se iba al cielo… Una vez tuvo un despiste. Mientras subía sintió un dolor en los costados de ambos pies, que fue incrementando a cada paso. En la cima descubrió el motivo: ¡se había puesto los zapatos al revés! Estaba tan metido en la conversación, que esta “pequeñez” se le había pasado…

En las Navidades no escatimaba tiempo para tener detalles con los amigos. En estas fechas escribía tarjetas de felicitación —durante años a mano— a más de 200 personas. También procuraba llamarles en su cumpleaños y dedicar tiempo a todos en las reuniones. Una vez fue condecorado en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador por su aporte a la ciencia del Derecho. En el agasajo fue llamativo verle no sólo con las grandes eminencias y figuras del momento, sino también con los estudiantes que se le acercaban y con todo el que quería hablar con él. La verdadera amistad no mide fuerzas. «Tal vez hay seres más inteligentes, más fuertes y grandes también (tal vez); ninguno de ellos te querrá como yo a ti, mi fiel amigo» (Toy Story, Soy tu amigo fiel).

La amistad se manifiesta «alegrándose con el que se alegra y condoliéndose con el afligido», decía Santo Tomás, porque «cuando alguien ve a otros contristados de su propia tristeza, se hace como una ilusión de que los otros llevan con él aquella carga, como si se esforzaran en aliviarle del peso, y, por eso, lleva más fácilmente la carga de la tristeza» (Suma Teológica I-II, q. 3, a. 3). En ese sentido Juan procuró asistir a los entierros de los parientes de sus amigos, sabiendo lo que para ellos significaba, y nunca entendió a un individuo que por norma decidió jamás asistir a estos eventos. Quizá en la visita no se cruzaban muchas palabras, pero era el hecho de estar ahí. En esas ocasiones, como dice Roberto Carlos, «no preciso ni decir todo esto que te digo, pero es bueno así sentir que yo tengo un gran amigo» (Amigo). Además, como sacerdote asistió a gente de toda clase, fama y posición social en el lecho de muerte, incluso aunque hubieran sido sus “enemigos políticos” —de corazón Juan no los tenía—, logrando verdaderas conversiones de último momento.

El néctar de la amistad

El núcleo más primordial, la quintaesencia de la amistad, su extracto más puro, es buscar el bien del amigo. De ahí que los amigos de borracheras no sean tan amigos que digamos. Un amigo de veras nos empuja, nos lanza hacia la cima, nos mueve a dar lo mejor. Uno “se las arregla” (get by) «with a little help from my friends» (The Beatles, With a little help from my friends); uno se eleva (get high), se anima a intentarlo (I’m gonna try) con ellos. La amistad se cifra en un crecimiento moral. Siguiendo a los filósofos griegos, Leonardo Polo afirmaba que los hombres justos y virtuosos eran los más capaces de amistad, porque quieren el bien verdadero (en primer lugar el bien del hombre) y porque son más capaces de darlo. Así se entiende por qué resulta tan común equiparar los hombres buenos a los amistosos, y por qué resultaba tan fácil a Juan ganarse amigos: tenía una cabeza prodigiosa, una conducta intachable, se desvivía por los demás… Si «un amigo es una luz brillando en la oscuridad» (Enanitos Verdes, Amigos), él era esa luz. ¿A cuántas personas no aconsejó para que reformaran su vida? ¿A cuántas no animó a dar lo mejor de sí, a emprender proyectos profesionales ambiciosos, a ser generosos con Dios y con la Patria? Piénsese en las decenas de libros que sus amigos escribieron con él, en la atención sacerdotal que mantuvo con miles de personas, en todas esas confidencias personales tan alentadoras… A todos decía con sus gestos «toma mi mano» (Belanova, Toma mi mano), «cuenta conmigo cuando ni contar pudieras», «somos amigos tócame a la puerta» (Juan Luis Guerra, Amigos). A la vez, quienes se le acercaban podían contestar: «tienes ese don de dar tranquilidad, de saber escuchar, de envolverme en paz» (La oreja de Van Gogh, Nadie como tú), o simplemente «you make me live… I’m happy, happy at home. You’re my best friend » (Queen, You’re my best friend).

No se crea que Juan sólo buscaba los bienes celestiales para sus amigos. En realidad deseaba que todos estuvieran bien en todos los sentidos imaginables. Su cariño descendía a los detalles más nimios. Por modestia, Juan no solía hablar de sus hazañas, ni de sus títulos, ni de nada que le produjera vanagloria. Pero cuando lo nombraron Obispo Castrense vio que el montañismo interesaba tanto a los militares, que por hacerles amena una y cien tardes se pasó largos ratos narrándoles cómo había escalado los más altos picos ecuatorianos. Su amistad no conocía rigorismos, no tenía nada de acartonado. Otra anécdota. Unas horas antes de morir quien le ayudaba con el oxígeno estaba muy tenso, pues el paciente respiraba pésimo. José recuerda que Juan tomó un recipiente metálico pequeño que había sobre la cama y se lo puso a manera de casco, mientras decía: «soy un pequeño soldadito de Cristo». Ambos rieron y el que le acompañaba en el lecho de muerte tuvo un rato de paz.

Pero la amistad es más que una limosna al pobre. Lo esencial de la amistad es el amor recíproco (Sócrates, Platón, Aristóteles). A diferencia de la benevolencia, implica un dar y recibir bienes, un regalar y dejarse regalar. «I’ll be there for you… cause you’re there for me too» (The Rembrandts, I’ll be there for you). «De todos modos, no es noble estar ansioso de recibir favores, por más que igualmente hemos de evitar ser displicentes por rechazarlos» (Ética nicomaquea, IX). Tampoco aquí Juan padeció del rigorismo del “perfecto” que no acepta ningún favor. De buen gusto agradecía los regalos que le hacían aunque con frecuencia no los usara él; si le ofrecían condecoraciones y elogios no los rehuía, aunque alguna vez se le escapó que todo eso le costaba. En cierta ocasión, siendo ya obispo, asistió a una reunión de gente de abolengo ante las que aceptó beber un licor de muchos grados, por insinuación de un amigo. Paquito le ofreció una grappa, que Juan aceptó y hasta repitió una vez. Señaló que aunque había vivido muchos años en Italia y Argentina, jamás había probado ese licor típico de aquellos lugares, con lo cual Paco salió el doble de feliz por haber podido dar este gusto a su invitado.

C.S. Lewis observa que los artistas pintan a los amantes «face to face», mientras a los amigos «side by side». Y esto es lo propio de la amistad: compartir gustos, proyectos, aspiraciones, enojos… Sólo es amigo el que busca lo que une, las cosas guardadas en común. Un amigo puede decir: «en las cosas que vives, yo también viviré» (Laura Pausini, Las cosas que vives). Un gesto muy apreciado en el mundo intelectual es leer lo que escriben los amigos. Juan leía los libros que sus conocidos publicaban con gran interés y les hacía llegar su comentario por escrito. Hoy se conservan cientos de estas cartas. Un gesto heroico fue el que tuvo por su amigo José Rumazo: Juan se leyó los siete tomos que escribió sobre “La Parusía”, de unas ochocientas páginas cada uno, le hizo los respectivos comentarios, luego promovió y logró su publicación, y muchos años más tarde animó a otros a que reactivaran ese proyecto del amigo, que ya iba quedando en el olvido. Los escritores notaron mucho su afecto. Por eso no extraña que de los 1264 libros que tenía en su biblioteca al morir, más de la quinta parte tuvieran dedicatorias muy sentidas de los autores dirigidas a “Juanito”.

«We share memories», cantan Brightman y Carreras en Friends for life, y Celine Dion titula a una de sus canciones Je ne vous oublie pas (no te olvidaré; Gloria Estefan tiene otra semejante). En ella añade: «Je ne vous oublie pas, non, jamais, Vous êtes au creux de moi» (jamás te olvidaré, estás en lo más profundo de mi). Los amigos no olvidan. «De tantas cosas que perdí, diría que sólo guardo lo que fue mágico tiempo que nació en abril» (Alex Ubago, Aunque no te pueda ver). Y es que algo muy característico de quienes se aprecian es sentir ese «you are always on my mind» (Elvis Presley, Always on my mind). Muchos se han sorprendido al ver que decenas de años más tarde Juan seguía recordando pequeñas anécdotas sucedidas en la oficina, en la calle o en el aula. En cierta reunión él se le acercó a un diputado que había sido su alumno y que cuarenta años atrás había defendido en clase el divorcio. Esta persona, que no había cambiado de parecer, estaba ahí con la única mujer de su vida. «¡Viste, Enrique, cómo el matrimonio era para siempre!» dijo, y ambos sonrieron.

La amistad es una varita mágica que transforma lo aburrido, lo estúpido y sin sentido, en el momento más sensacional de la existencia. Los amigos invitan a «vivir la vida de emoción en emoción» (Timbiriche, Somos amigos). La pobreza de la juventud, las incomodidades del vecindario, un funesto paseo en donde todo sale mal se convierten en las más simpáticas anécdotas que recordarán los amigos matándose de risa. Hasta las disputas llegan a ser ocasión de unión y crecimiento. «Es mala señal que la amistad no sea capaz de mantenerse con opiniones diversas; o que el disidente (hostis) pase a ser inimicus. El contraste de opiniones no es enemistad, sino ocasión de rectificar, de corrección práctica» (Polo). Un verdadero amigo quita hierro a las contrariedades, sabe poner un punto de broma en la discusión. Alguna vez Juan comentó que una noche tuvo que sufrir las ruidosas campañas electorales de un famoso político del partido Liberal Radical, el Dr. Raúl Clemente Huerta en Ibarra. Como no conciliaba el sueño, tuvo que cambiarse de cuarto. Cuando vio al candidato le comentó en broma que sus campañas le habían sacado de la habitación «y él recogiendo la broma, se daba un pequeño golpe de pecho cuando nos encontrábamos. Pasado el tiempo, mi amigo se encontraba muy enfermo en Guayaquil; lo visité varias veces llevándole consuelo cristiano y finalmente recibió los sacramentos y murió ejemplarmente», escribió Juan.

Un amigo para la eternidad

Al final de su vida Juan anotó que había aprendido de san Josemaría «el amor a la libertad, el respeto a la opinión ajena y, consiguientemente, la necesidad de comprender a las personas como son, tratarlas a todas con respeto y procurar su amistad, convencidos de que ésta es un tesoro apreciabilísimo. Con la amistad, se puede hacer mucho bien a los demás y recibimos también magníficos ejemplos de toda clase de personas». Y se ve que aprendió bien la lección, porque cuando falleció el 27 de agosto de 2006 muchísimas personas le lloraron, mientras la banda del ejército entonaba la marcha fúnebre. «I won’t cry, I won’t cry; no, I won’t shed a tear, just as long as you stand, stand by me» (Ben E. King, Stand by me). Juan había partido. Ya no estaba. Sobraban motivos para llorar.

Pero el amor no puede morir. El amor reclama la eternidad, no tolera el fin del tiempo. «Amigos para siempre, means you’ll always be my friend. Amics per sempre, means a love that cannot end. Friends for life, not just a summer or a spring» (Sarah Brightman y José Carreras, Friends for life). Allá en la eternidad los verdaderos amigos nos esperan con los brazos abiertos. Allá, desde la eternidad, aún nos pueden ayudar.

Juan Carlos Riofrío Martínez-Villalba

Quito, 6 de diciembre de 2014

Publicado por Juan Carlos Riofrío

Jurista, filósofo, escritor, descendiente lejano del primer novelista ecuatoriano, Miguel Riofrío. Abogado, autor de trece libros, y profesor de derecho en varios países del mundo.

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